viernes, 10 de julio de 2020

DEMOCRACIA CRISTIANA Y REVOLUCIÓN POPULAR | PARTE 5 | LA REVOLUCIÓN POPULAR



V. LA REVOLUCIÓN POPULAR

Autor: Jaime González Dobles



La situación en que se encuentra el pueblo es una situación injusta. Por ello, es necesario enfrentar decididamente la necesidad de un cambio radical de la situación actual. A dicho cambio se le suele llamar revolución.

La única revolución que se justifica actualmente es la revolución popular. Es decir, aquella revolución que se propone la promoción del pueblo mediante la creación de un sistema realmente democrático y justo, que permita una auténtica participación popular.

La revolución popular depende de su orientación. Muchos cambios sociales se hacen en nombre del pueblo, pero, por sus mismas modalidades contradicen los objetivos enunciados. Los objetivos de una verdadera revolución popular no se consiguen sin la participación efectiva de todos los habitantes de una comunidad política en su desarrollo y en su consolidación. El peligro más grave que amenaza a la revolución popular es que las elites dirigentes manipulen la mística popular para sostener finalmente fines opuestos a los reales intereses populares.

1. El concepto de revolución


¿Qué es la revolución? Para algunos jóvenes, es poner bombas en la Embajada Americana, quebrar vidrios, pintar paredes con rótulos revolucionarios y decir palabrotas contra los yankis. Desgraciadamente, la revolución no es tan simple. Es todo un proceso con una cantidad enorme de facetas. Una revolución es un cambio sustancial, global, rápido y responsable de una sociedad.

Al decir que el cambio revolucionario es un cambio sustancial, estamos indicando que dicho cambio afecta a la totalidad de la sociedad, en lo que la hace ser este tipo particular de sociedad. Cuando hablamos de la revolución popular en América Latina, nos referimos a una transformación total, que cambie el sistema capitalista en el cual nos desenvolvemos, y que instaure una nueva sociedad, en la que se elimine la marginación social. Si queremos simplemente hacer una serie de remodelaciones al sistema capitalista, estaremos efectuando procesos reformistas, pero no cambios revolucionarios, pues no afectamos a la estructura misma del poder en la sociedad.

Muchas veces se discute sobre la diferencia que existe entre la revolución y la reforma. Ambas, aunque concuerdan por el hecho de ser cambios sociales, difieren en sus características fundamentales. La sustancialidad y la globalidad propias de la revolución hacen que ésta difiera esencialmente de la reforma. Si comparamos la política con la construcción, podríamos decir que la reforma equivale a una remodelación de un edificio viejo que conserva sus estructuras fundamentales, mientras que la revolución corresponde a una transformación radical que se hunde hasta los cimientos, para comenzar desde las bases un edificio totalmente nuevo en otro estilo diferente.

La revolución tiene que ser global. Entendemos por global lo integral, lo que afecta a una sociedad en sus diversos aspectos. No hay revolución puramente económica, como pretenden algunos. La verdadera revolución es a la vez económica, política, social y moral. Cambiar la situación económica sin alterar las condiciones políticas, sociales y culturales, no es realmente hacer un cambio sustancial.

Además de ser un cambio que llega hasta el meollo de la sociedad, la revolución es un cambio rápido. Hay en todo proceso revolucionario un aceleramiento del ritmo histórico, que diferencia una revolución de la evolución normal de la sociedad. Ha habido un cambio sustancial entre la época precolombina y nuestra situación actual. Sin embargo, esta evolución de la sociedad latinoamericana no puede ser llamada propiamente una revolución, porque no ha habido una aceleración intencionada del ritmo histórico.
La rapidez y la responsabilidad van íntimamente ligadas, pues no son los acontecimientos los que le dan a la revolución la aceleración del ritmo histórico, sino la responsabilidad de los entes humanos. Al impulsar los cambios, los entes humanos que asumen una posición revolucionaria convierten una transformación natural de la historia en una transformación querida y realizada por ellos, como sujetos de esa historia.

Los diferentes aspectos de la revolución están íntimamente ligados los unos a otros. A principios de siglo Péguy, ese poeta y articulista de inspiración socialista, decía que “la revolución será moral o no lo será”. El conocido filósofo político, E. Mounier, comentaba esta afirmación diciendo que “la revolución moral será económica o no lo será; la revolución económica será moral o no lo será”.

La revolución popular implica una participación efectiva del pueblo en la transformación de la sociedad. Esto requiere una transformación humana. Lo que Péguy llamaba la revolución moral significa un cambio de actitudes y de mentalidades. La metodología de Paulo Freire responde al proceso revolucionario en este aspecto. Esta moralidad de la revolución está íntimamente ligada a una transformación de la cultura. Pero cualquier revolución educativa que no desemboque en profundas transformaciones en lo político, lo económico y lo social, no será sino un paliativo y finalmente un engaño.

Decir que la revolución debe ser sustancial y global, es decir que la revolución debe ser radical. No tomamos aquí la palabra radical en el sentido de fanatismo, sino en su sentido más profundo. Radical viene de una palabra de origen latino que significa lo relativo a las raíces. Por ello, una revolución es radical, si llega hasta los basamentos mismos de la sociedad.

2. El Proceso Revolucionario


La radicalidad de la revolución significa que necesariamente tenemos que tener presente un ideal social, un nuevo tipo de sociedad, un nuevo orden social. Todo proceso revolucionario implica pues un punto de partida, un punto de llegada y un camino a recorrer entre ambos.

Mounier llamaba desorden establecido al actual orden social, con lo cual ponía de relieve que el sistema vigente, aunque trata de justificarse a sí mismo como una manifestación del orden, en el fondo es, en su esencia, moral y humanamente injustificado. Como vemos, a la base de la revolución tiene que haber una toma de conciencia de la inadecuación de la situación actual.

En la revolución popular que sostenemos, nuestro punto de partida es el actual sistema latinoamericano. Nuestros pueblos se encuentran marginados, interna y externamente, tanto por la presencia de una dominación internacional que establece una dependencia con respecto a los polos de poder del sistema capitalista, como por el establecimiento de oligarquías nacionales que impiden que las reivindicaciones populares tengan efecto. América Latina es una región en la cual se encuentran combinados, en forma amalgamada, principios de sociedades capitalistas con principios de sociedades coloniales. Los esquemas de la colonia siguen rigiendo, en parte, en nuestros países. Hay pues una mezcla, en nuestra sociedad, de mecanismos capitalistas con resabios coloniales. Sin embargo, la característica común a todos los países es la marginación popular. Por ello, para efectos de simplicidad de dicción, llamemos a nuestro punto de partida como la sociedad marginante, antidemocrática. Esta denominación es aplicable, tanto al efecto nacional, como a la globalidad del sistema capitalista, capitaneado por el imperialismo norteamericano.

El proceso revolucionario nos lleva a tomar en cuenta la afirmación corriente, que tanto se baraja y que tan poco se precisa, del cambio de estructuras. Una sociedad tiene siempre niveles de interacción entre sus miembros a nivel económico, político, social y cultural. La organización global de estos niveles de interacción es lo que llamamos las estructuras sociales. En un cambio revolucionario no se trata de eliminar los niveles de interacción, pues estos son necesarios para que la sociedad subsista como sociedad. Se trata de darles una nueva organización en función de nuevos principios rectores.

Una nueva sociedad no puede darse sin entes humanos nuevos, ni el ente humano nuevo puede darse realmente sin una nueva sociedad. Por consiguiente, el proceso revolucionario será al mismo tiempo, un cambio progresivo de la sociedad y un cambio progresivo de los entes humanos. Cuando decimos que debe haber un ente humano nuevo, afirmamos que la conducción de la vida debe engendrar una nueva orientación de la existencia, una nueva manera de vivirse como ente humano. De aquí que la revolución sea igualmente un cambio de las estructuras sociales y un cambio de las vivencias personales.

Nuestro punto de llegada es lo que podemos llamar de múltiples maneras, pero que, sea cual sea el nombre, expresa nuestra intención de acabar con la situación marginante actual, tomando en cuenta a cada ente humano como una persona humana con derecho a participar activamente en la vida social. Se ha hablado de la democracia participativa, de la sociedad personalista y comunitaria, del socialismo comunitario o del comunitarismo. Esta sociedad más justa y más humana que deseamos alcanzar, podemos llamarla simplemente la verdadera democracia.

Como el ideal de sociedad que nos proponemos, lo captan a través de un conjunto de valores, las realizaciones concretas estarán sometidas al peso de la experiencia. Según sea lo que vayamos alcanzando a lo largo del proceso de transformación, nos forzaremos a ser creativos. Por ello, podemos decir que los principios que inspiran la revolución popular pueden desembocar en diferentes modelos de sociedad. Pretender definir a priori los detalles de la sociedad futura es pecar de ignorancia con respecto a la esencia del ser humano. El ente humano es un ser que se inventa a sí mismo continuamente. Cada una de las etapas históricas, tanto a nivel individual como a nivel social, parte de una situación contra la cual reacciona o a la cual trata de continuar. Nunca podemos prever totalmente los problemas futuros con los cuales deberemos enfrentarnos y cada nuevo problema implica siempre un desafío a nuestra capacidad creadora.

