EL DESAFÍO UNIVERSITARIO
Hablar de Ética y Sociedad
del Futuro no significa indicar necesariamente las cualidades efectivas de
nuestro quehacer universitario, sino destacar su más profundo desafío
existencial. No significa enunciar algo hecho, sino señalar algo por hacer.
Para percibir, sin
autocomplacencias ingenuas, la problemática interna de esta importante temática
se requiere analizar y evaluar, con claridad y honestidad, asuntos de fondo
sobre la naturaleza del quehacer universitario: ¿Qué tipo de universidad
estamos haciendo? ¿Cuáles son sus aportes y metas alcanzables? ¿Cuáles, sus
verdaderos problemas? ¿Cuáles, las dificultades realmente superables? ¿Qué
medidas hemos tomado para corregir errores? ¿Qué grado de responsabilidad nos
corresponde en sus aciertos y desaciertos?, etc.
La fidelidad efectiva a la
auténtica naturaleza del quehacer universitario implica siempre un compromiso
vital, intelectual, emocional y moral que se vive dramáticamente en su día a
día. Su meta esencial no es así la reiteración o repetición del
conocimiento del pasado, sino la creación permanente de una sólida visión del
futuro, ligada a la promoción del desarrollo integral de la plena humanidad.
Sin embargo, ¿hemos asumido este compromiso con adecuada seriedad en nuestro
quehacer cotidiano? ¿Nuestra vivencia concreta de la vida universitaria no está
quizás arruinando este compromiso bajo ropajes rutinarios? ¿Nuestra
productividad académica es realmente significativa o se camufla bajo una
pretendida seriedad, que esconde la falta de calidad detrás de un cúmulo de
datos? ¿Hasta dónde nuestra realidad universitaria no llega más allá de los
rituales de nuestras disciplinas específicas y de los intereses creados de
nuestra circunscripción profesional?
La ciencia y la tecnología
son ciertamente aspectos fundamentales del quehacer universitario. Pero, como
instancia privilegiada de la educación superior, la universidad tiene que
darles una orientación integral en su ejercicio. Es decir, debe ofrecer una interpretación
de su pleno significado en función de una adecuada respuesta a la problemática
humana. No obstante, ¿qué respuesta efectiva estamos ofreciendo en nuestro
hacer diario más allá de algunas bellas palabras autojustificativas y de
pequeñas soluciones circunstanciales?
Una verdadera universidad no
es una torre de marfil, donde el conocimiento, científico o filosófico,
las artes y las técnicas en abstracto valgan por sí mismos. Por el contrario,
es una instancia de recogimiento, pensamiento, reflexión y producción al
servicio de la vida realmente humana, que debe encarnar el desafío intelectual
de una búsqueda concreta de soluciones integrales a los problemas implicados.
Pero, por una actitud pasiva y una orientación abstracta, ¿no estamos
convirtiendo nuestra “Universidad” en una mentira social?
Aunque aparezca y pretendamos
presentarlo como sentido de realidad, el uso de unas técnicas precisas para la
solución de algunos problemas pragmáticos inmediatos responde con frecuencia a
una actitud abstracta en el pleno sentido de la palabra. Lo “abstracto”
es lo que pone entre paréntesis y excluye, por la construcción mental
elaborada, otros aspectos necesariamente presentes en la realidad de las cosas.
Así, por ejemplo, fundamentada en un “inmediatismo económico”, una orientación
abstracta ha generado serios desequilibrios ambientales dentro del quehacer
agrícola, industrial y urbanístico modernos, los que han engendrado la
necesaria presencia del problema ecológico. Las universidades se parecen
al mundo de los espectáculos: viven de modas. [1]
Pero, ¿podemos atribuir esos
errores simplemente a la dinámica de intereses foráneos o nos corresponde una
responsabilidad por deficiencias en los procesos formativos de los técnicos
implicados en las decisiones concretas? ¿No estamos presentado como una
necesidad pragmática nuestra falta de imaginación creadora? ¿No estamos
construyendo una universidad que repite errores del pasado, por la necesidad de
buscar privilegios financieros o políticos?
En el mismo sentido, cada ciencia
y cada disciplina intelectual tienen esquemas mentales también abstractos,
que definen sus conceptos, sus métodos y sus aplicaciones concretas. Así, por
necesidades internas de su propia construcción intelectual, ignoran o excluyen
abstractamente problemas que necesariamente conviven en la realidad. Pero,
¿hasta dónde reducimos la realidad al esquema mental de nuestras disciplinas?
