lunes, 17 de septiembre de 2018

EL DESAFÍO UNIVERSITARIO / Autor: Jaime González Dobles

EL DESAFÍO UNIVERSITARIO




 JAIME GONZÁLEZ DOBLES


Hablar de Ética y Sociedad del Futuro no significa indicar necesariamente las cualidades efectivas de nuestro quehacer universitario, sino destacar su más profundo desafío existencial. No significa enunciar algo hecho, sino señalar algo por hacer.
Para percibir, sin autocomplacencias ingenuas, la problemática interna de esta importante temática se requiere analizar y evaluar, con claridad y honestidad, asuntos de fondo sobre la naturaleza del quehacer universitario: ¿Qué tipo de universidad estamos haciendo? ¿Cuáles son sus aportes y metas alcanzables? ¿Cuáles, sus verdaderos problemas? ¿Cuáles, las dificultades realmente superables? ¿Qué medidas hemos tomado para corregir errores? ¿Qué grado de responsabilidad nos corresponde en sus aciertos y desaciertos?, etc.
La fidelidad efectiva a la auténtica naturaleza del quehacer universitario implica siempre un compromiso vital, intelectual, emocional y moral que se vive dramáticamente en su día a día. Su meta esencial no es así la reiteración o repetición del conocimiento del pasado, sino la creación permanente de una sólida visión del futuro, ligada a la promoción del desarrollo integral de la plena humanidad. Sin embargo, ¿hemos asumido este compromiso con adecuada seriedad en nuestro quehacer cotidiano? ¿Nuestra vivencia concreta de la vida universitaria no está quizás arruinando este compromiso bajo ropajes rutinarios? ¿Nuestra productividad académica es realmente significativa o se camufla bajo una pretendida seriedad, que esconde la falta de calidad detrás de un cúmulo de datos? ¿Hasta dónde nuestra realidad universitaria no llega más allá de los rituales de nuestras disciplinas específicas y de los intereses creados de nuestra circunscripción profesional?
La ciencia y la tecnología son ciertamente aspectos fundamentales del quehacer universitario. Pero, como instancia privilegiada de la educación superior, la universidad tiene que darles una orientación integral en su ejercicio. Es decir, debe ofrecer una interpretación de su pleno significado en función de una adecuada respuesta a la problemática humana. No obstante, ¿qué respuesta efectiva estamos ofreciendo en nuestro hacer diario más allá de algunas bellas palabras autojustificativas y de pequeñas soluciones circunstanciales?
Una verdadera universidad no es una torre de marfil, donde el conocimiento, científico o filosófico, las artes y las técnicas en abstracto valgan por sí mismos. Por el contrario, es una instancia de recogimiento, pensamiento, reflexión y producción al servicio de la vida realmente humana, que debe encarnar el desafío intelectual de una búsqueda concreta de soluciones integrales a los problemas implicados. Pero, por una actitud pasiva y una orientación abstracta, ¿no estamos convirtiendo nuestra “Universidad” en una mentira social?
Aunque aparezca y pretendamos presentarlo como sentido de realidad, el uso de unas técnicas precisas para la solución de algunos problemas pragmáticos inmediatos responde con frecuencia a una actitud abstracta en el pleno sentido de la palabra. Lo “abstracto” es lo que pone entre paréntesis y excluye, por la construcción mental elaborada, otros aspectos necesariamente presentes en la realidad de las cosas. Así, por ejemplo, fundamentada en un “inmediatismo económico”, una orientación abstracta ha generado serios desequilibrios ambientales dentro del quehacer agrícola, industrial y urbanístico modernos, los que han engendrado la necesaria presencia del problema ecológico. Las universidades se parecen al mundo de los espectáculos: viven de modas. [1]
Pero, ¿podemos atribuir esos errores simplemente a la dinámica de intereses foráneos o nos corresponde una responsabilidad por deficiencias en los procesos formativos de los técnicos implicados en las decisiones concretas? ¿No estamos presentado como una necesidad pragmática nuestra falta de imaginación creadora? ¿No estamos construyendo una universidad que repite errores del pasado, por la necesidad de buscar privilegios financieros o políticos?