Desde el punto de vista deja acción, el proceso de transformación, es decir, el camino que nos permita llegar a la nueva sociedad, adquiere una importancia fundamental. Un cambio radical, que llegue a las bases mismas del sistema social, no puede hacerse en unos días.

Toda revolución lleva su tiempo. No fue del día al mañana que, en la revolución francesa, el régimen monárquico se cambió en la democracia liberal y burguesa. No fue tampoco con la llegada de Fidel Castro a La Habana que se realizó la revolución cubana. Dicha revolución está todavía en proceso. Comenzó con el largo proceso de la toma del poder político, pero esta primera etapa no constituye la revolución, sino un paso previo o un primer paso de la revolución. Las revoluciones rusa y china se han llevado medio siglo para poder ejecutar parcialmente lo que querían.

No es por un golpe de Estado que se hace una revolución pues ésta es un cambio social y no simplemente la toma del poder político. Toda revolución es un proceso que puede tener múltiples etapas.

El proceso revolucionario implica la necesidad de la definición estratégica. Es necesario, en una línea estratégica, plantearse el problema de cuáles deben ser los objetivos prioritarios Debe definirse, por ejemplo, si es necesario empezar por el aspecto económico o comenzar por las transformaciones culturales y políticas. Sin embargo, nunca puede desligarse demasiado los diversos aspectos de la revolución, sin caer en las trampas de la parcialidad deformadora.

El proceso es más o menos largo, según las circunstancias. Esto determina que, en ciertas situaciones, se puedan dar entendimientos estratégicos entre grupos que difieren ideológicamente. Hacia los años 40, Mao Tse Tung decidió no atacar la empresa capitalista china, pues su enemigo más importante, en ese momento, era el imperialismo y no podía, mientras tanto, quebrar la economía nacional. Una revolución tiene etapas y puede, por consiguiente, proponerse objetivos intermedios antes de llegar a lo que realmente se aspira.

Un problema similar se plantea cuando se analiza la posibilidad de una colaboración estratégica entre grupos revolucionarios de diversa orientación ideológica. Supongamos, por ejemplo, la colaboración entre los partidos demócrata cristianos y los grupos o partidos marxistas. Ambos difieren en su concepción del ideal de ente humano que se quiere alcanzar. El marxista, basado en su concepción materialista define al ente humano como trabajador. El demócrata cristiano tiene una visión más integral de la sociedad e insiste en defender, al mismo tiempo, las exigencias de la vida comunitaria y la necesidad de la vida personal. Si bien concuerdan en el punto de partida, pueden diferir, y efectivamente difieren, en el punto de llegada. Los marxistas tienen muchos puntos de contacto, en el análisis de la sociedad latinoamericana, con los demócratas cristianos. Suelen concordar en gran parte del diagnóstico de la sociedad y en la denuncia de las injusticias que engendra. Ambos quieren salir del sistema capitalista. Pero, desde un mismo punto de partida, hay diferentes vías y diferentes objetivos a alcanzar. Aquí es donde se plantea el problema estratégico. ¿Hasta dónde concuerdan los grupos? ¿Hasta dónde pueden ser un obstáculo que impide llegar donde se cree que se debe llegar?

La situación de las colaboraciones parciales es siempre problemática, pues el compañero de hoy, eventualmente será el enemigo del mañana. Por esto, al fin y al cabo, cada uno de los grupos se apoya en el otro para salir de una situación, pero está, al mismo tiempo, impidiendo que el otro crezca, para no tener luego un adversario fuerte. Después de haber definido las coincidencias y las divergencias mutuas, queda como solución estratégica determinar hasta qué punto es válida una colaboración, en cierto trecho del camino, con fuerzas parcialmente opuestas. Dicha colaboración es más previsible durante la etapa inicial de ruptura con el régimen capitalista. El problema estratégico consiste en evaluar las dificultades posteriores.

3. La opción revolucionaria


El proceso revolucionario nos está urgiendo y nos urge por dos tipos de razones: razones históricas y razones morales.

Para tomar conciencia de la urgencia histórica basta con ver el deterioro en que estamos entrando en la sociedad latinoamericana. Urgencia significa que las cosas precisan, que no se puede esperar.

La urgencia histórica se basa finalmente en una urgencia moral. El sistema marginante en que vivimos contradice una gran cantidad de valores fundamentales. Bien sea el valor de la solidaridad, el valor de la libertad, etc., estos y muchos otros valores primordiales han sido mancillados y prostituidos por el régimen actual. Nuestro régimen, contra el valor de la persona, impone el valor de la fuerza y del dinero; contra la cooperación, impone la explotación; contra la democracia, el caudillismo y contra la participación, la marginación. La situación actual nos impone el desafío moral de romper con una sociedad traidora de esos valores humanos y de instaurar una nueva sociedad realmente respetuosa de los mismos.

De los valores se derivan los modelos y las soluciones concretas. Partiendo, por ejemplo, de los valores de la dignidad de la persona y su derecho a la participación, además del valor de la solidaridad humana, nuestras opciones económicas pueden llevamos a diferentes modelos de empresas y de mecanismos distributivos según las circunstancias. Por ello, lo importante no es defender obstinadamente ciertas soluciones históricamente condicionadas, sino defender decididamente los valores fundamentales que deben darle un sentido plenamente humano a la vida social. La revolución popular no es un proceso que deba llevarnos forzosamente a un tipo único de sociedad, sino que puede llevarnos a múltiples tipos de sociedad, siempre y cuando, cada tipo de sociedad respete y promueva los principios básicos de la ética humanista que orienta la revolución popular. La dignidad de la persona humana, su igualdad y su solidaridad, su capacidad creadora y su responsabilidad, son principios fundamentales que determinan tanto la condenación de la sociedad actual como la calidad de las medidas efectivas propuestas.

El proceso revolucionario no comienza necesariamente por cambiar la sociedad, sino por cambiar la orientación vital y existencial de parte de sus habitantes. Indudablemente, este primer paso no significa que hayamos alcanzado la dimensión del ente humano nuevo. Este será el ser humano que alcanzaremos cuando vivamos en una nueva sociedad. Pero para alcanzar este nuevo ente humano tenemos que renovarnos, en alguna manera, para romper progresivamente con el ente humano viejo. Hay que ponerse en la onda de la revolución. Y esto ya es un cambio fundamental. Es el primer cambio que nos exige la situación actual.

En cada instante tendremos que ir revolucionando. La vida es un continuo correr donde nunca podremos justificarnos por lo que hemos hecho. Tenemos que seguir justificándonos por lo que tenemos que hacer. En la vida personal nadie vive de las rentas. La vida es tensión, dinamismo. El nuevo orden que tenemos que crear puede dejarnos atrás. El revolucionario de hoy, puede ser el conservador del mañana. Esto significa que el día de hoy podemos estar en la onda de la historia, estar a la altura de los tiempos, y mañana, si seguimos repitiendo fanáticamente lo que fuera solución válida en tiempos pasados, podemos traicionar el proceso de transformación progresiva de la sociedad.

La actitud revolucionaria debe ser una actitud consciente, querida y deseada, es decir, voluntaria. La actitud revolucionaria es fruto de una opción personal, de una escogencia vital. A la revolución no se va con la bayoneta en la espalda, sino delante.

Ante el desafío de la situación actual solamente podemos escoger entre dos alternativas fundamentales. No hay más remedio: o escogemos la opción revolucionaria, o nos plegamos a la opción conservadora. El que se rechaza a intervenir es un conservador en sus consecuencias, pues, al no cambiar, se convierte en un apoyo efectivo de las fuerzas antirrevolucionarias. No hay término medio. 0 estamos por el cambio, o estamos contra él. Todas las pretendidas escapatorias son complicidades con el mantenimiento del sistema establecido.

La transformación personal, como la transformación social, no se establece de una vez para siempre. Requiere un constante ponerse en entredicho. La revolución es personalmente la vivencia de una fidelidad a un ideal siempre renovada. En el campo religioso, existe una clase de ilusos que creen que después de un retiro espiritual de unos días han ya alcanzado la santidad. La aureola que los adorna no es más que la expresión de una puesta en una nueva onda. No son santos consumados, sino que todavía tienen que alcanzar la santidad con base en un esfuerzo constante y siempre renovado. Para ello, les queda toda la vida por delante. Algo similar sucede con la revolución. Nadie cambia por un acto excepcional sin continuidad. Un revolucionario no se constituye en la autoafirmación momentánea de una opción verbal y frecuentemente sentimental de la revolución. La condición real de revolucionario se adquiere por un proceso lento y continuado, en el cual iremos probando con nuestros actos que revolucionamos conforme a las necesidades de la historia.

