martes, 25 de septiembre de 2018

EL DRAMA DE LOS TÍTULOS UNIVERSITARIOS

EL DRAMA DE LOS TÍTULOS UNIVERSITARIOS
Autor: Jaime González Dobles



El primer título realmente académico era el permiso otorgado para ejercer adecuadamente la enseñanza o el ejercicio disciplinario. Según los ambientes, este reconocimiento adquirió dos nombres diferentes, aunque en su momento histórico eran equivalentes.
En los países europeos de corte sobre todo más latino se lo denominó en latín como licenciatura. Este nombre denotaba el permiso (la ‘licencia’) para ejercer la disciplina correspondiente, tanto académica (filosofía o teología) como profesional (medicina o derecho).
Por otra parte, en los países básicamente anglosajones, se usó la denominación de maestría para señalar la capacidad de ejercer la enseñanza o el manejo de la disciplina correspondiente.
‘Master’ era un término inglés derivado de ‘magister’ (maestro en latín) y, sobre todo, de su aplicación en los talleres de la época a la persona de mayor rango artesanal: el ‘maestro’ era el que realmente conocía el respectivo oficio.
Pero, en ambos casos, el título histórico solo refería a la simple licentia docendi (el permiso universitario de enseñar). No obstante, con el desarrollo industrial, la generalización de una enseñanza más formal se volvió una necesidad social fundamental.
Esto propició la proliferación de universidades en todo el mundo. Este proceso fue el que terminó por establecer una diferencia entre ambas nominaciones como efecto de la diferencia entre las respectivas universidades en los últimos cien años.
En los países periféricos al núcleo de las universidades históricas (llamados en ese momento ‘en vías de desarrollo’) se comenzó a ofrecer títulos con el nombre clásico de ‘licenciatura’. Pero estos ofrecían con frecuencia una formación deficiente.
Por razones académicas, las universidades más clásicas tomaron entonces dichos títulos como equivalente a un simple bachillerato o candidatura e impusieron a los estudiantes ajenos la exigencia de obtener de nuevo en su sede el auténtico ‘permiso para enseñar’.
Cuando en 1958 ingresé a la Universidad de Lovaina, la mayoría de los estudiantes en filosofía éramos extranjeros. De esta manera, me di cuenta que varios compañeros norteamericanos ya tenían una maestría obtenida en su país y cursaban conmigo de nuevo los estudios de licenciatura. Cuando les pregunté la razón por la que estaban estudiando de nuevo ese grado, me llamó la atención su respuesta: “Nos dijeron que aquí no confían en la calidad de los títulos externos. De esta manera, los únicos estudiantes que pueden pasar directamente a los estudios de doctorado de Lovaina son los que tengan una licentia docendi de una universidad de prestigio, por lo menos con varios siglos de experiencia, como Oxford, la Sorbona o Harvard, se llame como se llame: licenciatura o maestría”.
Dado el flujo particular de estudiantes entre los diversos países durante el siglo pasado, esta dinámica terminó por convertir a la llamada maestría en la ‘licentia docendi’ de mayor respeto. Este cambio fue el efecto normal de la predominancia política y económica de ciertos países de lengua inglesa que recibían mayor número de estudiantes ajenos, sobre todo a partir de la segunda guerra mundial.
De esta manera, al diferenciarse nominal y prácticamente de su gemela histórica, la maestría se constituyó en los últimos años en un título diferente ya que este otro nombre del histórico “permiso para enseñar” parecía certificar mejor su calidad formativa. Se aplicó así con éxito el teorema sociológico de William I. Thomas: ‘If men define situations as real, they are real in their consequences’. Es decir, al asumir a la maestría como algo superior a la licenciatura, se volvió superior en sus consecuencias.
El nivel siguiente consistía en el Doctorado. Este era el reconocimiento de que se tenía las bases suficientes para ser un pleno docente universitario (un ‘docto’).
Dicho título autorizaba así para ejercer como un auténtico profesor universitario en los niveles superiores.
No obstante, lo que ha pasado en los últimos tiempos con la licenciatura, está pasando actualmente también con este otro título. Cada vez más hay ciertas universidades periféricas que ofrecen también unos supuestos ‘doctorados’ que comienzan a ser devaluados por algunas universidades de más peso.
Esta situación va suscitando entonces la necesidad sociológica de establecer quizás una nueva denominación diferente para reconocer el nivel más alto de la formación universitaria más seria de la actualidad, como parecen ser en algunos lugares la presencia un tanto extraña del PHD (el que históricamente refiere al simple doctorado) o de algunas otras expresiones como ciertos ‘doctorados de estado’ que demandan mayores requisitos formales, etc. Pronto, con el tiempo, alguno nuevo diploma formal se va a convertir en un título superior al también deformado título histórico del ‘doctorado’.
Este extraño fenómeno tiene una fuerte presencia sociológica. Por influjo de las necesidades operativas del nuevo ambiente productivo mundial, la mayoría de las universidades actuales pasó de los países dominantes a los países colonizados, de unas clases dominantes a unas clases dominadas progresivamente alfabetizadas, etc.
Y ESTO HA CREADO LA DEGENERACIÓN DE LOS TÍTULOS HISTÓRICOS.