En el mismo sentido, cada ciencia y cada disciplina intelectual tienen esquemas mentales también abstractos, que definen sus conceptos, sus métodos y sus aplicaciones concretas. Así, por necesidades internas de su propia construcción intelectual, ignoran o excluyen abstractamente problemas que necesariamente conviven en la realidad. Pero, ¿hasta dónde reducimos la realidad al esquema mental de nuestras disciplinas? ¿Por qué tratamos de imponer con válidos sólo nuestros procedimientos? ¿No estamos con frecuencia escondiendo nuestra ignorancia y limitación mental detrás de una afirmación categórica sobre el valor de nuestros procedimientos rituales?
La resolución integral de la problemática ligada al quehacer humano parece escaparse del mundo cerrado de las disciplinas particulares y se ubica cada vez más en la esencia misma de la universidad, como instrumento cultural de una búsqueda seria y responsable de la universalidad del conocimiento al servicio de la realización humana. Pero, ¿hasta dónde pensamos realmente como universitarios, es decir, como personas con una mentalidad abierta a la globalidad de la problemática? ¿No seguimos con frecuencia encajonados dentro de nuestros pequeños trucos conceptuales y procesales? [2]
La dimensión integradora que requiere una aportación, realista y concreta, ante la realidad humana no se consigue con la simple yuxtaposición de enfoques particulares. Por eso, la dimensión ética de una universidad comprometida con el desarrollo de la sociedad del futuro tiene que mirar hacia el porvenir para resolver los problemas creativamente, sin engendrar círculos viciosos por la circunscripción abstracta de cada una de sus disciplinas. Pero, ¿hemos logrado al menos enfocar adecuadamente esta problemática? ¿Hasta dónde nuestra universidad no es más que una yuxtaposición de disciplinas descoordinadas que pretenden esconder su ineptitud integradora detrás de ensayos frustrados de acercamientos multidisciplinarios que no logran alcanzar una adecuada dimensión interdisciplinaria, por efecto de las deficiencias estructurales de sus propios procedimientos y enfoques?
La responsabilidad social y la búsqueda del conocimiento superior sostienen la auténtica vocación universitaria. Pero ésta no es una de esas cosas que se acumulan históricamente en el campus universitario; ni se engaveta entre los papeles anodinos de su hacer formal; ni tampoco sirve de adorno en las paredes, como los diplomas que decoran ritualmente los cubículos de sus funcionarios. Por el contrario, son un desafío permanente de todos y cada uno de los universitarios, cuya respuesta nos compromete personalmente, aunque sus soluciones precisas sean labores colectivas que dependen de la interacción creativa, del diálogo y del intercambio entre toda la comunidad universitaria. Pero, ¿qué papel estamos jugando en esta problemática? ¿Hasta dónde hemos asumidos una actitud de pasiva irresponsabilidad, por comodidad o intereses creados? ¿No solemos creer que esos asuntos son responsabilidad de otros?, etc.
El problema esencial de nuestra universidad no es sólo científico o tecnológico sino, también y con frecuencia, propiamente filosófico con características particulares en lo ético y en lo epistemológico. De hecho, en su esencia, toda universidad tiene regularmente una profunda dimensión filosófica e ideológica. Pero esta tarea no es un asunto que podemos delegar en unos pretendidos especialistas, ya que el sustento filosófico es el alma y corazón de toda investigación, docencia y actuación universitarias plenamente consolidadas y la dimensión ideológica es el efecto concreto del juego de intereses creados de toda convivencia humana. ¿Acaso se puede hacer ciencia sin una profunda reflexión epistemológica? ¿Quién puede efectuar responsablemente elaboraciones tecnológicas sin analizar las consecuencias morales de sus usos y la incidencia de sus aplicaciones?