La posición revolucionaria tiene que ser una posición consciente. Por esto, toda posición revolucionaria tiene que partir de una conciencia revolucionaria.

Los moralistas de la Edad Media decían que hay actos del hombre que no son actos humanos, aunque fueran hechos por un ente humano, porque no son realizados humanamente, es decir, no son efectuados sabiendo y queriendo hacer lo hecho. Para actuar humanamente tenemos que saber lo que estamos haciendo. Por ello, para que una revolución sea una acción humana, es menester que tengamos conciencia de sus implicaciones y de sus realidades.
La conciencia revolucionaria nos exige tomar conciencia de las exigencias históricas de la revolución. Enmanuel Mounier decía que la “conciencia revolucionaria surge de la toma de conciencia de la mala conciencia revolucionaria”. Por esto, insistía en la necesidad de luchar contra los mitos y las confusiones que engendra nuestra situación actual.

La dificultad de una toma de conciencia revolucionaria proviene de las ambigüedades existenciales de los entes humanos que deben tomar dicha posición revolucionaria. Para muchos, la participación en el sistema marginante es esencialmente conflictual en el interior de sí mismos. La marginación que se padece a nivel de ciertos niveles de decisión política, económica y social, los hace tomar conciencia de una necesidad de cambio de la situación. Pero las ventajas que se adquieren, gracias a ciertos privilegios circunstanciales, los hace temer el perder lo poco que se tiene. Tal es el drama de las clases medias.

Culturalmente son las mejor armadas para comprender las contradicciones del sistema actual. Pero, económica y socialmente, les resulta riesgoso comprometer sus pequeñas ventajas de nivel de vida.

Una de las manifestaciones de la mala conciencia revolucionaria es la indiferencia. No querer meterse en el juego de las fuerzas sociales es finalmente hacerle el juego a los grupos de poder dominantes.

Otra de las manifestaciones de la mala conciencia revolucionaria es el verbalismo. Defender teóricamente una cantidad enorme de principios, como la justicia; la paz o la solidaridad, de los labios para afuera, sin participar en la lucha real por su concreción efectiva, es crear una contradicción entre nuestras declaraciones y nuestros hechos. Los revolucionarios de café, confunden sus charlas, finalmente sin sentido, con la realidad ineludible. Frecuentemente dicha actitud refleja simplemente una escapatoria sutil a la mala conciencia que engendra la inacción política.

Otra de las manifestaciones de la mala conciencia revolucionaria es la agitación autocomplaciente. Creemos a menudo que estamos respondiendo al desafío revolucionario porque gesticulamos y nos movemos, sin otro sentido que autocomplacernos a nosotros mismos con nuestro revolucionarismo.

Merece un particular interés la actitud revolucionaria de los universitarios. En toda América Latina, las universidades se han convertido en centros de discusión y planteamientos revolucionarios. Sin embargo, en ellos reina frecuentemente una profunda ambigüedad. Uno de los problemas más serios de la mala conciencia revolucionaria que tienen que afrontar los universitarios es la contradicción entre sus convicciones revolucionarias y el servicio al sistema establecido al que los impulsa su ejercicio profesional. Los profesionales universitarios, aunque no pertenecen necesariamente a los grupos de poder, se convierten por su ejercicio profesional en gremios de servidumbre. Abogados, economistas, ingenieros, etc., ponen sus conocimientos al servicio de intereses foráneos o de la oligarquía nacional. Por esto, muchos se refugian finalmente en la indiferencia o en el verbalismo. Mientras no ejerza una labor profesional, el estudiante universitario, como no está directamente ligado a través de sus entradas económicas al funcionamiento del sistema establecido, puede tener una mayor facilidad para protestar. Sus lazos con el sistema pasan por la familia, pero el cariño existente en ésta le permite un mayor grado de libertad de autodefinición.

¿Hasta dónde el revolucionarismo universitario no es sino una reacción inconsciente del universitario contra un sistema en el que quisiera decir su palabra, pero que circunstancialmente se lo impide? A pesar de su capacidad intelectual, el universitario se siente marginado de los centros de decisión Esta impotencia sentida explica la ambigüedad y la incongruencia existente entre las actitudes del estudiante y las actitudes futuras del profesional.

La impotencia del estudiante es una impotencia circunstancial, mientras que la impotencia de los obreros v campesinos es una impotencia estructural. Por esto los últimos desconfían de los primeros. Saben que sus reclamos, frecuentemente tan enfáticos son momentáneos. Reflejan en el fondo una manera de vengarse contra aquello a lo cual están aspirando. Es el cuento clásico de las uvas verdes.

Las motivaciones que llevan al profesional a servir al sistema establecido, son múltiples. Unos lo hacen por interés. El revolucionario verdadero es censurado, y frecuentemente sancionado, por los grupos de poder. Un profesional de izquierda es atacado maliciosamente de ser un mal profesional. El despido, el paro forzoso son medios frecuentes de la presión del sistema, La actitud oportunista compromete al profesional, sobre todo cuando éste tiene responsabilidades sociales inmediatas, como la familia y los hijos. Otros sirven al sistema por ignorancia, por miedo al cambio, etc.

Sean cuales sean las motivaciones que nos ligan a una actitud conservadora, el problema quizás más serio que debemos afrontar es nuestra propia capacidad de autoengaño. La toma de conciencia es un proceso complicado en el que nos engañamos a menudo a nosotros mismos. Las racionalizaciones, los subterfugios retóricos, pretenden acallar nuestra conciencia, haciéndonos creer que no podíamos hacer otra cosa que lo que hicimos. A menudo, creemos que somos como quisiéramos ser y nos satisfacemos confundiendo nuestras declaraciones con nuestras realidades.

Un aspecto importante de la toma de conciencia revolucionaria es la revolución contra los mitos. Sin embargo, uno de los peligros más frecuentes es responder a unos mitos conservadores con otros mitos del anticonformismo, que impiden finalmente la eficiencia revolucionaria. Es la sacralización, la fetichización de ciertos conceptos llamados revolucionarios, que se convierten a menudo en palabras tranquilizadoras para nuestra mala conciencia. Raymond Aron, a pesar de su perspectiva conservadora, tiene en gran parte razón al criticar la vacuidad de ciertos conceptos manoseados, a diestra y a siniestra, por los intelectuales de izquierda.

La revolución no se hace con slogans, sino con convicciones profundas que inspiran una acción creadora. Solamente las ideas comprometidas en un devenir histórico pueden asegurar, en su acción encarnada. La realización de una intención verdaderamente revolucionaria Para algunos, la revolución consiste en hacer alarde de palabras ofensivas, de actos proscritos y de gestos violentos. Pero la revolución es una exigencia de eficiencia y no de grosería: “lo cortés no quita lo valiente”, dice un proverbio popular.

A este respecto es necesario desmitificar la concientización. Pretender resolver teóricamente los problemas del pueblo o adoctrinar con un orgullo mal disimulado, queriendo llevar a los obreros y campesinos nuestras verdades no es solución. No hay concientización sin compromiso, sin praxis, sin acción efectiva. Como tampoco hay revolución popular de elites.

Comprometerse es interactuar con los otros y ante los otros en una acción prospectiva y responsable. El compromiso revolucionario es una respuesta de acción en la cual debe haber una voluntad de cambio. Comprometerse es hacerse responsable ante la sociedad; y ser responsable significa poder responder con sus actos de sus convicciones. La responsabilidad y el compromiso no pueden ser algo sentimental, ciego; sino algo convencido, dinámico, consciente. Este mundo lo transforman los entes humanos de convicciones y las convicciones no son las opiniones que corren, van y vienen de un lugar para otro, sin solidez ni peso. Las convicciones penetran el meollo de nuestra personalidad. El convencido no espera inactivamente que se realice lo que desea. Lucha y se empeña.

El compromiso revolucionario se manifiesta de una doble manera. Por una parte, la vertiente testimonial anuncia, proféticamente, la nueva sociedad y denuncia las injusticias de la presente. Por otra parte, la vertiente de la eficiencia política se ocupa de plasmar en los hechos, a base de astucia y de juegos de poder, las aspiraciones populares. El compromiso revolucionario abarca necesariamente ambos aspectos. Cuando el compromiso es solamente testimonial puede caer fácilmente en una serie de trampas: refugiarse en las declaraciones verbales, pecar de real ineficiencia, etc. La acción eficiente sin testimonio no logra conseguir adeptos, pues toda revolución implica siempre una mística, una especie de fe en el futuro social. El testimonio refleja en la forma más pura el espíritu de una revolución. La eficiencia política manifiesta de la manera más cabal las exigencias de la encarnación de la acción. Por eso, toda revolución debe tener ese doble carácter. El testimonio exige el compromiso. La acción testimonial debe ir acompañada de la acción eficaz orientada hacia la consecución de metas concretas, realizadas por etapas hasta alcanzar poco a poco la nueva sociedad.