lunes, 17 de septiembre de 2018

EL DESAFÍO UNIVERSITARIO / Autor: Jaime González Dobles

EL DESAFÍO UNIVERSITARIO




 JAIME GONZÁLEZ DOBLES


Hablar de Ética y Sociedad del Futuro no significa indicar necesariamente las cualidades efectivas de nuestro quehacer universitario, sino destacar su más profundo desafío existencial. No significa enunciar algo hecho, sino señalar algo por hacer.
Para percibir, sin autocomplacencias ingenuas, la problemática interna de esta importante temática se requiere analizar y evaluar, con claridad y honestidad, asuntos de fondo sobre la naturaleza del quehacer universitario: ¿Qué tipo de universidad estamos haciendo? ¿Cuáles son sus aportes y metas alcanzables? ¿Cuáles, sus verdaderos problemas? ¿Cuáles, las dificultades realmente superables? ¿Qué medidas hemos tomado para corregir errores? ¿Qué grado de responsabilidad nos corresponde en sus aciertos y desaciertos?, etc.
La fidelidad efectiva a la auténtica naturaleza del quehacer universitario implica siempre un compromiso vital, intelectual, emocional y moral que se vive dramáticamente en su día a día. Su meta esencial no es así la reiteración o repetición del conocimiento del pasado, sino la creación permanente de una sólida visión del futuro, ligada a la promoción del desarrollo integral de la plena humanidad. Sin embargo, ¿hemos asumido este compromiso con adecuada seriedad en nuestro quehacer cotidiano? ¿Nuestra vivencia concreta de la vida universitaria no está quizás arruinando este compromiso bajo ropajes rutinarios? ¿Nuestra productividad académica es realmente significativa o se camufla bajo una pretendida seriedad, que esconde la falta de calidad detrás de un cúmulo de datos? ¿Hasta dónde nuestra realidad universitaria no llega más allá de los rituales de nuestras disciplinas específicas y de los intereses creados de nuestra circunscripción profesional?
La ciencia y la tecnología son ciertamente aspectos fundamentales del quehacer universitario. Pero, como instancia privilegiada de la educación superior, la universidad tiene que darles una orientación integral en su ejercicio. Es decir, debe ofrecer una interpretación de su pleno significado en función de una adecuada respuesta a la problemática humana. No obstante, ¿qué respuesta efectiva estamos ofreciendo en nuestro hacer diario más allá de algunas bellas palabras autojustificativas y de pequeñas soluciones circunstanciales?
Una verdadera universidad no es una torre de marfil, donde el conocimiento, científico o filosófico, las artes y las técnicas en abstracto valgan por sí mismos. Por el contrario, es una instancia de recogimiento, pensamiento, reflexión y producción al servicio de la vida realmente humana, que debe encarnar el desafío intelectual de una búsqueda concreta de soluciones integrales a los problemas implicados. Pero, por una actitud pasiva y una orientación abstracta, ¿no estamos convirtiendo nuestra “Universidad” en una mentira social?
Aunque aparezca y pretendamos presentarlo como sentido de realidad, el uso de unas técnicas precisas para la solución de algunos problemas pragmáticos inmediatos responde con frecuencia a una actitud abstracta en el pleno sentido de la palabra. Lo “abstracto” es lo que pone entre paréntesis y excluye, por la construcción mental elaborada, otros aspectos necesariamente presentes en la realidad de las cosas. Así, por ejemplo, fundamentada en un “inmediatismo económico”, una orientación abstracta ha generado serios desequilibrios ambientales dentro del quehacer agrícola, industrial y urbanístico modernos, los que han engendrado la necesaria presencia del problema ecológico. Las universidades se parecen al mundo de los espectáculos: viven de modas. [1]
Pero, ¿podemos atribuir esos errores simplemente a la dinámica de intereses foráneos o nos corresponde una responsabilidad por deficiencias en los procesos formativos de los técnicos implicados en las decisiones concretas? ¿No estamos presentado como una necesidad pragmática nuestra falta de imaginación creadora? ¿No estamos construyendo una universidad que repite errores del pasado, por la necesidad de buscar privilegios financieros o políticos?
En el mismo sentido, cada ciencia y cada disciplina intelectual tienen esquemas mentales también abstractos, que definen sus conceptos, sus métodos y sus aplicaciones concretas. Así, por necesidades internas de su propia construcción intelectual, ignoran o excluyen abstractamente problemas que necesariamente conviven en la realidad. Pero, ¿hasta dónde reducimos la realidad al esquema mental de nuestras disciplinas? ¿Por qué tratamos de imponer con válidos sólo nuestros procedimientos? ¿No estamos con frecuencia escondiendo nuestra ignorancia y limitación mental detrás de una afirmación categórica sobre el valor de nuestros procedimientos rituales?
La resolución integral de la problemática ligada al quehacer humano parece escaparse del mundo cerrado de las disciplinas particulares y se ubica cada vez más en la esencia misma de la universidad, como instrumento cultural de una búsqueda seria y responsable de la universalidad del conocimiento al servicio de la realización humana. Pero, ¿hasta dónde pensamos realmente como universitarios, es decir, como personas con una mentalidad abierta a la globalidad de la problemática? ¿No seguimos con frecuencia encajonados dentro de nuestros pequeños trucos conceptuales y procesales? [2]
La dimensión integradora que requiere una aportación, realista y concreta, ante la realidad humana no se consigue con la simple yuxtaposición de enfoques particulares. Por eso, la dimensión ética de una universidad comprometida con el desarrollo de la sociedad del futuro tiene que mirar hacia el porvenir para resolver los problemas creativamente, sin engendrar círculos viciosos por la circunscripción abstracta de cada una de sus disciplinas. Pero, ¿hemos logrado al menos enfocar adecuadamente esta problemática? ¿Hasta dónde nuestra universidad no es más que una yuxtaposición de disciplinas descoordinadas que pretenden esconder su ineptitud integradora detrás de ensayos frustrados de acercamientos multidisciplinarios que no logran alcanzar una adecuada dimensión interdisciplinaria, por efecto de las deficiencias estructurales de sus propios procedimientos y enfoques?
La responsabilidad social y la búsqueda del conocimiento superior sostienen la auténtica vocación universitaria. Pero ésta no es una de esas cosas que se acumulan históricamente en el campus universitario; ni se engaveta entre los papeles anodinos de su hacer formal; ni tampoco sirve de adorno en las paredes, como los diplomas que decoran ritualmente los cubículos de sus funcionarios. Por el contrario, son un desafío permanente de todos y cada uno de los universitarios, cuya respuesta nos compromete personalmente, aunque sus soluciones precisas sean labores colectivas que dependen de la interacción creativa, del diálogo y del intercambio entre toda la comunidad universitaria. Pero, ¿qué papel estamos jugando en esta problemática? ¿Hasta dónde hemos asumidos una actitud de pasiva irresponsabilidad, por comodidad o intereses creados? ¿No solemos creer que esos asuntos son responsabilidad de otros?, etc.
El problema esencial de nuestra universidad no es sólo científico o tecnológico sino, también y con frecuencia, propiamente filosófico con características particulares en lo ético y en lo epistemológico. De hecho, en su esencia, toda universidad tiene regularmente una profunda dimensión filosófica e ideológica. Pero esta tarea no es un asunto que podemos delegar en unos pretendidos especialistas, ya que el sustento filosófico es el alma y corazón de toda investigación, docencia y actuación universitarias plenamente consolidadas y la dimensión ideológica es el efecto concreto del juego de intereses creados de toda convivencia humana. ¿Acaso se puede hacer ciencia sin una profunda reflexión epistemológica? ¿Quién puede efectuar responsablemente elaboraciones tecnológicas sin analizar las consecuencias morales de sus usos y la incidencia de sus aplicaciones?
Ciertamente, los esfuerzos permanentes por alcanzar altos niveles de producción científica y tecnológica tienen siempre su fundamento racional o su justificación pragmática. Pero, detrás de esos argumentos emerge, implícito o explícito, el necesario cuestionamiento filosófico: ¿El tipo de ciencia y tecnología que estamos haciendo es el más adecuado a la resolución de nuestros problemas específicos como personas? ¿Qué objetivos sostienen nuestro quehacer diario? ¿Los fundamentos y justificaciones ofrecidos son los mejores? ¿Para qué queremos nuestra investigación o producción, científicas y tecnológicas? ¿Por qué enfocamos de manera particular nuestro propio quehacer científico o tecnológico? ¿Qué justificaciones podemos ofrecer de nuestras acciones y omisiones?
La auténtica filosofía no es así un cuento que se narra, ni un juego estúpido de conceptos complicados, sino una justificación racional de los hechos y procedimientos en función de escalas de valores asumidos personal y socialmente como fundamentales. La filosofía más auténtica implica una reflexión actualizada, viviente, comprometida y por consiguiente riesgosa. Por el contrario, la filosofía ritual, encerrada dentro del claustro de sus estudiosos, se convierte con frecuencia en la universidad en letra muerta y en repetición absurda de pensamientos desfasados. Pero, ¿tenemos la osadía de enfrentar los problemas de fondo en cada uno de nuestros proyectos y acciones, o recurrimos a la evasiva de argumentar con simplismo que son asuntos importantes y necesarios, sin ofrecer razones precisas y reflexiones estructuradas? ¿Hasta dónde hemos convertido el quehacer filosófico de nuestra universidad no en un riesgo existencial, sino en un adorno ritual? [3]
De hecho, sólo un auténtico planteamiento filosófico puede garantizar la dimensión universitaria de nuestro quehacer. Pero este planteamiento no puede consistir en la repetición de enunciados clásicos, sino en la reflexión concreta sobre realidades precisas, que se debieran abordar en el cotidiano trajín de la Academia. En efecto, sin un diálogo profundo con la problemática de las ciencias, las tecnologías y las artes vivientes, la filosofía profesional se deteriora en un solemne engaño conceptual al dejar de ser un pensamiento que piensa sobre la realidad concreta. De la misma manera, suele suceder que las labores tecnológicas, científicas o artísticas, sin el permanente cuestionamiento filosófico, se convierten en procedimientos rituales, muchas veces peligrosos para el auténtico desarrollo humano.
