miércoles, 4 de octubre de 2017

RECORDANDO EL MENOR


RECORDANDO EL MENOR (31-12-2016)


Hace unos cincuenta años, mi maestra de religión nos habló de la existencia de un Seminario Menor en San Cristóbal Norte. Lo había fundado Monseñor Sanabria para la formación de mejores y más numerosos sacerdotes en el país. Era 1950; yo tenía doce años. Con esmero y deseo de servir a Dios, la maestra (cuyo nombre, como de costumbre no recuerdo) me motivó a ingresar en esa nueva institución. Me habló particularmente a mí porque yo tenía años de servir en la iglesia como monaguillo.
Ambos hablamos con mi madre y con el cura: quien accedió a contribuir en la medida de lo posible con los gastos de mis estudios ya que los pocos ingresos de mi padre apenas alcanzaban para dar el sustento a mis otros hermanos.
Mi madre tenía un profundo sentimiento religioso. Como Dios la había dotado de una excelente voz, durante su juventud cantó como solista alabanzas a Dios en las iglesias de los diversos pueblos en que le tocó vivir: actividad que tuvo que abandonar cuando Dios la puso, como decía ella, a ver qué hacía con la marimba de hijos.
Ella siempre me contaba que en su juventud organizaba veladas con sus hermanas para recoger “cositas” para la gente pobre del pueblo. Como cantaba muy bonito, los padres la buscaban siempre para que cantara el “Ave María” de Schubert o algo parecido. Cuando se iba donde sus abuelos en Heredia, la mandaban a traer porque como dirían ahora los copiones de los gringos: bajaba el “rating” en las misas de los domingos o en los rosarios de la semana.
Al decirle que no me parecía malo intentarlo, su respuesta fue simple: “ Dios quiera, mijito”... Esta respuesta me la dio también Monseñor Odio cuando le dije que yo venía a ver si eso era lo que Dios quería para mí: yo, en el fondo, no sabía todavía lo que quería de la vida. El Padre Odio, como le decíamos antes de que, una mañana, nos dijera durante la misa que Dios lo había llamado a cumplir nuevas tareas, era una persona con la presencia sublime de la divinidad en la tierra. Aparecía como un gran papá que pintaba cualquier problema, con la dulzura de sus canas, del blanco apacible de la nieve imponente de sus montañas religiosas.
En clases, me llamó mucho la atención la amplia cultura del Padre Carlos Joaquín Alfaro. Este me enseño el gusto por la música clásica. Un día, mientras oía con deleite la quinta sinfonía de Beethoven al lado de algunos compañeros (entre los que recuerdo a Arnoldo Mora y a Javier Solís), el Padre Alfaro nos comentó que su interés en el sacerdocio fue motivado por la generosidad y la profunda fe de su tío, Monseñor Odio.
Nos narró muchas historias, pero –como siempre- no recuerdo más que una: la más anecdótica e intrascendente, por cierto.
Contaba el Padre Alfaro que fue a visitar a su tío mientras era cura de Pacaca.
- ¿Qué es eso de Pacaca?, le interrogamos.
- ¡Bueno!, era el nombre indígena de Villa Colón, ese pueblito que está yendo hacia Puriscal. (Este nombre era para mí algo así como el lugar lejano donde según el dicho popular “el diablo había dejado perdida la chaqueta” y que aprendí a estimar cuando hice amistad con los Mejía).
- ¿Hace mucho de eso?
- ¡Bastante! Además, los tiempos eran otros. Con prudencia, el Padre Odio me recomendó que me fuera en primera clase. Además, al llegar a la parada de la Coca Cola, yo no entendí en que consistía dicha primera. Era una vieja cazadora donde la gente viaja toda revuelta con los chanchos y las gallinas.
- ¿Y qué era lo de la primera?
- Pasado Escazú, entendí. En la cuesta entre Escazú y Santa Ana, el chofer simplemente dijo: ahora, los de primera, se quedan sentados; los de segunda, se bajan y los de tercera, empujan. El Padre Odio me dio ese consejo pensando en que yo era un típico josefino, porque él siempre viajaba en segunda.
Durante las vacaciones, fui a visitar a Monseñor Odio en la casa arzobispal. Cuando me vio, me dijo:
- ¡Diay! muchacho, qué problema es ser obispo...
- ¿Por qué, Monseñor, hay muchos enredos?
- No, mijito, dificultades nunca faltan en cualquier lugar. El problema es que no se ve bien que un obispo ponga apodos y yo a vos no me acostumbro a tratarte por tu nombre.
- Menos mal, Monseñor, pensé que tenía problemas.
- Bueno, problemas nunca faltan... Pero uno debe estar donde Dios quiere que esté. Por mí, yo prefería San Cristóbal con las risas de esos chiquillos confiados en Dios. Pero el que manda está allá arriba y Él quiere que esté aquí.
Sin pensarlo mucho respondí:
- ¡Gracias a Dios! Él lo va a ayudar.
- ¡Dios quiera, mijito!

(Mi sobrenombre hacía referencia al lugar donde había nacido. Como este artículo se presentó en un concurso lo escribí hace tiempo como un recuerdo con el seudónimo de Polo. No puse mi real apodo CAPI. Este se funda en la respuesta que di cuando me preguntaron de dónde venía. Por ejemplo, mis compañeros de clase venían de todo el país: Hugo Barrantes de Perez Zeledón, Olibeth Bogantes de Grecia, Javier Solís de Escazú, etc. y respondí que venía de la Capi…

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