La acción testimonial tiene una eficiencia particular. No modifica los hechos, sino las conciencias. El testimonio es un llamado a la conciencia de los otros y una prueba de nuestras propias convicciones. Hacer una manifestación con cartelones contra la embajada americana con frases de protesta es más una acción testimonial que una acción de eficiencia política, pues sus resultados no cambian casi nada la estructura de los hechos político, pero afecta las conciencias de la población. La eficiencia de la acción testimonial es de otro orden que la eficiencia de la política pragmática. Es una acción concientizadora.

Si analizamos el caso de Monseñor Romero desde el punto de vista de la acción testimonial, su fracaso político se convierte en un éxito. Actualmente toda América Latina ha convertido a Romero en un símbolo del cristiano inconforme con la injusticia social. Su recuerdo es un mensaje a las conciencias. Por ello, aún después de muerto sigue actuando. Su eficiencia es testimonial.

4. La acción revolucionaria


En el proceso revolucionario tenemos que tomar en cuenta que la vida social es siempre tensión y que la manifestación más cruda de esta tensión es el juego de poderes. Cuando hay un desequilibrio en el uso del poder, cuando unos pocos tienen la capacidad de utilizar una gran cantidad de poder en detrimento de los otros entes humanos, entonces es menester atacar las fuentes del poder para provocar un nuevo orden social. La solución real de los problemas sociales no se encuentra únicamente en las bellas ideas. Nada sacamos con decir a los grupos marginantes que disfrutan de un poder injustificado, mientras no podamos impedirles que actúen de esa manera.

Son pocos los entes humanos que, disponiendo de una cuota alta de poder, renuncian libremente a sus privilegios en función del beneficio de los otros entes humanos. Dicha actitud exige un desprendimiento moral considerable, que sólo se da en casos de excepción. Pero en la vida política no podemos partir de las situaciones excepcionales. La ruptura de los privilegios tiene que hacerse en política en base de enfrentamiento de fuerzas sociales.

En todo proceso revolucionario es necesario distinguir las fuerzas sociales de corte conservador y las fuerzas revolucionarias. El grupo conservador estará ligado fundamentalmente a la defensa de los intereses y privilegios fundamentales del desorden establecido. Los usufructuarios de esas ventajas desmedidas no van a renunciar a ellas, sin una oposición rotunda que los haga ceder, paso a paso, cada una de sus trincheras. Los grupos privilegiados emplean, si se sienten presionados, todos los medios que les ofrece su poder para mantener la situación establecida. Frecuentemente recurren a la violencia, en sus diversas manifestaciones, y acusan a los grupos revolucionarios de provocar el estado de violencia, porque atentan en el fondo contra sus privilegios. La violencia es, a menudo, la reacción de la bestia acorralada. Y todo proceso revolucionario acorrala a los aventajados del desorden

El proceso revolucionario toma cuerpo cuando se definen tuerzas sociales opuestas en sus intenciones fundamentales. Las unas se esfuerzan en mantener la situación establecida, mientras las otras luchan por cambiarla radicalmente.

La primera labor de un grupo revolucionario es concentrar fuerzas en torno a un ideal revolucionario. Para esto, es menester enfrentarse con la indiferencia. En las etapas prerrevolucionarias existen objetivamente intereses contrapuestos, pero los grupos marginados no toman conciencia de su propia situación. Mao Tse Tung decía a los jóvenes chinos hace treinta años que su misión era atraer a la revolución a los indiferentes y organizar al pueblo.

Los grupos de clase media, fundamentalmente los grupos de universitarios suelen cometer errores fundamentales en dicha etapa. Muchos universitarios lo que hacen con su revolucionarismo intempestivo es asustar al pueblo y fuerzan a las capas más marginadas a cobijarse bajo las faldas de los grupos conservadores. De esta manera, a pesar de su pretendido valor revolucionario, lo que hacen es hacerle el juego a las fuerzas antirrevolucionarias. Por estupidez o mala fe, muchos universitarios de izquierda son traidores a la auténtica revolución popular. Se sienten ufanos por lo que dicen, sin tomar en cuenta las consecuencias. Miden su revolucionarismo por la radicalidad de las palabras y no por la radicalidad de las acciones.

Autosatisfacerse con sandeces es finalmente una manifestación de la mala fe revolucionaria. El verdadero testimonio revolucionario es un mensaje comunicativo. Un universitario que no dialoga con los grupos marginados, que terne el pueblo, no da realmente sino un testimonio para el pequeño grupo de los privilegiados de la cultura. Pero dicha circunscripción es absurda, pues no son unos pocos intelectuales llenos de ideas los que van a hacer la revolución popular. El pueblo es agente necesario de su revolución. Los universitarios pueden formar parte de las fuerzas revolucionarias, pero nunca reemplazarlas. Si pretenden ejercer un liderazgo, es necesario recordar que éste nunca se da fuera del grupo. Para marchar a la cabeza del grupo, el líder necesita ser aceptado por el grupo, porque refleja, en sus actitudes y acciones, las aspiraciones profundas del mismo.

El proceso revolucionario tiene que contraponer polos de fuerza contra las fuerzas del sistema establecido. Si el polo conservador centra sus fuerzas en el poderío económico, el polo revolucionario debe concentrar sus fuerzas en el elemento humano, en el pueblo. Es decir, contra la concentración de recursos materiales, la concentración de recursos humanos. Este es el drama de todo proceso revolucionario: contra los tanques y el poderío económico, hay que luchar con una infantería pobre pero disciplinada, entusiasta y decidida.

Para participar en un proceso revolucionario, el pueblo debe organizarse, tomar conciencia de sus propias capacidades, ser sujeto de su propia historia. Para conseguir esto es necesario pasar por una etapa de toma de conciencia |por un cambio de mentalidades, por una reeducación.

Aquí es donde tiene una importancia una técnica como la propuesta por Freire. Contra una educación domesticadora, es menester una educación para la libertad. No digamos para la revolución, porque basta que el pueblo se experimente como ser libre para que opte por una revolución liberadora.

Al pueblo le faltan una serie de instrumentos culturales para actuar revolucionariamente. Sabe lo que quiere, pero no sabe cómo conseguirlo, porque se ha acostumbrado a tener el zapato del amo sobre las espaldas. Los grupos culturalmente más desarrollados tienen un papel que jugar a este respecto. En esta toma de conciencia, los universitarios pueden desempeñar un papel fundamental. Pueden transmitir al pueblo los instrumentos universitarios para interpretar y manejar la realidad, mediante un proceso de adaptación a las necesidades de la acción revolucionaria.

Desgraciadamente, el orgullo de muchos universitarios los convierte frecuentemente en fuerzas disgregadoras del pueblo. La posesión de un acerbo cultural los convierte en un grupo marginante. Van al pueblo sin una actitud de diálogo. Pretenden llevar su verdad y la ofrecen dogmáticamente. Mientras los universitarios no tomen conciencia de su situación, no se podrá instaurar el diálogo. Los universitarios deben tomar conciencia de su vanidad pretenciosa y ambiciosa. La buena voluntad revolucionaria debe ser purificada al contacto con aquellos que padecen los efectos más inmediatos de la injusticia del sistema.

En la verdadera relación dialogal, los unos aprendemos de los otros. El pueblo puede aprender de los universitarios una cierta manera más técnica de ver los problemas, pero los universitarios deben aprender del pueblo una manera más humana y más vivida de participar en los problemas.

El pueblo no está acostumbrado a las organizaciones que pueden favorecer una acción revolucionaria. Conoce una organización a su manera, como la familia o el compadrazgo. Pero las organizaciones funcionales de apoyo mutuo y de defensa colectiva le son bastante extrañas. Lo mismo sucede al nivel de las técnicas de acción. La huelga, las múltiples modalidades de la acción de presión organizada, le son casi desconocidas. Por esto la creación de un poder popular es una tarea difícil y lenta. Lograr que las expectativas populares, sus valores y sus frustraciones encuentren un modo de expresión efectivo es una labor primordial.

El problema fundamental de la organización popular es que el grupo conservador va a tratar por todos los medios de obstaculizar dicha organización. ¿Por qué los partidos pretendidamente populares, que siguen las diversas líneas de acción populista, en lugar de ofrecer al pueblo pequeños favores no le ofrecen las oportunidades y el apoyo necesario para constituir una verdadera fuerza popular? Porque en el fondo es eso lo que se trata de evitar.