Pero, ¿no es esa la realidad de nuestra universidad? ¿Acaso no vivimos un diálogo de sordos donde cada cual se complace en oírse, sin penetrar en el fundamento y aporte de las otras disciplinas y enfoques? ¿No es cierto que las ciencias fácticas y sus tecnologías operativas reniegan con arrogancia de las ciencias sémicas y sus técnicas más interpretativas, sin haber captado el sentido profundo de sus aportes? ¿Acaso las artes y las letras no se autocomplacen en lamentaciones de autojustificación al considerarse restringidas, mientras acusan a las disciplinas más cuantitativas de inhumanas? Pero, sobre todo, ¿los filósofos profesionales son los verdaderos facilitadores del diálogo profundo en la universidad o, por el contrario, sus debates carecen de sustento concreto y se convierten en honorables disquisiciones carentes de sentido pragmático?
Más allá de la preocupación filosófica tradicional sobre los fundamentos epistemológicos de la calidad intelectual de quehacer universitario, en la historia de la universidad costarricense de los últimos cincuenta años, podemos encontrar quizás tres fases históricas de la reflexión filosófica, concreta y efectiva, generada en las inquietudes de personas no necesariamente ligadas a su quehacer profesionalizado.
Más allá de los fundamentos filosóficos del sistema establecido (como decía Mounier, del “desorden establecido”) cuyos valores centrales son la “eficiencia” y la “eficacia” medidos en función de su rendimiento económico y pragmático, algunos pensadores han tratado de abrir otras vías. En una primer fase, la preocupación filosófica ha tenido una fuente principalmente educativa que se centró en un cuestionamiento sobre el tipo de ente humano que debían formar la universidad. Esta inquietud se plasmó, por ejemplo en Costa Rica, en una reconcepción de los Estudios Generales. Una segunda fase se generó en pensadores con inquietudes sobre una adecuada convivencia humana (particularmente en algunos científicos sociales) que reflexionaron sobre el contorno social del quehacer universitario. De esta reflexión surgió la insistencia en el papel contributivo de la universidad con respecto a la comunidad: con programas como la Extensión o Acción Social universitarias. Una tercera fase, generada sobre todo en algunas personas con intereses biológicos (la que no ha alcanzado todavía su culminación) se ha centrado en una adecuada relación con el medio ambiente. De esta manera, el cuestionamiento ecológico se ha vuelto en un eje prioritario del correspondiente cuestionamiento filosófico.
Aunque respondan a realidades permanentes de la vivencia humana y académica, cada una de estas dimensiones del cuestionamiento filosófico concreto ha tenido su ambientación y significación histórica. Pero, lo característico del auténtico quehacer filosófico es destacar asuntos fundamentales implicados en la problemática de los momentos históricos y de las circunstancias particulares del comportamiento humano. Pero estas tareas no son la labor de unos profesionales en filosofía. Son obra de todo pensador inquieto. Sin embargo, más allá de las recitaciones de moda que se repiten casi sin pensar en su trasfondo humano, ¿estamos pensando y reflexionando con sentido de realidad en nuestra universidad? ¿Podemos realmente señalar en qué difiere la problemática actual de las circunstancias y factores que generaron estas tres importantes orientaciones filosóficas del pasado? ¿Será una nueva orientación lo que necesitamos o, por el contrario, el momento histórico nos exige un esfuerzo de síntesis de las tres? ¿Estaremos cayendo en el error frecuente de confundir las modas con los criterios de importancia y significación? ¿Cómo concebimos el desafío de la universidad de cara al futuro?
La temática de la ética y del desarrollo de la sociedad del futuro nos plantea este desafío reflexivo, ya que su enunciado es problemático si lo tomamos en serio más allá de la simple repetición de las consideraciones tradicionales. De hecho, el desarrollo de la sociedad del futuro se fundamenta en la plena actualización de las potencialidades de una realidad específica. Su problemática fundamental consiste en la necesidad consustancial de un enfoque concreto, que no ponga entre paréntesis factores esenciales de su globalidad. Desde esta perspectiva, la creación de la sociedad del futuro se encuentra con el papel fundamental de la educación. Por sus orígenes lingüísticos, la educación correspondiente refiere a la acción de desarrollar las potencialidades propias de los seres humanos, de su convivencia y de su producción, de acuerdo a valores centrales que precisen la autenticidad y fidelidad de sus actuaciones propias.
Así, a la universidad, como centro de la educación superior, le corresponde pensar en dicha realización humana en su globalidad tanto individual como social, tanto natural como psicológica, tanto material como espiritual. Solamente, esta integración profunda le puede dar sentido a su pretendida superioridad. Pero, ¿hemos asumido con seriedad el desafío de pensar como universidad (es decir, como comunidad integrada) nuestro aporte a la sociedad del futuro o esperamos que su integración surja por milagro de la acumulación de esfuerzos particulares?
Por esta razón, la temática de la creación de la sociedad del futuro está profundamente ligada al cuestionamiento ético. Según la tradición filosófica, la ética consiste en la reflexión sobre la conducta moral del ser humano, que consiste en orientar responsablemente sus acciones en función de una idea de bien. Pero, ni el bien, ni el desarrollo, ni el porvenir son una realidad, sino posibilidades valoradas positivamente. Por tal razón, la moral aparece como una especie de tecnología del desarrollo humano (cuya meta es hacer lo humano), mientras que la ética es el cuestionamiento filosófico sobre sus razones justificativas.
Pero, ¿cómo podríamos negarle a la universidad la obligación de reflexionar profundamente sobre las razones profundas que justifican la enunciación de metas conductuales en función de la perfección o plena realización humana, en lo individual y colectivo? Sin embargo, ¿no hemos caído los profesionales universitarios en una actitud casi infantil al confundir la ética con el enunciado de pequeñas normas rituales de conducta? ¿Será esto el fruto de una irresponsabilidad colectiva de un ente educativo que debiera pensar en serio o reflejará, por el contrario, el inadecuado desarrollo de nuestras potencialidades intelectuales, afectivas y morales? En todo caso, hablar de ética y sociedad del futuro nos sienta forzosamente en el banquillo de los acusados. Sin embargo, ¿nos hemos puesto a pensar en la calidad de nuestra defensa o la estamos confundiendo con un simple enunciado de palabras?
El cuestionamiento ético se expresa, personalmente, en el planteamiento del desarrollo integral de nuestra personalidad y, socialmente, en la búsqueda del desarrollo integral de la vida comunitaria. Pero ambos aspectos se interrelacionan y se implican mutuamente. Por eso, la ética universitaria está ligada al mundo del trabajo que permite engendra un mundo humanizado, ya que los logros en el futuro no son propiamente algo de lo que se habla, sino algo que se construye con osadía, imaginación y responsabilidad. Pero, ¿los universitarios pensamos realmente en la evaluación del nuestro compromiso laboral con respecto a nuestra vida comunal o hemos restringido nuestro compromiso simplemente a hablar y analizar lo que los otros hacen? Para decirlo a lo tico, ¿no pretendemos ver los toros sólo desde la barrera?
No obstante, las condiciones precisas del mundo actual colocan a la universidad en el centro de la orientación efectiva del mundo del trabajo, ya que su actividad central gira alrededor de la preparación de profesionales en los ámbitos más diversos. De hecho, el conocimiento no es para los seres humanos una distracción circunstancial; sino una necesidad vital, que sostiene su acción y orienta el manejo de sus medios de acción. Por esto, las necesidades de la vida práctica han inducido a que los estudiantes no vienen a la universidad a buscar ciencia, filosofía o arte, sino un instrumento para su vida profesional (el que muchos confunde con un simple papel: el título correspondiente). Por esa razón, los planteamientos tecnológicos tiene un profundo sentido en la vida universitaria. Aunque no adquieren pleno sentido sino desde una perspectiva más filosófica y conceptual que los ubica en el contexto global de la realización de lo humano.
Desde esta perspectiva, la misión de la universidad no gira tanto sobre la ciencia, sino sobre el trabajo humano. De hecho, hasta ahora, sólo en raras ocasiones nuestro quehacer universitario hace propiamente ciencia, produce arte o filosofa, ya que la mayoría de nuestros profesores universitarios no son propiamente científicos, artistas o filósofos, sino técnicos en la enseñanza de lo que las ciencias, las artes o las filosofías han hecho; como el médico no es casi nunca un científico de las enfermedades, sino un tecnólogo de las curaciones, o el filósofo no suele ser un pensador creativo, sino alguien que ejerce la tecnología de la enseñanza y de la comunicación de lo que otros pensaron.
Pero, con nuestros procedimientos tradicionales, ¿estamos haciendo realmente universidad? ¿Nos hemos dado cuenta de que lo propio del ente humano no es tanto la razón ordenadora de los hechos, sino la imaginación capaz de manejar los posibles que nos permiten humanizar el futuro? Pero, ¿nos hemos centrado en desarrollar o en frustrar la imaginación de nuestros estudiantes? ¿No estaremos justificando nuestra ineptitud intelectual y educativa bajo pretextos de promoción de la disciplina y el orden académicos?
El mundo externo a la universidad insiste actualmente en la eficiencia. Desgraciadamente, este concepto se suele sustentar en una visión muy parcial y deformada del desarrollo humano. Pero, ¿qué respuestas podemos ofrecer a esta propuesta que respeten lo positivo de la demanda de eficiencia y corrija creativamente sus errores?
Para decirlo con una imagen, la falla del quehacer universitario quizás estribe en que no hemos aprendido a caminar imaginativamente, porque insistimos en arrastrarnos racionalmente. De hecho, ¿con nuestro proceder aparentemente racional no habremos dejado de desarrollar la capacidad productiva de la universidad, por miedo al riesgo de asumir la imaginación creadora, por ineptitud o dejadez? Pero, ¿cómo podemos desarrollar la imaginación creadora en nuestros estudiantes si nos limitamos a procedimientos abstractos y descontextualizados de enseñanza teórica? En fin, estos y muchos problemas similares son los que debe plantearse una adecuada reflexión sobre Universidad, ética y sociedad del futuro.