¿Por qué tratamos de imponer con válidos sólo nuestros procedimientos? ¿No
estamos con frecuencia escondiendo nuestra ignorancia y limitación mental
detrás de una afirmación categórica sobre el valor de nuestros procedimientos
rituales?
La resolución integral de la
problemática ligada al quehacer humano parece escaparse del mundo cerrado de
las disciplinas particulares y se ubica cada vez más en la esencia misma de la
universidad, como instrumento cultural de una búsqueda seria y responsable de
la universalidad del conocimiento al servicio de la realización humana. Pero,
¿hasta dónde pensamos realmente como universitarios, es decir, como personas
con una mentalidad abierta a la globalidad de la problemática? ¿No seguimos con
frecuencia encajonados dentro de nuestros pequeños trucos conceptuales y
procesales? [2]
La dimensión integradora que
requiere una aportación, realista y concreta, ante la realidad humana no se
consigue con la simple yuxtaposición de enfoques particulares. Por eso, la
dimensión ética de una universidad comprometida con el desarrollo de la
sociedad del futuro tiene que mirar hacia el porvenir para resolver los
problemas creativamente, sin engendrar círculos viciosos por la circunscripción
abstracta de cada una de sus disciplinas. Pero, ¿hemos logrado al menos enfocar
adecuadamente esta problemática? ¿Hasta dónde nuestra universidad no es más que
una yuxtaposición de disciplinas descoordinadas que pretenden esconder su
ineptitud integradora detrás de ensayos frustrados de acercamientos
multidisciplinarios que no logran alcanzar una adecuada dimensión
interdisciplinaria, por efecto de las deficiencias estructurales de sus propios
procedimientos y enfoques?
La responsabilidad social y
la búsqueda del conocimiento superior sostienen la auténtica vocación
universitaria. Pero ésta no es una de esas cosas que se acumulan históricamente
en el campus universitario; ni se engaveta entre los papeles anodinos de su
hacer formal; ni tampoco sirve de adorno en las paredes, como los diplomas que
decoran ritualmente los cubículos de sus funcionarios. Por el contrario, son un
desafío permanente de todos y cada uno de los universitarios, cuya respuesta
nos compromete personalmente, aunque sus soluciones precisas sean labores
colectivas que dependen de la interacción creativa, del diálogo y del
intercambio entre toda la comunidad universitaria. Pero, ¿qué papel estamos
jugando en esta problemática? ¿Hasta dónde hemos asumidos una actitud de pasiva
irresponsabilidad, por comodidad o intereses creados? ¿No solemos creer que
esos asuntos son responsabilidad de otros?, etc.
El problema esencial de
nuestra universidad no es sólo científico o tecnológico sino, también y con
frecuencia, propiamente filosófico con características particulares en lo ético
y en lo epistemológico. De hecho, en su esencia, toda universidad tiene
regularmente una profunda dimensión filosófica e ideológica. Pero esta
tarea no es un asunto que podemos delegar en unos pretendidos especialistas, ya
que el sustento filosófico es el alma y corazón de toda investigación, docencia
y actuación universitarias plenamente consolidadas y la dimensión ideológica es
el efecto concreto del juego de intereses creados de toda convivencia
humana. ¿Acaso se puede hacer ciencia sin una profunda reflexión
epistemológica? ¿Quién puede efectuar responsablemente elaboraciones
tecnológicas sin analizar las consecuencias morales de sus usos y la incidencia
de sus aplicaciones?
Ciertamente, los esfuerzos
permanentes por alcanzar altos niveles de producción científica y tecnológica
tienen siempre su fundamento racional o su justificación pragmática. Pero,
detrás de esos argumentos emerge, implícito o explícito, el necesario
cuestionamiento filosófico: ¿El tipo de ciencia y tecnología que estamos
haciendo es el más adecuado a la resolución de nuestros problemas específicos
como personas? ¿Qué objetivos sostienen nuestro quehacer diario? ¿Los fundamentos
y justificaciones ofrecidos son los mejores? ¿Para qué queremos nuestra
investigación o producción, científicas y tecnológicas? ¿Por qué enfocamos de
manera particular nuestro propio quehacer científico o tecnológico? ¿Qué
justificaciones podemos ofrecer de nuestras acciones y omisiones?