Uno de los problemas más serios que enfrenta todo grupo revolucionario es la deformación a la que es sometida su acción por parte de las fuerzas conservadoras. Para alcanzar esta deformación es indispensable el manejo de los medios de comunicación de masas. El sistema establecido se apoya en una idea de orden que hace penetrar en la conciencia misma de los marginados. Las reivindicaciones revolucionarias son presentadas como desórdenes. El pueblo frecuentemente termina, por dicha manipulación, siendo más sensible a la paz y la tranquilidad que a la justicia. La domesticación a que han sido sometidos los marginados, los hace más aptos para las medidas pasivas que para las medidas activas y creativas. La paz se convierte así en una especie de valor supremo de la vida social.

Las clases populares aspiran a mejores condiciones de vida, pero le temen a la inseguridad que engendran los cambios bruscos. Las clases dominantes, por su parte, emplean los medios disponibles, especialmente los medios de comunicación social, para presentar todas las fuerzas revolucionarias como si fueran defensoras y creadoras del desorden, de la violencia y de la inseguridad.

Esto nos lleva al problema de los medios, en el que se juega no solamente principios de oportunidad histórica, sino también principios de orden teórico, moral e ideológico. Los medios necesarios para hacer la revolución popular no dependen solamente de nuestras acciones. Dependen, además, de las reacciones del grupo opositor.

Los medios utilizados para la revolución dependen finalmente de las reacciones de los defensores de la situación establecida. La violencia revolucionaria es frecuentemente la respuesta forzosa a la violencia injustificada del sistema. Si bien nos vemos, en ciertos momentos, llevados por las reacciones de los defensores de la situación establecida a utilizar ciertos medios violentos, en principio y por razones ideológicas, tenemos que desconfiar de la violencia.

Los medios violentos son muy peligrosos, porque la violencia puede llevarnos fácilmente al terror, a la injusticia y al rencor. Tenemos que pensar muy seriamente antes de usar cualquier tipo de medios violentos, porque, frecuentemente, en vez de la unión conseguimos la desunión, y en lugar de la liberación del ente humano, provocamos su envilecimiento. Salvo en circunstancias excepcionales, en las que no queda más remedio que responder en forma defensiva a la violencia de los déspotas, las medidas violentas son muy peligrosas. Frecuentemente resultan absurdas e inoperantes en las luchas a largo plazo, pues lo que favorecen es el recrudecimiento de la violencia del sistema y las reacciones de resentimiento por parte de los marginados. La violencia popular degenera fácilmente en destructividad sin sentido.

En las luchas populares, el ideal pacifista puro es absurdo. Los pacifistas suelen hacerles el juego a los detentores del poder establecido porque su búsqueda de un ideal de paz es interpretada como pasividad. El pacifismo se convierte así en un proceso de evasión y finalmente en una manifestación de la mala conciencia revolucionaria. Si bien, por razones morales, no podemos escoger la violencia como técnica central de la acción popular es necesario tener en cuenta que vivimos en un estado de violencia estructural que nos fuerza a escoger siempre una cierta dosis de violencia si queremos ser eficaces. La explotación, la miseria, la marginación en sus diversas manifestaciones, nos obliga a intervenir con una acción decidida y a responder a la agresión con medios defensivos de corte combativo.

Es menester distinguir cuidadosamente entre la no resistencia y la utilización de los medios no violentos. La huelga, el boicot, la abstención electoral, son medios que exigen una gran cantidad de recursos activos. Es necesario acordarse siempre de la afirmación del apóstol de la no violencia, cuando decía Ghandi que prefería a una persona violenta que a aquel que, por cobardía, se llamaba no violento. La no violencia como técnica de acción política es una técnica activa. No significa nunca ni falta de resistencia, ni evasión cobarde, ni falta de combatividad, sino que implica un desprendimiento de sí, un autodominio que nos puede llevar hasta el grado de preferir recibir palos a darlos.

Los medios de acción no violenta significan el rechazo al derramamiento de sangre, pero no puede significar la no violentación del sistema. Podríamos decir que los medios no violentos, escapando a los actos violentos, crean un estado de violencia indirecta sobre el sistema. De aquí viene su fuerza política.

El sistema jurídico puede convertirse en un medio de acción no violenta en manos de grupos políticos progresistas. Cambiando las leyes para imponer nuevas condiciones, se puede ganar a veces más que con una revuelta armada. En la llamada revolución en libertad se pretende respetando las reglas formales del sistema jurídico actual, transformar los contenidos de acuerdo con un ideal de nueva sociedad. Pero las transformaciones jurídicas son inefectivas sin el apoyo popular.

En la realización revolucionaria, no basta con comprender, es menester actuar. “Hechos son amores y no vanas palabras”, dice un viejo proverbio. No es suficiente comprender que vivimos en un país subdesarrollado, explotado externamente por el imperialismo internacional e internamente azotado por la miseria y la marginación social. Se necesita actuar contra ese subdesarrollo, contra el imperialismo, contra la miseria y contra los procesos de marginación en una forma decidida y consciente.

La acción revolucionaria se basa en una posición ética. La condenación de la marginación social no es un juicio de hecho, es un juicio de valor moral. El respeto a la persona humana, la igualdad entre los entes humanos, la plenitud existencial y la solidaridad, son exigencias valorativas que orientan la acción revolucionaria. La superación de la marginación es una meta inspirada en ciertos valores que orientan moralmente la acción política del revolucionario.

En un proceso revolucionario, hay que darle una primacía a los valores y a las actitudes sobre las soluciones aprendidas. El ente humano es un ser creativo. No solamente se hace al escoger sus valores, sino que se hace al encarnar esos valores en sus actos. Por ello, no podemos actuar como niños de catecismo, que repiten frases de corte teológico sin pensar teológicamente. Hay que comprometerse con nuevas actitudes, compenetrarse de nuevos valores y evaluar las posibilidades de realización de dichos valores según las circunstancias históricas. Las soluciones propuestas por los que nos han precedido deben ser juzgadas con espíritu creativo. La revolución es obra de libertad. Por ello, los revolucionarios de recetario son malos revolucionarios, porque pretenden hacer la revolución en una forma poco humana.

Cada cual debe desempeñar un papel en el proceso revolucionario. A este respecto me parece importante indicar algunas ideas sobre el papel del intelectual. Su luchar en la revolución es fundamentalmente la lucha contra la confusión. Es menester llamar las cosas por sus nombres, explicar por qué se dan y hacer un esfuerzo por indicar las vías de solución. El intelectual de esta manera se enfrenta al poder establecido. Esto no significa que deba ser intransigente, majadero o impositivo. Lo cortés no quita lo valiente y el intelectual puede decir muchas cosas sin necesidad de ofender innecesariamente.

Lo importante es el fondo y no la forma de la denuncia. El intelectual revolucionario dirá necesariamente muchas cosas que herirán en el fondo a los que se sienten amenazados por sus críticas. El problema del revolucionarismo de muchos universitarios es que confunden la autenticidad revolucionaria del pensamiento con la beligerancia y agresividad de las palabras.

La lucha contra el conformismo y contra la indiferencia es parte de la lucha contra la confusión. Pero, a este respecto, es absurdo empezar ofendiendo, porque lo único que se consigue es despertar tontamente reacciones defensivas. ¿Hasta dónde los pequeños grupos que pretenden despertar la conciencia del pueblo imposibilitan con su intransigencia y su majadería que la conciencia aletargada del ente humano corriente despierta de su letargo? Los revolucionarios deben tener una fuerte imaginación para lograr sus objetivos, sin chocar con los obstáculos que pueden engendrar su falta de lucidez y de tacto.

Finalmente, es necesario recordar que no se transforma una sociedad pervertida con medios de igual naturaleza. Esto significa que no se puede hacer la revolución popular, empleando los medios inmorales que utilizan los grupos actuales de poder. Manipulando, engañando y dominando al pueblo, no vamos a hacer una verdadera revolución. Hay que cambiar la metodología y orientarnos en función de los nuevos valores.

2. La estrategia revolucionaria


La estrategia es un término de clara raigambre militar. Designa la acción planificadora del estratega, que calcula y coordina a largo plazo un conjunto de disposiciones y de medidas, que se supone son necesarias para alcanzar un objetivo determinado. Supone un conocimiento adecuado de la situación, de las fuerzas que se adversan y de su evolución. Por ello, todo buen estratega debe prever las adaptaciones tácticas, la puesta en práctica oportuna y la coordinación de los dispositivos. Además de un sentido de la evolución de las relaciones y de fuerza, la estrategia supone necesariamente el enfrentamiento de fuerzas contrarias. Toda acción bélica se basa en la oposición de dos voluntades. El arte de la estrategia consiste en elegir entre los medios que están a nuestra disposición y manejar su acción, de manera que concurran a la obtención del objetivo con la mayor eficiencia. Hay que prever las reacciones adversas frente a cada una de las acciones previstas. La elección dependerá pues de un balance entre la capacidad de acción propia y la vulnerabilidad del adversario.