Este texto data de Setiembre de l992.
Fue redactado  por el autor como un discurso
motivador del Seminario de
ÉTICA, UNIVERSIDAD Y SOCIEDAD DEL FUTURO
que la Comisión de Carrera Académica
de la Universidad Nacional hizo en su honor
en Agosto de 1994






[1] De esta manera, los problemas ecológicos son considerados “importantes”, pero los problemas espirituales aparecen como “tonterías o mitologías” de gente sin una adecuada formación académica. En otros libros me ocupo de la estupidez de esta pretendida seriedad del ritual universitario.
[2] En otros libros desarrollo el tema de la concreto y lo abstracto, para concluir que no hay nada más abstracto que las ciencias.
[3] En efecto, el pragmatismo de los intereses creados de la tecnología actual considera a los cursos de filosofía como una “pérdida de tiempo”. Esto tiene diversas razones prácticas. Por ejemplo, muchos profesores de filosofía son responsables de esta condena ya que no son filósofos que piensan con los pies en la tierra, sino repetidores de pensamientos ya hechos, expuestos de maneras desfasadas.

martes, 4 de septiembre de 2018

UNIVERSIDAD Y DESARROLLO

UNIVERSIDAD Y DESARROLLO

 Autor: Jaime González Dobles



Por mi experiencia como funcionario de una gran cantidad de instancias universitarias, me siento bastante cercano a lo que se reconoce debería ser un auténtico universitario ‘en sentido pleno’: alguien que trata de participar de la mejor manera en la gran dimensión de su constitución originaria como una comunidad abierta a la globalidad de su visión humana.
Pero la ubicación de muchos profesores es un poco limitada al respecto como efecto secundario de su respectiva especialidad. De hecho, casi todos los profesores de las universidades suelen ser docentes de un asunto preciso en una escuela específica. Esto dificulta el espíritu histórico de las primeras universidades cuya misión esencial era enseñar a pensar de manera sensata desde una formación bastante integral.
Por el contrario, por mi formación en filosofía y ciencias humanas y por mis vivencias particulares, he tenido la suerte de haber sido, por un lado, estudiante de varias universidades en varios países y de haber sido, por el otro, profesor, escritor, investigador e integrante en algunas de las instancias académicas de las universidades estatales de Costa Rica (unas vicerrectorías, varias facultades y diversas escuelas). Esta experiencia me facilitó el poder ser docente en un número significativo de carreras, diversas y variadas. Por otro lado, me permitió además un diálogo abierto con una parte amplia de la comunidad universitaria. Esto me ha enseñado bastante sobre el tema enfrentado.