La auténtica filosofía
no es así un cuento que se narra, ni un juego estúpido de conceptos
complicados, sino una justificación racional de los hechos y procedimientos en
función de escalas de valores asumidos personal y socialmente como
fundamentales. La filosofía más auténtica implica una reflexión actualizada,
viviente, comprometida y por consiguiente riesgosa. Por el contrario, la filosofía
ritual, encerrada dentro del claustro de sus estudiosos, se convierte con frecuencia
en la universidad en letra muerta y en repetición absurda de pensamientos
desfasados. Pero, ¿tenemos la osadía de enfrentar los problemas de fondo en
cada uno de nuestros proyectos y acciones, o recurrimos a la evasiva de
argumentar con simplismo que son asuntos importantes y necesarios, sin ofrecer
razones precisas y reflexiones estructuradas? ¿Hasta dónde hemos convertido el
quehacer filosófico de nuestra universidad no en un riesgo existencial, sino en
un adorno ritual? [3]
De hecho, sólo un auténtico
planteamiento filosófico puede garantizar la dimensión universitaria de nuestro
quehacer. Pero este planteamiento no puede consistir en la repetición de
enunciados clásicos, sino en la reflexión concreta sobre realidades precisas,
que se debieran abordar en el cotidiano trajín de la Academia. En efecto, sin
un diálogo profundo con la problemática de las ciencias, las tecnologías y las
artes vivientes, la filosofía profesional se deteriora en un solemne engaño
conceptual al dejar de ser un pensamiento que piensa sobre la realidad
concreta. De la misma manera, suele suceder que las labores tecnológicas,
científicas o artísticas, sin el permanente cuestionamiento filosófico, se
convierten en procedimientos rituales, muchas veces peligrosos para el auténtico
desarrollo humano.
Pero, ¿no es esa la realidad
de nuestra universidad? ¿Acaso no vivimos un diálogo de sordos donde cada cual
se complace en oírse, sin penetrar en el fundamento y aporte de las otras
disciplinas y enfoques? ¿No es cierto que las ciencias fácticas y sus
tecnologías operativas reniegan con arrogancia de las ciencias sémicas y sus
técnicas más interpretativas, sin haber captado el sentido profundo de sus
aportes? ¿Acaso las artes y las letras no se autocomplacen en lamentaciones de
autojustificación al considerarse restringidas, mientras acusan a las
disciplinas más cuantitativas de inhumanas? Pero, sobre todo, ¿los filósofos
profesionales son los verdaderos facilitadores del diálogo profundo en la
universidad o, por el contrario, sus debates carecen de sustento concreto y se
convierten en honorables disquisiciones carentes de sentido pragmático?
Más allá de la preocupación
filosófica tradicional sobre los fundamentos epistemológicos de la calidad
intelectual de quehacer universitario, en la historia de la universidad
costarricense de los últimos cincuenta años, podemos encontrar quizás tres
fases históricas de la reflexión filosófica, concreta y efectiva, generada en
las inquietudes de personas no necesariamente ligadas a su quehacer profesionalizado.
Más allá de los fundamentos
filosóficos del sistema establecido (como decía Mounier, del “desorden
establecido”) cuyos valores centrales son la “eficiencia” y la “eficacia”
medidos en función de su rendimiento económico y pragmático, algunos pensadores
han tratado de abrir otras vías. En una primer fase, la preocupación filosófica
ha tenido una fuente principalmente educativa que se centró en un
cuestionamiento sobre el tipo de ente humano que debían formar la
universidad. Esta inquietud se plasmó, por ejemplo en Costa Rica, en una
reconcepción de los Estudios Generales. Una segunda fase se generó en
pensadores con inquietudes sobre una adecuada convivencia humana
(particularmente en algunos científicos sociales) que reflexionaron sobre el contorno
social del quehacer universitario. De esta reflexión surgió la insistencia en
el papel contributivo de la universidad con respecto a la comunidad: con
programas como la Extensión o Acción Social universitarias. Una tercera fase,
generada sobre todo en algunas personas con intereses biológicos (la que no ha
alcanzado todavía su culminación) se ha centrado en una adecuada relación con
el medio ambiente. De esta manera, el cuestionamiento ecológico se ha
vuelto en un eje prioritario del correspondiente cuestionamiento filosófico.