Las acciones, estratégicamente, pueden tender a dos fines complementarios. La estrategia ofensiva tiene un objetivo de conquista mientras que la estrategia defensiva tiende a un objetivo de conservación y de protección de un objetivo que está ya a nuestro alcance. Teóricamente, ambos aspectos se distinguen claramente. Sin embargo, en la práctica, se complementan. Toda ofensiva debe prever medidas defensivas y toda acción defensiva sabe que, frecuentemente, la mejor defensa es el ataque. Pero la elección de cuál de las orientaciones tomamos depende, tanto de nuestros objetivos, como del recuento de las fuerzas con que contamos.

Toda estrategia supone una capacidad de acción limitada. La capacidad concreta de cumplir nuestro plan, pese a la oposición esperada, la utilización de los recursos a través del tiempo y del espacio, nos lleva a establecer las líneas estratégicas. Por una parte, podemos definir los puntos de concentración de la acción, el centro de gravedad la estrategia. Por otra parte, el tiempo nos permite definir la iniciación, la duración y el momento de culminación de las actividades. En las estrategias ofensivas, el ataque por sorpresa tiene sus ventajas. En las estrategias defensivas, la prolongación temporal actúa, en la mayoría de los casos, en favor del defensor.

En la política podemos utilizar adecuadamente el concepto de estrategia en su sentido más plenario, cuando asumimos una interpretación conflictual de la misma. Por ejemplo, en las campañas electorales se da un enfrentamiento entre las partes, pues el gane de un partido significa la pérdida del otro. Cuando analizamos el tema de la marginación social vimos que ésta es el efecto de la concentración del poder en pocas manos. La revolución popular, por consiguiente, es imposible sin un enfrentamiento entre las fuerzas conservadoras y las fuerzas populares. En ella se define, pues, la situación característica de la acción estratégica, el conflicto de dos voluntades contrapuestas, que utilizan los medios a su alcance para fijar los objetivos a alcanzar a través del tiempo en el enfrentamiento de fuerzas.

Las características mismas de la situación popular determinan que, en las etapas iniciales de una revolución popular, la utilización de las estrategias directas no es viable. La acción directa, a nivel estratégico, supone la existencia de fuerzas suficientes para obtener el resultado deseado o para disuadir al adversario de enfrentarse a uno. La situación normal del pueblo, al inicio, es de postración, de resignación, de debilitamiento. Pretender buscar el enfrentamiento directo, en esas condiciones, es una medida suicida y absurda. En política, frecuentemente, el camino más rápido entre dos puntos es la línea curva.

No podemos trazar un plan teórico de cómo se va a hacer una revolución. Esta se hace siempre respondiendo a un desafío histórico concreto. La labor de la teoría es por ello parcial Lo único que puede hacer un planteamiento teórico es poner un cuadro general de referencia para entender mejor los determinantes históricos. En la acción concreta es necesario establecer constantemente correcciones, adecuarse a los hechos y tomar las soluciones con un alto sentido de la imaginación creadora. Sin embargo aunque cada revolución tiene su propia dinámica, podemos marcar grandes líneas estratégicas de acción. Dichas líneas generales pueden servirnos de orientadores para la acción efectiva.

En una línea estratégica revolucionaria hay siempre un doble objetivo básico. Por una parte, es necesario tomar todas las medidas posibles para fortalecer el poder revolucionario y, por otra parte, es preciso debilitar el poder que se adversa. Como afirmaba Mao Tse Tung en una evaluación de la revolución china, ésta no era posible mientras los comunistas fueran demasiado débiles y sus enemigos demasiado fuertes.
En su aspecto positivo, la estrategia revolucionaria tiene que tender a crear un poder popular fuerte. Pero éste es imposible sin la organización popular.

El concepto de organización tiene su fundamento en la observación del funcionamiento de los organismos vivos. Estos tienen una unidad coherente de acción en función de una meta fundamental, la realización del proceso vital. Sus partes interactúan en función del todo, cuya estructura y dinamismo suponen y fortifican. Al aplicar el término de organización a la actividad política suponemos, en el fondo, la misma exigencia de coherencia de acción en términos de un ideal global. La acción revolucionaria presupone la capacidad organizativa del pueblo. Por ello, todo tipo de acción que tienda a crear una acción coherente de los grupos populares en la defensa de sus intereses es un camino que nos acerca a la revolución. Sin embargo, ésta no se da mientras el pueblo no tenga conciencia de aquello por lo que lucha y de aquellos contra quienes tiene forzosamente que enfrentarse.

De estas ideas generales se desprende que una adecuada estrategia revolucionaria tiene que orientarse a sostener, apoyar y promover todas las medidas que favorezcan la integración del poder popular. Los líderes del proceso revolucionario deben traducir sus inquietudes en un lenguaje popular que sea asequible a todos. Los tecnicismos universitarios que manejan muchos de ellos son frecuentemente los peores enemigos del verdadero diálogo entre los dirigentes de las organizaciones y la gente del pueblo. Todo paso debe convertirse en un proceso de educación liberadora. Tiene que ser asimilado, querido y apoyado por el pueblo.

Sin embargo, la educación liberadora es una praxis. El deseo de liberarse se aprende y se desarrolla en la práctica misma de la liberación. Por esto no existen verdaderas revoluciones de elites. El dirigente revolucionario es un compañero en la lucha común, cuya tarea fundamental consiste en desarrollar la mística colectiva por su compromiso real. Debe creer en el derecho del pueblo a autogobernarse y debe favorecer ese ideal fortaleciendo la participación popular. Tiene que animar a los compañeros a que luchen por el cambio social necesario inspirados en un ideal de una vida más humana para todos. Por eso no puede ser un caudillo. El caudillismo propio de la política populista es el peor enemigo de la revolución porque desarrolla las posiciones pasivas en la gente. El trabajo en equipo es fundamental. Toda acción autocrática dificulta la creación del poder popular.

La educación liberadora debe partir del análisis de los hechos reales. ¿Qué se da en la realidad? Tal debe ser la pregunta inicial. Sin embargo, esta interrogante nos debe llevar a su conclusión inmediata. ¿Por qué se da? La respuesta a dicha pregunta implica el problema fundamental de la interpretación social de los hechos. Para ello, necesitamos un apoyo teórico. El problema del análisis objetivo de los hechos y de su correcta interpretación no es el único. Es necesario hacer una evaluación valorativa. ¿Qué es lo que queremos alcanzar? ¿Por qué debe darse?

Este planteamiento valorativo implica la gravitación y la importancia de una posición filosófica. De este enfrentamiento entre los hechos y los valores se sigue la necesidad de la revolución. Sin embargo, debemos seguir cuestionándonos. ¿Hacia donde vamos realmente con nuestras acciones? El problema de la fidelidad efectiva al ideal es fundamental. El ideal es esencialmente una aspiración. Pero dicha aspiración se puede convertir en un subterfugio. La realidad es un campo de posibilidades y un conjunto de obstáculos. ¿Por qué no alcanzamos el ideal? A esta pregunta es necesario responder con la mayor sinceridad. Frecuentemente buscamos chivos expiatorios a quienes cargamos nuestros propios errores y nuestras propias auto mentiras. La educación liberadora como un proceso de diálogo abierto es la mejor manera de evidenciar nuestras fallas. El dirigente frecuentemente es víctima de su propio liderazgo y termina justificando sus acciones en forma inválida.

Cuando la Democracia Cristiana se plantea el problema de las injusticias sociales, termina creando un ideal de sociedad comunitaria, sociedad participativa en la que se supone que las injusticias se eliminan. Sin embargo, al no tomar en cuenta las causas reales de los problemas, la solución demócrata cristiana cae en un proceso de idealización. Tal solución es finalmente mitológica, mientras no se enfoquen las condiciones sociales de la sociedad actual contra cuyos defectos se lucha.

La revolución es un cambio sustancial, consciente y rápido de una situación social estructuralmente injusta. Supone, por consiguiente, una situación establecida y una evaluación de dicha situación en términos de un ideal. Si la situación establecida no concuerda con dicho ideal, se plantea la necesidad axiológica de un cambio. Por ello, la primera condición de una revolución es que haya una discrepancia entre el ideal y las condiciones objetivas de una sociedad. Si tal realidad no se presenta, no hay posibilidades de una verdadera revolución.

En la interpretación del camino hacia el ideal quedan dos alternativas. Por una parte, puedo creer que no tengo más remedio que cambiar la situación establecida desde sus raíces. Tal es la solución teóricamente revolucionaria. Por otra parte, puedo creer que basta con hacer algunas transformaciones sociales que no afecten la estructura social misma y lograr así los objetivos. Tal es la solución reformista. Sin embargo, la solución revolucionaria se puede convertir en una medida falaz al desconocer los determinantes sociales de la acción. Sin una acción coherente con el ideal, la solución propuesta se convierte en mitológica. Tal es la tentación fundamental de la Democracia Cristiana. Sus planteamientos no parten de la realidad social efectiva, por carecer de una sociología conflictual adecuada.