SEMINARIO EN MI HONOR



Por eso, cuando la Comisión de Carrera Académica de la Universidad Nacional me hizo el honor de convocar para 1994 un significativo seminario sobre Ética, Universidad y Sociedad del Futuro como un reconocimiento a mis labores en la formación sobre todo ética de los estudiantes de diversas carreras en dos de las universidades estatales más importantes (la UCR y la UNA), me atreví a aceptar la posibilidad de ofrecer unas reflexiones sobre el tema del desafio y compromiso universitarios. Sin ser un real especialista en la materia (¿quién lo puede ser?), escribí dos trabajos al respecto: unas reflexiones previas sobre El Desafío universitario y un discurso inaugural sobre El Compromiso universitario.
La meta de la Comisión de Carrera Académica era establecer un seminario con una amplia participación que lograra los objetivos fundamentales de precisar cuáles eran los desafíos morales que el mundo actual presentaba al quehacer universitario. Con esta intención se deseaba reflexionar sobre la responsabilidad moral de la Universidad al emplazar su conducta desde el enlace, individual y colectivo, con el desarrollo nacional y evaluar los mecanismos usados para promover el compromiso moral de sus funcionarios y graduandos.
Se esperaba confeccionar así un seminario con una exposición del homenajeado y de ciertos expositores seleccionados. Se partió además de varias ponencias presentadas por los diversos participantes sobre sus temas centrales. Estos versaban sobre el compromiso de los universitarios con la ética y la práctica científica ante las estrategias para un desarrollo social, cultural e intelectual sostenible.
Me sentí así muy emocionado de que la Comisión de Carrera Académica de la Universidad Nacional, uno de los centros de docencia más importantes de Centroamérica, me hubiera otorgado el honor de representar este significativo seminario.
En consulta con la Rectoría, la Comisión Organizadora resolvió integrar este evento dentro de las actividades de la celebración de los Veinte Años de la Universidad Nacional. En el documento de promoción del evento se decía:

Además de ser una necesidad en la renovación y consolidación del pensamiento universitario, este evento se plantea como un homenaje a un académico brillante, que durante su paso por las aulas universitarias contribuyó, de manera decidida, a cultivar la dimensión humanística del trabajo académico y profesional. Al seminario se le puso el nombre de JAIME GONZALEZ DOBLES ya que, además de ser una de las personas de mayor experiencia en la ética social y profesional de nuestro país, este catedrático universitario ha sido un maestro de la Universidad Nacional que ha estado desde sus inicios ejerciendo un papel de promotor e inspirador de nuevas iniciativas. Esto lo llevó a ser el primer decano del CIDEA y el director fundador del Ciclo Básico de la Facultad de Filosofía y Letras y del Departamento de Filosofía, Unidad Académica que el 19 de agosto de 1982 intituló con su nombre el Centro de Información y Documentación en Filosofía (CEDIF).
En este seminario, la Comisión de Carrera Académica desea abrir las puertas a la contribución de todos los académicos del quehacer universitario nacional. Por tal motivo, la participación en los eventos como la presentación de ponencias está abierta a todas las personas que ejerzan o hayan ejercido funciones académicas en cualquier recinto universitario.

Cuando en 1992 el entonces presidente de la Comisión de Carrera Académica de la UNA, el Dr. Guillermo Miranda, me comunicó su decisión de solicitarme una disertación sobre Ética y Universidad en un seminario institucional de alto nivel sobre Ética Profesional, con gusto acepté el desafiante ofrecimiento. Sin embargo, le sugerí un cambio de nombre para dicho seminario. Con ese fin, le propuse ampliar el tema del seminario al abordar una temática más general que planteé como hablar de Universidad, Ética y Desarrollo.
Sostuve que mi propuesta no cambiaba el sentido de la proposición inicial de la Comisión de Carrera Académica, sino que más bien la enriquecía al precisar el alcance de su temática. Mi finalidad era abordar, al mismo tiempo, la ética de los profesionales y la ética de las profesiones como una misión integral de las universidades. Con este fin recordé lo que había escrito en mi libro Reflexiones Éticas, publicado por la Universidad Nacional. En la página 73 decía que "la ética profesional tiene dos aspectos, íntimamente interrelacionados. Por una parte, se presenta una ética del profesional, que consiste en establecer la corrección de la ejecución individual respecto a una profesión socialmente instituida. Por otra parte, existe una ética de la profesión que consiste en determinar las condiciones y las modalidades del desempeño social de la profesión misma, es decir, del conjunto de profesionales actuando con relación a la estructura y funcionamiento de la sociedad".
En fidelidad a las profundas aspiraciones del momento, me pareció importante no sólo escudriñar la conducta particular de los universitarios sino, también y sobre todo, analizar las características y retos que asumía la orientación moral de la universidad, como institución global, ante el compromiso que le presentaba la sociedad en la que se encontraba inserta. Por tal razón, propuse enfocar el problema de la ética del universitario dentro del contexto más estructural e integral de una ética de la universidad en su sociedad; es decir, interpretar lo micro desde lo macro.
Me complajo sobremanera que, después de una larga y fructífera discusión académica suscitada por mi respuesta, los miembros de la Comisión Organizadora hubieran decidido concretar la temática del seminario sobre el importante tema de Ética, Universidad y Sociedad del Futuro.
Al reflexionar sobre las características del evento, la Comisión de Carrera Académica consideró oportuno dedicarme este nuevo Seminario “como un reconocimiento a sus valiosos aportes en el campo de la ética, de la filosofía y la administración universitarias, entre otros, y a su ejemplar desempeño como catedrático universitario, promoviendo e inspirando nuevas iniciativas… Es un homenaje, agregaba, a un académico que ha contribuido, de manera decidida, a cultivar la dimensión humanista del trabajo académico y profesional.”
Como agradecimiento por ese homenaje, decidí orientar mi documento promocional sobre el Desafío Universitario y mi ponencia inagural del evento sobre el Compromiso Universitario. Como indicaba en el folleto de presentación de ese evento, referirse a esta temática no solo significaba señalar las cualidades del quehacer universitario, sino destacar su más profundo desafío existencial: ese que nos compromete en las profundidades de nuestra condición humana.
En ese espíritu de colaboración, me ví obligado a precisar mi pensamiento personal en unas reflexiones iniciales. En septiembre de l992, comencé a escribir unas notas sobre El desafío universitario. Este apareció publicado en diciembre de 1993 en un folleto impreso por la Comisión de Carrera Académica para presentar el evento. Ese trabajo venía acompañado del texto adicional de una persona que había trabajado antes como director de dicha Comisión, el Dr. Álvaro Vega. [1]
Como complemento del trabajo del Dr. Álvaro Vega Sánchez, se incluyó además la presentación de un documento que hizo el entonces presidente de la Comisión de Carrera Académica, el Dr. Adolfo Ruiz C. En él convocaba a la realización del seminario sobre Ética, Universidad y Sociedad del Futuro, cuyo propósito era contribuir al quehacer universitario en las actuales circunstancias sociales desde las inquietudes del Programa de Revitalización del Pensamiento Universitario. El cometido de dicha reflexión académica era “analizar los fundamentos éticos de la práctica universitaria en relación con las distintas dimensiones de la vida social contemporánea, con el fin de visualizar y evaluar posibilidades de acción inmediata y de derroteros futuros”.
Su propuesta consideraba la necesidad esencial de renovar y consolidar la presencia permanente de un pensamiento universitario, serio y responsable, comprometido con el presente y futuro de la sociedad costarricense, latinoamericana y mundial. Esperaba contar así con los puntos de vista sobre la problemática planteada por parte de distinguidos académicos y académicas del país y del extranjero. Suponía que el aporte y la contribución de los académicos y profesionales del sector público y privado pondrían de relieve la dimensión humana solidaria que debería sustentar tanto el quehacer académico y científico-tecnológico, como la gestación y la práctica económico-sociales.
Preocupada e interesada por el debate sobre la revitalización del pensamiento universitario, la Comisión esperaba establecer con ese Seminario unos sólidos fundamentos éticos para la actividad científica en función de los modelos y estrategias de conducción económico-social. Los objetivos de dicha propuesta trataban de precisar los desafíos morales que presentaba la compleja sociedad actual, principalmente la latinoamericana y costarricense, al discernir la problemática moral que plantea el quehacer universitario privado y estatal. Con este fin se esperaba reflexionar sobre la responsabilidad moral de la práctica científica, evaluar el compromiso de la universidad con las tareas nacionales de mejoramiento humano y ambiental, planteando nuevas alternativas para promover y fortalecer el compromiso moral de los universitarios con la sociedad al contribuir a la visualización de un futuro deseable para la humanidad.
Los principales ejes temáticos del Seminario eran el compromiso universitario (en todos los ámbitos y sectores) desde una ética y práctica científica y tecnológica que propiciaran estrategias de desenvolvimiento cultural y de conducción económico-social con el fin de facilitar los derechos humanos y la mejor convivencia política.
Desde una entrevista realizada conmigo el 16 de enero de 1993 en la que recordaba algunos de mis escritos, como Prolegómenos para una Ética profesional y Reflexiones Éticas, el Dr. Adolfo Ruiz. puntualizó la conducta del profesional cómo la misión social de las profesiones tiene la finalidad moral de buscar, en cualquier actividad profesional y académica, el desarrollo integral de lo humano en la convivencia y producción sociales.
Para percibir, sin autocomplacencias ingenuas, la problemática interna de esta importante temática se requería analizar y evaluar, con claridad y honestidad, asuntos de fondo sobre la naturaleza del quehacer universitario: ¿Qué tipo de Universidad estamos haciendo? ¿Cuáles son sus aportes y metas alcanzables? ¿Cuáles, sus verdaderos problemas? ¿Cuáles, las dificultades realmente superables? ¿Qué medidas hemos tomado para corregir errores? ¿Qué grado de responsabilidad nos corresponde en sus aciertos y desaciertos?, etc.


