RECORDANDO EL MENOR (31-12-2016)
Hace unos cincuenta años, mi maestra de
religión nos habló de la existencia de un Seminario Menor en San Cristóbal
Norte. Lo había fundado Monseñor Sanabria para la formación de mejores y más
numerosos sacerdotes en el país. Era 1950; yo tenía doce años. Con esmero y
deseo de servir a Dios, la maestra (cuyo nombre, como de costumbre no recuerdo)
me motivó a ingresar en esa nueva institución. Me habló particularmente a mí
porque yo tenía años de servir en la iglesia como monaguillo.
Ambos hablamos con mi madre y con el cura:
quien accedió a contribuir en la medida de lo posible con los gastos de mis
estudios ya que los pocos ingresos de mi padre apenas alcanzaban para dar el
sustento a mis otros hermanos.
Mi madre tenía un profundo sentimiento
religioso. Como Dios la había dotado de una excelente voz, durante su juventud
cantó como solista alabanzas a Dios en las iglesias de los diversos pueblos en
que le tocó vivir: actividad que tuvo que abandonar cuando Dios la puso, como
decía ella, a ver qué hacía con la marimba de hijos.
Ella siempre me contaba que en su juventud
organizaba veladas con sus hermanas para recoger “cositas” para la gente pobre
del pueblo. Como cantaba muy bonito, los padres la buscaban siempre para que
cantara el “Ave María” de Schubert o algo parecido. Cuando se iba donde sus
abuelos en Heredia, la mandaban a traer porque como dirían ahora los copiones
de los gringos: bajaba el “rating” en las misas de los domingos o en los
rosarios de la semana.
Al decirle que no me parecía malo intentarlo,
su respuesta fue simple: “ Dios quiera, mijito”... Esta respuesta me la dio
también Monseñor Odio cuando le dije que yo venía a ver si eso era lo que Dios
quería para mí: yo, en el fondo, no sabía todavía lo que quería de la vida. El
Padre Odio, como le decíamos antes de que, una mañana, nos dijera durante la
misa que Dios lo había llamado a cumplir nuevas tareas, era una persona con la
presencia sublime de la divinidad en la tierra. Aparecía como un gran papá que
pintaba cualquier problema, con la dulzura de sus canas, del blanco apacible de
la nieve imponente de sus montañas religiosas.
En clases, me llamó mucho la atención la
amplia cultura del Padre Carlos Joaquín Alfaro. Este me enseño el gusto por la
música clásica. Un día, mientras oía con deleite la quinta sinfonía de
Beethoven al lado de algunos compañeros (entre los que recuerdo a Arnoldo Mora
y a Javier Solís), el Padre Alfaro nos comentó que su interés en el sacerdocio
fue motivado por la generosidad y la profunda fe de su tío, Monseñor Odio.
Nos narró muchas historias, pero –como
siempre- no recuerdo más que una: la más anecdótica e intrascendente, por
cierto.
Contaba el Padre Alfaro que fue a visitar a su
tío mientras era cura de Pacaca.
- ¿Qué es eso de Pacaca?, le interrogamos.
- ¡Bueno!, era el nombre indígena de Villa
Colón, ese pueblito que está yendo hacia Puriscal. (Este nombre era para mí
algo así como el lugar lejano donde según el dicho popular “el diablo había
dejado perdida la chaqueta” y que aprendí a estimar cuando hice amistad con los
Mejía).
- ¿Hace mucho de eso?
- ¡Bastante! Además, los tiempos eran otros.
Con prudencia, el Padre Odio me recomendó que me fuera en primera clase.
Además, al llegar a la parada de la Coca Cola, yo no entendí en que consistía
dicha primera. Era una vieja cazadora donde la gente viaja toda revuelta con
los chanchos y las gallinas.
- ¿Y qué era lo de la primera?
- Pasado Escazú, entendí. En la cuesta entre
Escazú y Santa Ana, el chofer simplemente dijo: ahora, los de primera, se
quedan sentados; los de segunda, se bajan y los de tercera, empujan. El Padre
Odio me dio ese consejo pensando en que yo era un típico josefino, porque él
siempre viajaba en segunda.
Durante las vacaciones, fui a visitar a
Monseñor Odio en la casa arzobispal. Cuando me vio, me dijo:
- ¡Diay! muchacho, qué problema es ser
obispo...
- ¿Por qué, Monseñor, hay muchos enredos?
- No, mijito, dificultades nunca faltan en
cualquier lugar. El problema es que no se ve bien que un obispo ponga apodos y
yo a vos no me acostumbro a tratarte por tu nombre.
- Menos mal, Monseñor, pensé que tenía
problemas.
- Bueno, problemas nunca faltan... Pero uno
debe estar donde Dios quiere que esté. Por mí, yo prefería San Cristóbal con
las risas de esos chiquillos confiados en Dios. Pero el que manda está allá
arriba y Él quiere que esté aquí.
Sin pensarlo mucho respondí:
- ¡Gracias a Dios! Él lo va a ayudar.
- ¡Dios quiera, mijito!
(Mi sobrenombre hacía referencia al lugar
donde había nacido. Como este artículo se presentó en un concurso lo escribí
hace tiempo como un recuerdo con el seudónimo de Polo. No puse mi real apodo
CAPI. Este se funda en la respuesta que di cuando me preguntaron de dónde
venía. Por ejemplo, mis compañeros de clase venían de todo el país: Hugo
Barrantes de Perez Zeledón, Olibeth Bogantes de Grecia, Javier Solís de Escazú,
etc. y respondí que venía de la Capi…
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