La revolución supone un conocimiento de la realidad social y la labor didáctica de difundir dicho conocimiento entre los grupos sociales gestores del proceso de cambio. Es necesario tener una sociología socio-política que nos permita definir en cada momento las posibilidades de cada tipo de acción. Pero, la Democracia Cristiana, al no tener una sociología adecuada, plantea un ideal revolucionario sin saber realmente qué es lo que hay que atacar para cambiar el sistema social imperante. Por ausencia de una sociología, ignoramos hasta dónde somos revolucionarios.

Esta incongruencia teórica, ha llevado a los demócratas cristianos a planteamientos ideológicos disímiles y a acciones políticas incongruentes. Su riqueza doctrinaria no se convierte en una real fuerza política de cambio social. Por esto, en el presente trabajo, nos permitimos ofrecer unas bases mínimas sobre lo que debería ser una sociología de inspiración socialcristiana. Creo que su debido uso puede darnos bases para reorientar nuestra acción y poder asumir realmente en forma efectiva y realista los ideales que nos proponemos.

La importancia del análisis de la realidad actual es fundamental en la definición del ideal revolucionario y de su debida estrategia. El ideal mismo surge como una respuesta a la realidad. El nuevo sistema que proponemos no lo conocemos en sus hechos, sino que lo proyectamos como un deseo de superación de la situación actual. Los teólogos decían que el conocimiento de Dios se alcanza más por la vía negativa que por la positiva. Su naturaleza la definimos por la negación de los defectos que constatamos en el ser humano y en la naturaleza en general.

El ente humano es mortal. Dios inmortal; el primero es finito, el segundo infinito; el ser humano es temporal, Dios eterno, etc. De la misma manera, los planteamientos revolucionarios se definen en oposición a las situaciones establecidas. Negamos los defectos de un sistema social determinado estableciendo un ideal que los supere. Si tomamos como ejemplo el marxismo, podemos constatar que su ideal de sociedad es muy vago. Habla de una sociedad sin clases y no logra precisar casi nada con respecto a sus estructuras reales. El ideal marxista se define esencialmente en relación a una sociedad concreta contra la cual reacciona, la sociedad capitalista. El socialcristianismo ha sido más rico que el marxismo en definir los ideales de sociedad a alcanzar, pero tiene una inferioridad en lo que respecta al análisis sociológico de la sociedad que se desea adversar.

Nuestra tesis de la determinación histórica de los medios de acción y sus determinaciones estructurales nos lleva a la necesidad de concebir el proceso revolucionario como un enfrentamiento con la estructura de poder existente. Si no se atacan los defectos en sus causas, la acción llamada revolucionaria se convierte en una real farsa.

La estrategia juega un papel fundamental en el proceso revolucionario, porque el paso de un sistema social a otro no es labor de un instante, sino un proceso por etapas. Ninguna revolución se hace simplemente por la toma del poder político o militar. La revolución implica un cambio de la estructura del poder y por consiguiente de los niveles de decisión social. Este proceso implica un largo procesamiento de objetivos intermedios. Los objetivos parciales se orientan hacia la meta global deseada por etapas lógicamente coherentes en función de los cambios que implican en el ejercicio social del poder. Por ello, toda revolución emprendida puede ser quebrada, anulada o desviada de camino.

La Democracia Cristiana tradicional no se ha dado cuenta hasta dónde la sociedad capitalista contradice el ideal de sociedad que propone. Por ello, su estrategia política es cándida. Sus planteamientos eluden el conflicto social. Esto la lleva a esperar que, con medios no conflictuales, pueda hacer un cambio radical. En ello estriba su error. Tiene un ideal de sociedad muy interesante, pero carece de una acción política adecuada. El defecto se ubica en el análisis de la sociedad capitalista. Tenemos que empezar por entender las causas de los problemas sociales, para definir una adecuada estrategia. Porque el que no tiene una buena sociología no puede tener una buena estrategia.

Nuestro planteamiento doctrinario supone que todo hombre tiene una dignidad inalienable y que, por consiguiente, la sociedad tiene que organizarse de tal manera que todos los entes humanos puedan participar en ella libre y responsablemente, y deben obtener los recursos necesarios para satisfacer sus necesidades fundamentales. Este principio lleva a la Democracia Cristiana a enfrentarse con las marginaciones sociales y con toda explotación del hombre por el hombre. Pero al no definir las causas de la explotación, la acción de lucha se vuelve imprecisa. Creo que es absurdo pretender, como suponen los marxistas, que la explotación económica es el factor determinante de toda la dinámica social, aunque es realmente uno de los factores determinantes. Pero, el planteamiento ideológico nos lleva a resolver los problemas de una sociedad concreta, no problemas utópicos o eternos. Nosotros vivimos en América Latina en el siglo XX; vivimos en un sistema capitalista que enfrenta la posición política de otros países socialistas que se fundamentan en el marxismo. Aunque diferimos con el marxismo, nuestro enemigo real no es dicha posición, sino la realidad concreta que debemos enfrentar. En Rusia tendríamos que provocar otra revolución contra la dominación burocrática del Partido Comunista. Pero en América Latina, nuestra realidad efectiva es la realidad del capitalismo.

La revolución implica siempre la existencia de un grupo social que fuerce el cambio. Sin dicho grupo, no hay revolución. Sin embargo, en cada caso concreto, el grupo revolucionario se define por la situación objetiva. Son los entes humanos marginados por un sistema social los que tienen la fuente objetiva de la revolución. Pero este grupo debe convertirse en verdadera fuerza actuante. La única posibilidad de convertir el pueblo en poder revolucionario, en primer término, consiste en hacer del pueblo una unidad de acción. La unión hace la fuerza y la fuerza popular proviene de su organización, pues ésta constituye al pueblo en un elemento coherente de acción. Sin embargo, tal labor es imposible sin un cambio de mentalidades y, necesariamente, sin un enfrentamiento contra el poder constituido.

La lucha es, a la vez, política e ideológica. Los detentores del poder manejan la comunicación social en el sentido alienante de convencer al pueblo de que la estructura de poder existente es válida. Contra esta manipulación se impone una acción de concientización, es decir, la toma de conciencia por parte del pueblo de la real situación en que vive, de la explotación que padece. Además, la superación de esta situación no es una labor de pura conciencia. Exige una acción transformadora, es decir, una organización beligerante.

La lucha revolucionaria necesita una estrategia adecuada. El enfrentamiento del sistema es un enfrentamiento de fuerzas, en el cual el pueblo se orienta por sus intereses objetivos y actúa en la línea de aumentar sus posibilidades de acción, mientras reduce las del adversario. Cualquier línea de acción revolucionaria nunca será una solución automática, sino el fruto de la organización inteligente ele los medios en una relación dialéctica de enfrentamiento. Cualquier descuido es usado por el adversario.

La realidad se parece a un juego de ajedrez. El mejor jugador es el que obtendrá el éxito. Desgraciadamente, el pueblo tiene menos piezas que los detentores del poder. Esto exige una gran habilidad. En ajedrez el concepto estratégico es fundamental. Lo mismo sucede en un proceso revolucionario. El que mueve las piezas a lo loco, siempre pierde, si el adversario sabe jugar. Pero, en el proceso revolucionario nos enfrentamos con jugadores expertos. Los grupos dominantes no son aprendices; tienen muchos años de dominar el tablero. Una buena jugada no es garantía del éxito final. Como en el ajedrez, un error posterior puede anular la ventaja obtenida.

En el ajedrez, existen dos grandes tipos de estrategias, la posicional y la basada en las combinaciones. En el primer caso, el jugador trata de dominar el centro del tablero, para ubicar sus piezas en una posición de ataque efectiva. En la segunda, el jugador trata de distraer a su adversario entregando algunas piezas para recuperar luego sus posiciones en una serie de movimientos estratégicamente previstos en los cuales el balance le es favorable. En el proceso revolucionario se pueden usar ambas estrategias. Sin embargo, me parece que un juego posicional es más sólido. Las combinaciones tienen el peligro de la interferencia de elementos no previstos que vengan a alterar los resultados. En la revolución, una estrategia posicional se orienta hacia la organización progresiva de los grupos populares.

La estrategia posicional nos pide gran prudencia política. No debemos abrir demasiados frentes, al mismo tiempo, puesto que creamos demasiada oposición y frecuentemente somos incapaces de contrarrestarla por nuestra propia debilidad. ‘El que mucho abarca poco aprieta’. Además, no debemos crear desconfianza tontamente. Nada ganamos con anunciar los golpes que vamos a dar. Hay que aprender a preparar las condiciones generales para actuar en el momento decisivo de una sola vez en el instante oportuno, teniendo la situación claramente definida.