EL DESAFÍO UNIVERSITARIO



Con este fin, en el documento de presentación de evento, decidí referirme a la temática del Desafío universitario. Esto significaba señalar no solo las cualidades del quehacer ritual del universitario, sino destacar su más profundo reto existencial: ese desafío que nos compromete en las profundidades de nuestra condición humana, como individuos y como comunidad.
Para evitar la mentira social, la verdadera universidad no debe ser una torre de marfil, donde el conocimiento, científico o filosófico, las artes y las técnicas en abstracto valgan por sí mismos. Debe encarnar el reto intelectual de una búsqueda concreta de soluciones integrales a los problemas implicados.
Como instancia privilegiada de la educación superior, la universidad debería ser una instancia de recogimiento, de pensamiento, de reflexión y de producción al servicio de la vida realmente humana, que le diera una orientación integral en su ejercicio académico. Es decir, debería ofrecer una interpretación de su pleno significado en función de una adecuada respuesta a la problemática humana.
Pero la resolución integral de esta problemática escapa al mundo cerrado de las disciplinas particulares y se ubica cada vez más en la esencia misma de la universidad, como instrumento cultural de una búsqueda seria y responsable de la universalidad del conocimiento al servicio de la realización global ante la problemática humana, más allá de nuestros pequeños trucos conceptuales y procesales.
La dimensión ética de una universidad comprometida con el desarrollo de la sociedad del futuro tenía que mirar hacia el porvenir para resolver los problemas creativamente, sin engendrar círculos viciosos por la circunscripción abstracta de cada una de sus disciplinas.
Por eso, el problema esencial de la universidad no era sólo científico o tecnológico sino, también y con frecuencia, propiamente filosófico con características particulares en lo ético y en lo epistemológico.
La temática de la ética y del desarrollo de la sociedad del futuro nos planteaba este desafío reflexivo. Sus exigencias no eran así un cuento que se narra, ni un juego estúpido de conceptos complicados. Eran más bien el fruto de una reflexión actualizada, viviente, comprometida y por consiguiente riesgosa. De hecho, más allá de su deformación ritual, la auténtica filosofía es una justificación racional de los hechos y procedimientos en función de escalas de valores asumidos personal y socialmente como fundamentales.
Como centro de la educación superior, nos correspondía así pensar en la realización humana en su globalidad tanto individual como social, tanto natural como psicológica, tanto material como espiritual, ya que el desarrollo de la sociedad del futuro se fundamenta en la plena actualización de las potencialidades de cada realidad específica.
Desde esta perspectiva, la creación de la sociedad del futuro se encontraba con el papel fundamental de la educación cuya meta es desarrollar las potencialidades propias de los seres humanos, de su convivencia y de su producción, de acuerdo a valores centrales que precisen la autenticidad y fidelidad de sus actuaciones propias.
La ética universitaria está así ligada al mundo del trabajo que permite engendra un mundo humanizado, ya que los logros en el futuro no son propiamente algo de lo que se habla, sino algo que se construye con osadía, imaginación y responsabilidad.
Concluí el texto sobre El Desafío Humano con este planteamiento crítico: ‘El mundo externo a la universidad insiste actualmente en la eficiencia. Desgraciadamente, este concepto se suele sustentar en una visión muy parcial y deformada del desarrollo humano. Pero, ¿qué respuestas podemos ofrecer a esta propuesta que respeten lo positivo de la demanda de eficiencia y corrija creativamente sus errores?’.


EL COMPROMISO UNIVERSITARIO



En el trabajo de inauguracion del evento, intitulado El Compromiso universitario, sostuve que ni las universidades, ni los universitarios pueden eludir el compromiso ante la sociedad y ante los seres humanos que dependen, directa o indirectamente, de su acción. Pero, en estas reflexiones, asumía la palabra ‘compromiso’ desde el término francés de ‘engagement’. Este refiere a una actitud individual que liga, que enlaza, que amarra a una persona con un asunto. En este sentido, no es un enlace externo que exige un cumplimiento, sino una posición personal que exige internamente responder ante una realidad.
Como indicaba en la página 84 de Reflexiones Éticas, "estamos comprometidos y por ello debemos necesariamente comprometernos. La exigencia personal de responder de nuestros actos cubre necesariamente todos los aspectos de nuestra vida social, desde nuestras amistades y amoríos hasta nuestra participación en la vida económica y en la política nacional e internacional. El compromiso es el polo social de la responsabilidad. Esto implica reconocer nuestra necesaria solidaridad con los otros hombres".
Este espíritu marcó, a principios de los años setentas, el Tercer Congreso Universitario de la Universidad de Costa Rica (del que fui un fiel asistente) y se consolidó con la mentalidad innovadora que inspiró la creación de la Universidad Nacional. Basta con leer su Estatuto Orgánico para encontrar bellas expresiones al respecto. Pero, más allá de la lírica de los enunciados, estos principios de un quehacer universitario comprometido con el pueblo y con los ideales humanistas deben ser una situación real en nuestra vida universitaria y,sobre todo, de un seminario sobre ética, universidad y sociedad del futuro.
En mi ponencia justificaba el tema desde una ética de las profesiones al decir que “el término de compromiso señala no solamente la problemática moral del quehacer particular del universitario, sino también y sobre todo el papel ético que le corresponde, por su naturaleza propia, a la universidad como institución.”
Por eso, para ir más allá de los rituales de nuestros enfoques documentales, de nuestras precisiones disciplinarias específicas y de los intereses creados de nuestra circunscripción profesional, el auténtico compromiso universitario demanda respuestas efectivas que se encarnen en nuestro quehacer diario, individual y colectivo. Esta es su demanda ética fundamental.
Pero este reto ético es una cuestión dinámica que no puede tener el peso muerto de unas soluciones prefabricadas con los simples rituales mentales de la tradición académica. Esta suele fabricar un cierto hábitat social que facilita fácilmente seguir haciendo lo que venía haciendo, sin comprometerse con los cambios necesarios. Su trampa moral es fatal: presenta lo que se hace como si fuera lo mejor.
Por tal motivo, sostenía que la interrogante sobre la necesaria moral universitaria exigía la osadía de pensar sin mezquindad, ni cobardía, más allá de los ritos, de las soluciones circunstanciales y de las palabras autojustificativas de discutible valor del ceremonial académico.
Pero los desafíos intelectuales más sólidos del pensamiento universitario de los científicos, los artistas y los tecnólogos son asuntos necesariamente filosóficos. No obstante, la academia universitaria suele deteriorar fácilmente la dimensión estructural de su naturaleza filosófica por la miopía de los estereotipos que afecta su propia visión de las cosas.
Por tal razón, para manejar responsablemente el compromiso universitario, la ética debe ser, al mismo tiempo, una necesidad y un desafío filosófico de su quehacer, individual y colectivo, ya que siempre existen diversos estereotipos que absorbemos de nuestro medio ambiente social.
Pero, para esto, no se debe satisfacer la demanda originaria del pensamiento universitario con una simple aplicación ritual de algunos mecanismos relativamente codificados que encierran las meditaciones sobre el cumplimiento del deber dentro de los escuálidos muros de ciertos laberintos sin proyecciones, que se presentan como normas válidas en las tradiciones disciplinarias.
El compromiso ético del deber universitario consiste, más bien, en vivir e interpretar su pleno significado en función de su respuesta a la problemática humana implicada gracias a un adecuado manejo de la ciencia y la tecnología, de la filosofía, de las artes y las letras, que no camufle el compromiso de las vivencias concretas de la vida universitaria bajo los ropajes de una pretendida “seriedad” que esconde la falta de calidad detrás de un simple cúmulo de datos.
De esta manera, por ética universitario se entiende el análisis e intento de resolución de los problemas estructurales y coyunturales de la realidad moral, de sus justificaciones y condiciones de posibilidad, así como de sus exigencias concretas en términos de la obtención del mayor bien posible en la conducta de los seres humanos, en función de las determinaciones precisas del momento histórico y de su ubicación social.
Como centro particular del desarrollo intelectual, la universidad tiene que engendrar en sus entrañas un desafiante compromiso ético. Este exige una reflexión seria y profunda sobre las condiciones, las posibilidades, los fundamentos y los requerimientos de la acción, personal y social, de sus miembros en lo individual y en lo colectivo. Tiene así la obligación de reflexionar sobre las razones profundas que justifican sus metas en función de la perfección o plena realización humana, en lo individual y colectivo.
Esto implica la necesidad de una conducta responsable. De hecho, el desafío de la auténtica vocación universitaria conlleva la búsqueda de un conocimiento superior con una responsabilidad social que comprometa personalmente a cada cual, aunque las soluciones precisas dependan sobre todo de la interacción creativa, del diálogo y del intercambio entre toda la comunidad universitaria.
La ética universitaria se plantea así en el desarrollo integral de nuestra personalidad y la búsqueda del desarrollo integral de la vida comunitaria. Ambos aspectos se interrelacionan y se implican mutuamente. Esto exige una mentalidad abierta a la globalidad de la problemática de la sociedad actual ante las exigencis humanas de su mejor futuro. Por eso, hablar de ética y sociedad del futuro nos cuestiona ante el tribunal de la responsabilidad.
La esencia misma de la universidad es así el instrumento cultural de una búsqueda seria y responsable de la universalidad del conocimiento al servicio de la realización humana. De hecho, una universidad comprometida con el desarrollo de la sociedad del futuro tiene que resolver creativamente los problemas más fundamentales.
La dimensión ética de los esfuerzos permanentes por alcanzar altos niveles de producción científica y tecnológica tiene siempre su fundamento racional o su justificación pragmática en función de la mejor respuesta moral ante la sociedad del futuro.
Pero, ¿hemos logrado al menos enfocar adecuadamente esta problemática? Con frecuencia los universitarios no evaluamos nuestro compromiso con respecto a nuestra vida comunal. Restringimos nuestro análisis social a hablar y analizar lo que los otros hacen. Por comodidad o por intereses creados, se asume así una actitud de pasiva irresponsabilidad, pensando que los asuntos sustanciales de la sociedad del futuro son responsabilidad de otros.
La ética es entonces el cuestionamiento sobre el fundamento de sus razones justificativas del comportamiento universitario. Este debe pensar con seriedad el desafío de su aporte a la sociedad del futuro. Pero, ni el bien, ni el desarrollo, ni el porvenir son una realidad, sino unas posibilidades valoradas positivamente desde un serio cuestionamiento ético. Por tal razón, los logros en el futuro no son propiamente algo de lo que se habla ritualmente, sino algo que se debe construir con osadía, con imaginación y con responsabilidad.
De esta manera, concluía este trabajo sobre el Compromiso Universitario al insistir sobre la necesidad de una universidad comprometida con el desarrollo de la sociedad del futuro que resuelva creativamente los problemas más fundamentales como una exigencia ética que nos cuestione ante el tribunal de la responsabilidad.