Aunque respondan a realidades
permanentes de la vivencia humana y académica, cada una de estas dimensiones
del cuestionamiento filosófico concreto ha tenido su ambientación y
significación histórica. Pero, lo característico del auténtico quehacer
filosófico es destacar asuntos fundamentales implicados en la problemática de
los momentos históricos y de las circunstancias particulares del comportamiento
humano. Pero estas tareas no son la labor de unos profesionales en filosofía. Son
obra de todo pensador inquieto. Sin embargo, más allá de las recitaciones de
moda que se repiten casi sin pensar en su trasfondo humano, ¿estamos pensando y
reflexionando con sentido de realidad en nuestra universidad? ¿Podemos
realmente señalar en qué difiere la problemática actual de las circunstancias y
factores que generaron estas tres importantes orientaciones filosóficas del
pasado? ¿Será una nueva orientación lo que necesitamos o, por el contrario, el
momento histórico nos exige un esfuerzo de síntesis de las tres? ¿Estaremos
cayendo en el error frecuente de confundir las modas con los criterios de
importancia y significación? ¿Cómo concebimos el desafío de la universidad de
cara al futuro?
La temática de la ética y del
desarrollo de la sociedad del futuro nos plantea este desafío reflexivo, ya que
su enunciado es problemático si lo tomamos en serio más allá de la simple
repetición de las consideraciones tradicionales. De hecho, el desarrollo de la
sociedad del futuro se fundamenta en la plena actualización de las
potencialidades de una realidad específica. Su problemática fundamental
consiste en la necesidad consustancial de un enfoque concreto, que no ponga
entre paréntesis factores esenciales de su globalidad. Desde esta perspectiva,
la creación de la sociedad del futuro se encuentra con el papel fundamental de
la educación. Por sus orígenes lingüísticos, la educación correspondiente
refiere a la acción de desarrollar las potencialidades propias de los seres
humanos, de su convivencia y de su producción, de acuerdo a valores centrales
que precisen la autenticidad y fidelidad de sus actuaciones propias.
Así, a la universidad, como
centro de la educación superior, le corresponde pensar en dicha realización
humana en su globalidad tanto individual como social, tanto natural como
psicológica, tanto material como espiritual. Solamente, esta integración
profunda le puede dar sentido a su pretendida superioridad. Pero, ¿hemos
asumido con seriedad el desafío de pensar como universidad (es decir, como comunidad
integrada) nuestro aporte a la sociedad del futuro o esperamos que su
integración surja por milagro de la acumulación de esfuerzos particulares?
Por esta razón, la temática
de la creación de la sociedad del futuro está profundamente ligada al cuestionamiento
ético. Según la tradición filosófica, la ética consiste en la reflexión
sobre la conducta moral del ser humano, que consiste en orientar
responsablemente sus acciones en función de una idea de bien. Pero, ni el bien,
ni el desarrollo, ni el porvenir son una realidad, sino posibilidades valoradas
positivamente. Por tal razón, la moral aparece como una especie de tecnología
del desarrollo humano (cuya meta es hacer lo humano), mientras que la ética es
el cuestionamiento filosófico sobre sus razones justificativas.
Pero, ¿cómo podríamos negarle
a la universidad la obligación de reflexionar profundamente sobre las razones
profundas que justifican la enunciación de metas conductuales en función de la
perfección o plena realización humana, en lo individual y colectivo? Sin
embargo, ¿no hemos caído los profesionales universitarios en una actitud casi
infantil al confundir la ética con el enunciado de pequeñas normas rituales de
conducta? ¿Será esto el fruto de una irresponsabilidad colectiva de un ente educativo
que debiera pensar en serio o reflejará, por el contrario, el inadecuado
desarrollo de nuestras potencialidades intelectuales, afectivas y morales? En
todo caso, hablar de ética y sociedad del futuro nos sienta forzosamente en el
banquillo de los acusados. Sin embargo, ¿nos hemos puesto a pensar en la
calidad de nuestra defensa o la estamos confundiendo con un simple enunciado de
palabras?
El cuestionamiento ético se
expresa, personalmente, en el planteamiento del desarrollo integral de nuestra
personalidad y, socialmente, en la búsqueda del desarrollo integral de la vida
comunitaria. Pero ambos aspectos se interrelacionan y se implican mutuamente.
Por eso, la ética universitaria está ligada al mundo del trabajo que permite
engendra un mundo humanizado, ya que los logros en el futuro no son propiamente
algo de lo que se habla, sino algo que se construye con osadía, imaginación y
responsabilidad. Pero, ¿los universitarios pensamos realmente en la evaluación
del nuestro compromiso laboral con respecto a nuestra vida comunal o hemos
restringido nuestro compromiso simplemente a hablar y analizar lo que los otros
hacen? Para decirlo a lo tico, ¿no pretendemos ver los toros sólo desde la
barrera?