Debemos ir creando progresivamente las condiciones del poder popular en términos del fortalecimiento de organizaciones populares sólidas, concientes de su explotación y decididas a luchar en el momento preciso. En esta labor, tenemos que luchar contra una serie de obstáculos. La prudencia política consiste en esconder el juego, para actuar con el mínimo posible de adversidad. Indudablemente, la prudencia política es una manera de beligerancia. Confundir prudencia política con cobardía es desconocer las exigencias mismas de la estrategia política.

Una de las etapas fundamentales de la estrategia revolucionaria consiste en favorecer el sentimiento nacional en oposición a la intromisión de las fuerzas imperialistas en el país. En ciertas circunstancias, esto puede llevarnos a una etapa de nacionalismo. La defensa de los valores, de las riquezas y de los recursos nacionales es un arma defensiva contra la fuerza de los intereses extranjeros. En ciertas cosas, ‘más vale maña que fuerza’. A veces, es más conveniente asumir provisionalmente la defensa de las empresas nacionales, aunque sean privadas, con tal de librarnos del dominio que tienen en nuestros países las empresas transnacionales.

Muchos, en un purismo abstracto, dirían que eso es abdicar de una posición revolucionaria. Sin embargo, cada etapa tiene su lógica. ¿Hasta dónde nuestro proceso revolucionario debe comenzar por liberarnos progresivamente de la dominación externa, que es el enemigo más fuerte, y para tal efecto necesitamos usar el apoyo, la complicidad, de todas las fuerzas internas del país, sean éstas futuros adversarios, antes de pasar a una transformación del poder interno? La posición es discutible, pero no puede ser rechazada en forma apriorística, por simples principios formales. El revolucionario debe proceder con toda la fuerza de las propias convicciones. Pero debe evitar el fanatismo que cree tener la verdad y olvida el análisis objetivo de la realidad.

Uno de los problemas más serios que topamos en el proceso revolucionario es la tendencia frecuente a fortificar el Estado, como arma de lucha contra las oligarquías, porque a menudo el estatismo hace fallar finalmente la intención revolucionaria. El Estado termina sustituyendo al pueblo y éste continúa siendo marginado por los grupos burocráticos. El pueblo tiene que irse responsabilizando progresivamente de la conducción de la sociedad y las medidas estatizantes han sido un mecanismo de manipulación, mediante el cual las reformas sociales se hacen de arriba para abajo.

La conciencia providencialista de los burócratas estatales impide que el pueblo se convierta en el gestor de su propia liberación. Este, termina esperando que la solución le venga desde afuera. Cuando existe una intención dé ayudar al pueblo, el estatismo degenera fácilmente en populismo, en caudillismo. Si bien es cierto que en ciertos aspectos el Estado debe convertirse en arma de defensa del pueblo, en líneas generales, una revolución popular tiene que evitar la perversión de la función gubernamental.

La revolución consiste en que el pueblo tome el poder y lo use en su beneficio. En términos generales, en nuestra sociedad capitalista podemos hablar de varias fuentes de poder. Por una parte, tenemos el poder económico; el que juega el papel fundamental en nuestro sistema. Por otra parte, tenemos el poder militar; éste frecuentemente está al servicio del primero, pero no necesariamente. En tercer lugar, tenemos el poder político. Finalmente, tenemos el poder social y cultural. Para alcanzar el poder en la sociedad, el pueblo tiene que recurrir a las tres últimas fuentes de poder. Contra el poder económico, el pueblo no puede luchar en su mismo terreno, pues el miembro del pueblo que alcanza poder económico es absorbido inmediatamente por la estructura económica.

La utilización del poder cultural y social es una etapa fundamental, pero no es la decisiva. Su labor consiste en mantener la lucha ideológica. La batalla decisiva se da al nivel político, con el apoyo de una fuerza militar.

El poder económico debe ser quebrado desde el poder político. El acceso a dicho poder depende de las circunstancias de cada uno de los países. Sin embargo, cuando el poder político se vuelve una amenaza contra el poder económico, éste recurre al poder militar para eliminarlo. Por ello, toda revolución tiene que crear una base militar de apoyo contra las embestidas de la oligarquía. El poder político sin el poder militar es fácilmente quebrado. Uno de los problemas más serios que enfrenta toda revolución es que los grupos dominantes mantienen las estructuras jurídico-políticas mientras no sean una amenaza contra su propio poder. El poder económico siempre golpea y en cada circunstancia escoge las armas más efectivas. Cuando domina el poder político, usa las armas jurídicas y las medidas gubernamentales. Cuando pierde este poder, usa el boicot económico y las medidas represivas de corte militar.

Al enfrentar el poder económico, no estamos luchando sólo con las fuerzas nacionales. Se enfrenta el poder económico de todo el sistema capitalista y sus servidores militares. Este fenómeno le da una ventaja a los marxistas, quienes pueden contar con el apoyo de países fuertes a nivel económico y militar. Por ello, la colaboración con ellos debe ser analizada con mucha seriedad. Sin embargo, la cercanía de los Estados Unidos hace dicha colaboración un tanto difícil. Por ello, la lucha revolucionaria es siempre a largo plazo.

Aunque defendamos la vía no violenta, no creo que se pueda realizar ninguna revolución efectiva en América Latina, en su momento decisivo, sin un cierto grado de violencia. Sin embargo, es absurdo plantearse un movimiento violento antes de tener las posibilidades objetivas de una participación efectiva y disciplinada del pueblo. Los movimientos que arrancan con brotes de violencia generalmente terminan en abortos políticos. La violencia no debemos buscarla, la encontramos de camino y hay que prepararse para ella. Toda violencia revolucionaria debe ser una contraviolencia.

En política más vale la astucia que la agresividad. El uso de medios violentos antes de tiempo termina creando mayores dificultades de las que se pretenden resolver. La violencia que no es una contraviolencia, lo que hace es poner en tensión todo el sistema de defensa de la sociedad capitalista. El problema es estratégico. El uso del poder militar ha de definirse en función de las realidades históricas objetivas. El objetivo fundamental de la acción revolucionaria es que el pueblo llegue a tener participación en todo el proceso. Para ello, hay que debilitar todos los centros de poder que lo adversan. En esta tarea, más vale partir de una política de división de las fuerzas adversarias. Hay que saber usar una serie de subterfugios, porque si enfrentamos directamente a todos los adversarios lo que hacemos es forzarlos a coaligarse e impedir el fortalecimiento de la organización popular.

Las condiciones históricas son las que definen cuál es la mejor alternativa en cada lugar. En principios generales, tenemos que reconocer que no podemos enfrentar abiertamente un poder mientras no tengamos una cierta fuerza que nos permita esperar una salida posible exitosa. Debemos dividir los poderes para fortalecer la fuerza popular. Sin una organización popular, el dominio político se convierte en un sistema manipulante. Cambiaríamos de amo, pero no de situación. Los burócratas partidarios y las oligarquías mesiánicas se convertirían en los falsos redentores del pueblo. Sin el poder militar, el poder político terminaría aniquilado.

Por ello, a nivel militar, le quedan dos alternativas al grupo revolucionario. La primera consiste en preparar sus propias bases militares. Esta labor es difícil, pues el sistema establecido tiene sus medios de control y sus recursos legales para despedazar fácilmente tan solución. La segunda consiste en infiltrar su gente en los medios militares del sistema, con la esperanza de poder dividir el ejército en el momento decisivo. Esta tarea también es difícil, porque el ejército se convierte, en nuestro sistema capitalista, en una máquina de alienación ideológica y de creación de actitudes de sumisión.

La solución más adecuada es siempre un problema histórico, en el que dependemos de un buen análisis político. Sin embargo, debemos tener presentes siempre algunas condiciones previas. Doctrinalmente, debemos aclararnos que la no violencia, el amor a los entes humanos, la justicia, la dignidad humana, etc., son valores fundamentales. Sin embargo, los valores no son realidades, sino exigencias para orientar la realidad. Ideológicamente, tenemos que tomar partido, decidida y claramente, por los intereses objetivos de los marginados. Esto nos exige enfrentamos a los marginantes. Además, nos pide luchar contra los mitos y los mitos más dramáticos son nuestros propios mitos (nuestro autoengaño).

A nivel del análisis político, debemos constatar que la lucha de clases no es un invento teórico de algunos pensadores, sino una realidad actuante de la sociedad, que nos exige definir nuestra acción en función de sus elementos básicos. Solamente sobre estas bases, podemos definir una estrategia revolucionaria correcta, que supere el reformismo y el oportunismo político en que ha caído la mayoría de los demócratas cristianos.