EL DESARROLLO INTEGRAL



Los dos escritos presentados hablaban, por una parte, de la demanda que pesaba sobre los universitarios: su desafío profundo. Por otra parte, enfocaban la necesidad de una necesaria respuesta gracias a su compromiso inevitable. No obstante, me faltó precisar el tercer elemento implicado: el desarrollo integral como el contenido de dicha demanda. En este apartado voy a ofrecer unas pocas ideas al respecto.
Por cierta tendencia del momento, la Comisión prefirió hablar de la ‘sociedad del Futuro’ en lugar de enfocar la meta ética por alcanzar: su desarrollo (el cual significa mejorar lo ya hecho). De hecho, una ‘sociedad por hacer’ podría ser un enunciado neutro ya que teóricamente podría ser algo mejor o algo peor que lo existente.
No obstante, en el enunciado del seminario se pensaba que la citada sociedad implicaba la necesidad de una respuesta positiva gracias a una interpretación asumida grupalmente como una demanda ética. El elemento central de dicha propuesta era así lo que yo enunciaba con una palabra filosófica quizás más comprometida: la exigencia de un mejor Desarrollo humano.
En el fondo, se estaba hablando de lo mismo. No obstante, en este comentario voy a enfocar el tema del desarrollo desde una perspectiva quizá más integral. De hecho, pocas veces se hace el trabajo ético de fundamentar y explicitar las razones implícitas en una interpretación sobre la conducta humana. En este caso: ¿Qué es un adecuado desarrollo integral? y ¿por qué debe ser la meta real de la acción de una universidad como tal y de cada cual en la institución?
Por eso, creo importante reflexionar al respecto. Pero el problema de fondo no está en unas simples palabras, sino en unas adecuadas concepciones y actitudes que enfrenten los problemas existentes en el enunciado de las exigencias de un mejor desarrollo humano: ¿cómo hacer una mejor vida humana desde una sociedad adecuada? y ¿cómo propiciar dicho desarrollo desde las vivencias universitarias?
Para comprender los problemas prácticos del léxico usado, basta con una anécdota personal. En 1970 unos sindicalistas centroamericanos me tildaron en Guatemala de ‘vil retrógrado’ porque en una conferencia sobre ética que impartí usé la palabra ‘progreso’, ya que ésta era usada por las derechas de sus países para hacer cambios superficiales que solo las favoreciera a ellas.
No entendieron entonces que yo planteaba, desde la mentalidad académica, que la necesaria ‘revolución’ que ellos sostenían no debía ser vista desde el cumplimiento de un simple ritual marxista de moda que ellos asumían de la calle, sino como el desafío de mejorar real y profundamente la sociedad existente desde un enfoque ético. No captaron ni el trasfondo conceptual, ni el contenido expreso del término usado en dicho caso. A saber, el ‘desarrollo’ como un avance que procura un perfeccionamiento, o al menos, un mejoramiento de las personas, de las comunidades, de las sociedades. Pero el error fue mío: en un evento político yo estaba usando términos académicos.
En todo caso, para entender el sentido real del mentado ‘desarrollo humano’ hay que aclarar muchas cosas. El primer asunto es que toda persona y, por consiguiente todo asunto humano, tiene siempre varias dimensiones interrelacionadas:
-Implica un ser material que se desarrolla como una acción en un aquí y un ahora. Pero no hay acción sin cambios. Y estos pueden ser positivos o negativos.
- Refleja un ser viviente que establece siempre un juego dialéctico entre vida y muerte. Esto lo obliga a velar por diversas necesidades de funcionalidad y subsistencia. Pero unas tareas o unas finalidades determinadas no aseguran per se el éxito necesario. Hay que evaluar así sus diversos alcances.
- Denota además la existencia de un ser psíquico que necesita comunicarse con su entorno, humano y natural. Pero esta unión tiene diversas dimensiones ligadas con la manera de ser propia. Estas van de la acción física a la acción espiritual pasando por las exigencia de la convicencia personal, vital y social. Es decir, la comunicación psíquica entre los humanos es el complejo resultado de un proceso continuo, variado e incierto, con muy diversas expresiones y consecuencias. Por eso, las condiciones del respectivo proceso pueden tener diferentes tipos de efectos: positivos y negativos.
- Implica finalmente la presencia de un ser espiritual que busca superar el simple estar de cada momento. Es decir, se expresa como un ser que vive el tiempo desde un enlace entre la memoria, los aportes o problemas del pasado y la apertura hacia un futuro desconocido e incierto, que es vivido y valorado desde esperanzas y creencias. El ser espiritual maneja así las diversas posibilidades desde ciertas aspiraciones, ciertas escalas de valores y el deseo sentido de la interrelación con un posible más allá. Pero esto es siempre un riesgo existencial que permite ir creando la propia identidad y destino. La dimensión espiritual determina así en lo individual las características de la propia personalidad y en lo social la cultura, las creencias y las actitudes que moldean la respectiva vida comunitaria.
En estas condiciones, cada ente humano es un individuo en acción que aprende a buscar su propia humanidad, en forma dramática, desde la convivencia con lo otro ante las diversas modalidades del entorno físico y vital y con los otros en diversas relaciones y comunidades. Sin embargo, la visión del mundo implicada y los resultados del respectivo proceso no son algo necesariamente coherente. Poseen siempre un valor discutible con sus pro y sus contra.
De esta manera, la exigencia central de cada persona y de cada comunidad es inventarse a sí misma desde las condiciones que maneja. Cada cual puede crear así su propio modo de ser particular. Pero esta creatividad no es un hecho simple, es un proceso continuo y complejo con variaciones históricas y problemas personales con diversos alcances.
En todo caso, uno de los asuntos más dramáticos es saber con qué se cuenta en cada situación: en lo externo y en lo interno. Y el asunto derivado es cómo usar los recursos disponibles. Para ello, cada cual debe aprender a analizar e interpretar con cuidado los alcances y limitaciones de su vida, de su comunidad, de su sociedad y de todos los elementos implicados. En esta tarea los análisis de las universidades han jugado un rol esencial.
Para tener una buena interpretación de este problema es menester recurrir a un viejo pensamiento de Aristóteles: la teoría del acto y la potencia. Según este enfoque, el modo de ser de cada individuo tiene, en todo momento, algo específico que determina las posibilidades innatas de su propio modo de ser.
De esta manera, las llamadas potencias son unas posibilidades estructuralmente fundadas en el ser mismo de las cosas, que pueden y esperan llegar a ser en actos concretos de cada cual. De manera precisa, si estas potencias expanden sus posibilidades en cada nueva situación o acción, se dice que se desarrollan y si se contraen, se dañan o se menoscaban se dice que se deterioran o se frustran.
En estas condiciones, el desarrollo no es proceso rígido: es solo una posible expansión o crecimiento de las potencialidades de cada cual, de cada asunto. Pero el alcance de este proceso tampoco es algo fijo: puede aumentarse o deteriorarse en cada instante.
Por tal motivo, la situación de cada persona es el efecto concreto de sus propias y variables decisiones ante las potencialidades existentes en las diversas circunstancias pasadas, presentes y futuras de su acción. Las consecuencias morales de esta evolución están en lo individual en saber hasta dónde los resultados obtenidos son efecto directo de las propias decisiones: no es lo mismo morir de cáncer que fallecer por una imprudencia individual.
Además, cada potencialidad implica la posibilidad de una acción que puede tener un desenlace o una evolución más o menos fatal o más o menos esporádica; es decir, algo con resultados más o menos forzosos o aleatorios. Por ejemplo, ‘la muerte’ es un efecto fatal en todo ser viviente, pero ‘morir joven’ es algo mucho más aleatorio. Por eso, ‘arriesgar la vida’ es un problema moral: ¿qué motivos justifican asumir dicho riesgo?
De esta manera, un infante es básicamente un ser en potencia mientras un anciano es más bien el resultado del manejo en el pasado de algunas de sus potencialidades. En síntesis, el primero es sobre todo una expectativa, una promesa (es algo que espera ser), mientras el segundo es un resultado, una historia (es algo que refleja lo que ha sido con sus ventajas y desventajas). Por eso, los grandes méritos de los infantes están en sus posibilidades mientras los de los ancianos están sobre todo en el efecto de sus acciones pasadas.
El drama humano es así el problema de un complejo equilibrio entre expectativas y resultados. Esto afecta a cada individuo, a cada expresión, a cada organización, a cada comunidad, etc. De hecho, cada cual crea los resultados de sus propias decisiones mientras padece también los efectos de las acciones ajenas que lo afectan.
En este sentido, el problema real de cada cual es el asunto ligado a un adecuado equilibrio, entre lo posible y lo imposible, entre lo propio y lo ajeno. Pero cada acción humana se desenvuelve en diversos niveles con características particulares. Esta situación establece los distintos ambientes y modalidades de toda acción humana.
- Existe un nivel individual. Este comprende la calidad de la vida específica de cada ente humano, cuyo mundo personal tiene que ver sobre todo con los efectos de las acciones directas de cada individuo sobre sí mismo: cada cual se hace a sí mismo por lo que hace. Desde este punto de vista se establecen las exigencias de una ética personal sobre la orientación, las posibilidades y las consecuencia de cada acción en particular. Esta situación compleja define las dimensiones y los problemas del desarrollo de cada existencia personal. Pero las acciones individuales sobre los otros o sobre lo otro moldean de alguna manera el valor o las deficiencias de la propia personalidad.
- Existe además un nivel interpersonal. Lo propio de sus relaciones es que la comunicación implicada es siempre una relación directa entre diversas personas, en la que las acciones encarnan intenciones, mensajes, expresiones y sentimientos compartidos. Su condición tipica está en la vida familar, en las relaciones de amigos, en ciertas relaciones laborales o en la interrelación más o menos permanente, más o menos circunstancial, entre las personas. El elemento fundamental de este nivel está en la posibilidad central del enlace existencial. Pero esto no debe ser interpretado como un simple manejo del diálogo como un lenguaje verbal. De hecho, los humanos se comunican con todo el cuerpo: una caricia, un gesto, una expresión, una ubicación, etc. son tan importantes como un juicio o una palabra. En todo caso, los efectos positivos o negativos de esta modalidad son directos para cada una de las personas involucradas. No obstante, sus alcances son variados. Se podría dar también el caso de que algunas personas ajenas a un proceso interpersonal padezcan de alguna manera ciertas consecuencias indirectas de dichos actos. Es además interesante constatar cómo el desarrollo de los medios técnicos ha cambiado históricamente el mundo de las comunicaciones interpersonales. Las cartas, los telégrafos, los teléfonos, las computadoras, los celulares, etc. son medios que han mejorado la cantidad y prontitud de las mismas, pero no necesariamente su calidad. Esta compleja situación define las dimensiones y los problemas del desarrollo de cada relación interpersonal.
- Existe además un nivel grupal. En este caso, hay una organización con metas más o menos claras y una integración humana más o menos estructurada en la que pueden predominar algunas relaciones interpersonales, más o menos directas o indirectas. No obstante, según sean las dimensiones del grupo, gracias a los medios de comunicación implicados, se establecen sobre todo unas relaciones con un aspecto más comunitario o societario que determina la identidad particular de cada grupo. Pero, por la respectiva pertenencia, existe también un serio  compromiso individual con las modalidades y metas de los grupos a los que se pertenece, ya que cada cual es responsable en mayor o menor grado por lo que se haga. Esta situación compleja refleja así los problemas morales de la afiliación, de la adhesión, de la adherencia, de la incorporación, de la inscripción, etc. ya que estas modalidades definen a su vez las dimensiones y los problemas éticos de cada cual ante la conducta grupal ya que esta moldea el adecuado desarrollo de las personas afectadas. Por eso, aunque  los efectos positivos o negativos son más directos para el grupo y algo indirectos para sus miembros, ciertos actos grupales pueden tener también efectos o consecuencias para algunos de los entes humanos implicados o relacionados.
- Existe además un nivel comunitario constituido por la presencia de una población mucho mayor que la población de un simple grupo. Por eso, la comunicación interpersonal entre sus miembros suele ser algo bastante parcial y circunstancial. No obstante, dentro de cada comunidad hay una vida psíquica y espiritual compartida por una diversidad de personas y grupos con una mentalidad parecida aunque cada uno tenga unas tareas y unos propósitos relativamente diferentes en lo social. Por tal motivo, el nivel comunitario establece un modo propio de compartir la vida por la aceptación y respeto de ciertos valores, de ciertas ideas, de ciertos temas, de ciertas actitudes en común a pesar de las divergencias particulares entre sus miembros. De este modo, el punto de vista comunitario se expresa como una cultura, con su propia identidad; es decir, como un modo de ver la vida más o menos compartido por sus miembros. La vida particular de cada comunidad sirve entonces de fundamento a las diversas orientaciones morales, a los diversos sentimientos comunales, a ciertos signos y símbolos usados y compartidos, que se espera que reinen entre las personas, entre los grupos y organizaciones implicadas. Estos elementos alimentan los enlaces más globales que moldean lo propio de la respectiva vida comunal. Por eso, a diferencia de la situación más grupal, los enlaces comunitarios tienen siempre profundos efectos positivos o negativos, directos o indirectos, sobre las personas y grupos involucrados en las acciones y situaciones de cada comunidad aunque, su unión carezca parcialmente de unas metas organizativas rígidas y específicas. Esta compleja situación define las dimensiones y los problemas de todo desarrollo comunal.