No obstante, las condiciones
precisas del mundo actual colocan a la universidad en el centro de la
orientación efectiva del mundo del trabajo, ya que su actividad central gira
alrededor de la preparación de profesionales en los ámbitos más diversos. De
hecho, el conocimiento no es para los seres humanos una distracción
circunstancial; sino una necesidad vital, que sostiene su acción y orienta el
manejo de sus medios de acción. Por esto, las necesidades de la vida práctica
han inducido a que los estudiantes no vienen a la universidad a buscar ciencia,
filosofía o arte, sino un instrumento para su vida profesional (el que muchos
confunde con un simple papel: el título correspondiente). Por esa razón, los
planteamientos tecnológicos tiene un profundo sentido en la vida universitaria.
Aunque no adquieren pleno sentido sino desde una perspectiva más filosófica y
conceptual que los ubica en el contexto global de la realización de lo humano.
Desde esta perspectiva, la
misión de la universidad no gira tanto sobre la ciencia, sino sobre el trabajo
humano. De hecho, hasta ahora, sólo en raras ocasiones nuestro quehacer
universitario hace propiamente ciencia, produce arte o filosofa, ya que la
mayoría de nuestros profesores universitarios no son propiamente científicos,
artistas o filósofos, sino técnicos en la enseñanza de lo que las ciencias, las
artes o las filosofías han hecho; como el médico no es casi nunca un científico
de las enfermedades, sino un tecnólogo de las curaciones, o el filósofo no
suele ser un pensador creativo, sino alguien que ejerce la tecnología de la
enseñanza y de la comunicación de lo que otros pensaron.
Pero, con nuestros
procedimientos tradicionales, ¿estamos haciendo realmente universidad? ¿Nos
hemos dado cuenta de que lo propio del ente humano no es tanto la razón
ordenadora de los hechos, sino la imaginación capaz de manejar los posibles que
nos permiten humanizar el futuro? Pero, ¿nos hemos centrado en desarrollar o en
frustrar la imaginación de nuestros estudiantes? ¿No estaremos justificando
nuestra ineptitud intelectual y educativa bajo pretextos de promoción de la
disciplina y el orden académicos?
El mundo externo a la
universidad insiste actualmente en la eficiencia. Desgraciadamente, este
concepto se suele sustentar en una visión muy parcial y deformada del
desarrollo humano. Pero, ¿qué respuestas podemos ofrecer a esta propuesta que
respeten lo positivo de la demanda de eficiencia y corrija creativamente sus
errores?
Para decirlo con una imagen,
la falla del quehacer universitario quizás estribe en que no hemos aprendido a
caminar imaginativamente, porque insistimos en arrastrarnos racionalmente. De
hecho, ¿con nuestro proceder aparentemente racional no habremos dejado de
desarrollar la capacidad productiva de la universidad, por miedo al riesgo de
asumir la imaginación creadora, por ineptitud o dejadez? Pero, ¿cómo podemos
desarrollar la imaginación creadora en nuestros estudiantes si nos limitamos a
procedimientos abstractos y descontextualizados de enseñanza teórica? En fin,
estos y muchos problemas similares son los que debe plantearse una adecuada
reflexión sobre Universidad, ética y sociedad del futuro.
Este texto data de Setiembre de l992.
Fue redactado por el autor como
un discurso
motivador del Seminario de
ÉTICA, UNIVERSIDAD Y SOCIEDAD DEL FUTURO
que la Comisión de Carrera Académica
de la Universidad Nacional hizo en su honor
en Agosto de 1994
[1] De esta manera, los problemas ecológicos son considerados
“importantes”, pero los problemas espirituales aparecen como “tonterías o
mitologías” de gente sin una adecuada formación académica. En otros libros me
ocupo de la estupidez de esta pretendida seriedad del ritual universitario.
[2] En otros libros desarrollo el tema de la concreto y lo abstracto,
para concluir que no hay nada más abstracto que las ciencias.
[3] En efecto, el pragmatismo de los intereses creados de la
tecnología actual considera a los cursos de filosofía como una “pérdida de
tiempo”. Esto tiene diversas razones prácticas. Por ejemplo, muchos profesores
de filosofía son responsables de esta condena ya que no son filósofos que
piensan con los pies en la tierra, sino repetidores de pensamientos
ya hechos, expuestos de maneras desfasadas.
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