- Existe además un nivel societario. Este denota un grupo mucho más grande y complejo fundado en una meta común y organizado de diversas maneras para lograr sus objetivos. Cada una de las tareas generales de la humanidad propicia el tipo de sociedad correspondiente. De este modo, se van organizando sociedades políticas como los Estados, sociedades económicas como las empresas o los comercios, sociedades educativas como las universidades, sociedades comunicativas como los periódicos, etc. De esta manera, cada nivel social tiene una maquinaria operativa con mecanismos y procedimientos técnicos y políticos más o menos establecidos. No obstante, dentro del nivel societario hay individuos, grupos, comunidades y a veces otras sociedades más pequeñas, que mantienen su propia identidad. Por tal motivo, las exigencias morales de una sociedad no están solo en lograr sus objetivos específicos, sino en velar por las consecuencias que sus accciones tienen en los otros niveles implicados: las personas, los grupos, las comunidades, etc. Esta situación define las dimensiones y los problemas del complejo desarrollo societario.
- Existe finalmente un nivel ambiental. Este refiere a las dimensiones materiales y vitales que interactúan con las acciones humanas. En este ámbito, las decisiones humanas tiene una responsabilidad en las consecuencias que provoquen sus acciones en los ámbitos implicados. Pero lo malo o lo bueno no está solo en el respeto a los fenómenos naturales; está en lo que hagamos con ellos ya que esto afecta además las relaciones y las condiciones de la vida humana. Por ejemplo, la urbanística y los sistemas productivos han afectado la orografía, la atmósfera, el ambiente vital, la ecología, etc. Por eso, las relaciones con el ambiente tienen profundas consecuencias éticas que definen las dimensiones y los problemas de todo desarrollo ambiental.
De esta manera, el desarrollo particular de cada potencialidad tiene siempre dos ámbitos interrrelacionados en cada momento: por un lado, están las posibilidades y potencialidades de cada individuo, de cada comunidad, de cada asunto y, por el otro, las condiciones y las oportunidades que les brinda su respectivo entorno humano, vital y material.
En esta situación, el desarrollo humano tiene siempre dos caras contrapuestas en cada realidad y, por consiguiente, en cada universidad. Por un lado está el desarrollo de cada persona (en este caso, de cada universitario) como el crecimiento particular de las potencialidades propias e internas de cada cual. En este desarrollo, se presentan además diversas situaciones según sean las tareas concretas de cada universitario: estudiante, docente, investigador, directivo, etc. Cada una de estas modalidades implica siempre algunas variaciones en su propia ética porque el puesto que se desempeñe puede aumentar o disminuir ciertas oportunidades.
Por otro lado, están el manejo y el alcance del desarrollo de la realidad universitaria como una comunidad e instancia integral. Esta tiene su propia ética particular con ciertas variaciones internas según sea el tipo de organización implicada. De hecho, aunque incida y dependa de la conducta propia de cada universitario, la realidad universitaria comprende siempre unas posibilidades particulares que suscitan ciertas relaciones y organizaciones que funcionan como un entorno en cierta medida externo y diferente al mundo propio de cada cual. A saber, se establece como un factor o un asunto preciso con elementos diferentes de la conducta de cada persona u organismo implicado. Por tal motivo, cada sociedad, cada comunidad y cada organismo de la realidad universitaria tienen sus propias características particulares que conllevan ciertos requerimientos éticos en cada una de sus expresiones sociales, organizativas o comunitarias.
El adecuado crecimiento de las potencialidades internas de cada cual es un asunto que se manifiesta básicamente como el fundamento del proceso educativo que funciona como el eje central del quehacer universitario. Educar significa, etimológicamente, conducir a partir de algo (e, desde; ducere, conducir). Es decir, es el proceso del posible desarrollo o deterioro de las potencialidades de cada persona, gracias a un juego de acciones que se supone que deben implicar su crecimiento. En estas condiciones, el quehacer universitario es la etapa final del un proceso más complejo e integral que debe ser evaluado y mejorado.
Por tal razón, la educación siempre tiene formalmente un término a quo más o menos preciso (un punto de partida constituido por las potencialidades de cada educando). Este es un asunto que exige un profundo respeto: las posibilidades son siempre un asunto personal de cada educando. Como señalaba Pablo Freire, este no es un simple depósito en el que el educador coloca su saber: es un ente que debe asumir el conocimiento como parte de su propia vida.
Por otra parte, también posee un término ad quem (un punto de llegada determinado por las metas profundas que se deben alcanzar gracias a cada proceso educativo). A este respecto, el educador debe ser un facilitador y un motivador que suscita de forma respetuosa el interés en los mejores conocimientos y valores en el respectivo educando. En esto se funda el sustento básico del papel primordial de la adecuada tarea educativa de las universidades.
Como se señaló, todo proceso educativo tiene dos dimensiones interrrelacionadas. Por un lado, está el papel particular de cada educador o educando como un asunto de su moral y personalidad individual. Por el otro, están las tareas propias de las instancias educativas como un importante asunto que inside en las características del modo de vida y de conducta de las respectivas personas, grupos, comunidades y sociedades implicadas en cada convivencia humana, incluída la vida académica.
La meta básica del proceso universitario está así en capacitar al educador y al educando para lograr su humanización gracias a su participación responsable en el quehacer educativo. Su realidad implica la conviviencia con un esfuerzo formativo que tiene su ambiente físico, su entorno vital, su ámbito social y su dimensión cultural, con una complicada organización y acción operativa, substancialmente compleja, cuya meta es un elemento central del término ad quem que inside y afecta las condiciones de cada miembro y de cada uno de los educandos de la comunidad universitaria. Por eso, en esta fase, el papel de cada cual es fundamental.  
De esta manera, en el proceso educativo siempre está presente, por un lado, una idea o una imagen del ser humano que se debe formar: lo que se espera alcanzar. Y por el otro: la necesaria presencia del manejo de los mecanismos y de los entornos que pueden facilitar o dificultar su respectiva realización humana. Su desarrollo profundo se debate desde el conocimiento de lo propio en un enlace respetuoso con el pensamiento ajeno y se concreta en el dominio operativo, en el uso adecuado y en la orientación pertinente de los recursos.
Toda educación refleja así una filosofía de la vida y actúa en función de ella. Por eso, todas las universidades tienen implicaciones filosóficas, psicológicas, culturales, sociales, políticas y tecnológicas. De esta manera, las labores de una seria reflexión sobre el progreso necesario de las universidades deben, en las circunstancias actuales, tomar el pulso a la realidad implicada, pesando sus posibles logros y sus eventuales fallas. Deben enfrentar los hechos con los ideales asumidos.
Pero la mentalidad correspondiente ha sido en muchos aspectos bastante miope. No suele sopesar todos los efectos reales desde las cuatro dimensiones humanas antes señaladas. Se suele pensar básicamente desde una lógica operativa limitada a unas técnicas materiales que solo abordar parcialmente algunos pocos dramas materiales o vitales, pero se descuida muchas de las exigencias más profundas, como las psíquicas, las sociales, las comunitarias y espirituales de una realidad más integral.
Para muchos la filosofía es una “hablada de paja” que no precisa medidas concretas. Pero lo ‘concreto’ no es lo que vemos u oímos; es todo lo que inteviene en la realidad  aunque no lo veamos. Sin embargo, la gente no se da cuenta que las soluciones propuestas por los individuos supuestamente más capaces son más los problemas que generan que las soluciones que engendran en la existencia humana: basta con ver cómo las ciencias y las tecnologías modernas favorecieron muchos de los dramas del cambio climático y de la vida caótica e insalubre que vivimos (el aire contaminado, las aguas sucias, etc.). De hecho, para pensar en eso, se tendría que filosofar (no hablar de una supuesta ‘filosofía’ formal y repetitiva).
Por tal motivo, la formación ofrecida por las universidades es en parte complice de ciertos desbarajustes ya que la plena emancipación del ente humano propiciada por su acción solo es un ideal parcialmente realizado. En el mejor de los casos, muchas de las búsquedas académicas sobre los supuestos problemas del mundo actual no suelen sobrepasar la simple condena ofrecida en unos enunciados formales. Pero como se dice: “obras son amores y no vanas palabras”. En el mejor de los casos, las universidades predican lo que habría que hacer pero no preparan las condiciones adecuadas para hacerlo ya que la formación impartida no logra enfocar de manera concreta y precisa las soluciones concretas gracias a unos mecanismos necesariamente orientados a solventar las deficiencias operativas y los desbarajustes técnicos enunciados.
Ciertamente, en el manejo técnico de lo material, ha habido un progreso inmenso propiciado por las universidades. Pero la respectiva convivencia social es deformada en términos concretos por los esquemas y tecnologías de un sistema establecido que no propicia el respeto a las necesidades humanas de la mayoría. Se resuelven problemas operativos con mecanismos fundados en intereses creados, pero no en la defensa de la dignidad y del verdadero desarrollo humano.
En todo cado, gracias en parte al trabajo de las universidades, los últimos tiempos han suscitado un deseo de superación. En la conciencia de casi todos los universitarios existe así cada vez más un imperativo de crecimiento y de liberación de lo humano. Su necesidad ya no es solo el grito de algunos pensadores aislados, sino un profundo clamor popular. Pero, cuando nace un deseo, sobre todo si es legítimo, y este no es satisfecho, corremos el riesgo de una frustración, cuyas consecuencias pueden ser terribles.
Por tal motivo, la situación actual es una situación de urgencia. Las fuerzas espirituales de la humanidad están cada vez más despiertas y hay que darles plenitud. Pero, en su intención de encontrarse consigo mismos, algunos humanos reniegan de unos supuestos mitos sociales y religiosos, como el adolescente reniega de sus padres con el fin de afirmar mejor su personalidad. Sin embargo, el drama de la situación actual está sobre todo en el vacío de unas demandas espirituales y psicológicas que no han logrado penetrar en la vida social y comunitaria.
Lo sensato no es entonces desechar los fundamentos espirituales de las mejores tradiciones culturales, sino sustituir cuidadosamente muchas de las interpretaciones que se han creado para sostener unas situaciones injustas. Para esto, la vida universitaria es siempre una escogencia entre alternativas que insiden en la vida de los otros. No es una cosa ya hecha, sino algo que se hace por su propia acción. Pero, para hacerse, necesita usar los valores. Estos le permiten apreciar sus posibilidades y tomar sus decisiones en función de sus valoraciones.
Las exigencias de la ética de la universidad definen el horizonte dentro del cual se delimitan las obligaciones concretas de cada universitario. Para hallarse plenamente, los entes humanos deben reconocer la comunidad fraterna que los une en la consecución de la meta común del proceso de humanización, a través del respeto mutuo y de una expansión de las libertades individuales en el quehacer colectivo asumido con un profundo espíritu de solidaridad. Solamente en el reconocimiento de la hermandad puede fundarse una sociedad y una educación plenamente humanas.
El problema del bien común no es un problema de moral individual, sino un caso fundamental de la ética social. Las maneras de alcanzar lo escogido es un problema pragmático de técnicas y adecuaciones de acciones. Frecuentemente nos enfrentamos ante diversas alternativas posibles que dependen de la acción probable de los otros factores intervinientes. Ante estas alternativas, debemos con frecuencia escoger a priori una como la más probable a fin de establecer una línea de acción coherente y unitaria. Tal actitud implica necesariamente un riesgo y depende finalmente de una habilidad que sobrepasa los esquemas rígidos del conocimiento teórico. Por esto, el necesario análisis estratégico, aunque se apoya en los aportes de las ciencias, sobrepasa efectivamente los linderos del quehacer científico.





[1] Su texto sobre mi Vida y obra fue publicado luego en mi blog el 18 de agosto del 2017.