Ciertamente, los esfuerzos permanentes por alcanzar altos niveles de producción científica y tecnológica tienen siempre su fundamento racional o su justificación pragmática. Pero, detrás de esos argumentos emerge, implícito o explícito, el necesario cuestionamiento filosófico: ¿El tipo de ciencia y tecnología que estamos haciendo es el más adecuado a la resolución de nuestros problemas específicos como personas? ¿Qué objetivos sostienen nuestro quehacer diario? ¿Los fundamentos y justificaciones ofrecidos son los mejores? ¿Para qué queremos nuestra investigación o producción, científicas y tecnológicas? ¿Por qué enfocamos de manera particular nuestro propio quehacer científico o tecnológico? ¿Qué justificaciones podemos ofrecer de nuestras acciones y omisiones?
La auténtica filosofía no es así un cuento que se narra, ni un juego estúpido de conceptos complicados, sino una justificación racional de los hechos y procedimientos en función de escalas de valores asumidos personal y socialmente como fundamentales. La filosofía más auténtica implica una reflexión actualizada, viviente, comprometida y por consiguiente riesgosa. Por el contrario, la filosofía ritual, encerrada dentro del claustro de sus estudiosos, se convierte con frecuencia en la universidad en letra muerta y en repetición absurda de pensamientos desfasados. Pero, ¿tenemos la osadía de enfrentar los problemas de fondo en cada uno de nuestros proyectos y acciones, o recurrimos a la evasiva de argumentar con simplismo que son asuntos importantes y necesarios, sin ofrecer razones precisas y reflexiones estructuradas? ¿Hasta dónde hemos convertido el quehacer filosófico de nuestra universidad no en un riesgo existencial, sino en un adorno ritual? [3]
De hecho, sólo un auténtico planteamiento filosófico puede garantizar la dimensión universitaria de nuestro quehacer. Pero este planteamiento no puede consistir en la repetición de enunciados clásicos, sino en la reflexión concreta sobre realidades precisas, que se debieran abordar en el cotidiano trajín de la Academia. En efecto, sin un diálogo profundo con la problemática de las ciencias, las tecnologías y las artes vivientes, la filosofía profesional se deteriora en un solemne engaño conceptual al dejar de ser un pensamiento que piensa sobre la realidad concreta. De la misma manera, suele suceder que las labores tecnológicas, científicas o artísticas, sin el permanente cuestionamiento filosófico, se convierten en procedimientos rituales, muchas veces peligrosos para el auténtico desarrollo humano.
Pero, ¿no es esa la realidad de nuestra universidad? ¿Acaso no vivimos un diálogo de sordos donde cada cual se complace en oírse, sin penetrar en el fundamento y aporte de las otras disciplinas y enfoques? ¿No es cierto que las ciencias fácticas y sus tecnologías operativas reniegan con arrogancia de las ciencias sémicas y sus técnicas más interpretativas, sin haber captado el sentido profundo de sus aportes? ¿Acaso las artes y las letras no se autocomplacen en lamentaciones de autojustificación al considerarse restringidas, mientras acusan a las disciplinas más cuantitativas de inhumanas? Pero, sobre todo, ¿los filósofos profesionales son los verdaderos facilitadores del diálogo profundo en la universidad o, por el contrario, sus debates carecen de sustento concreto y se convierten en honorables disquisiciones carentes de sentido pragmático?
Más allá de la preocupación filosófica tradicional sobre los fundamentos epistemológicos de la calidad intelectual de quehacer universitario, en la historia de la universidad costarricense de los últimos cincuenta años, podemos encontrar quizás tres fases históricas de la reflexión filosófica, concreta y efectiva, generada en las inquietudes de personas no necesariamente ligadas a su quehacer profesionalizado.
Más allá de los fundamentos filosóficos del sistema establecido (como decía Mounier, del “desorden establecido”) cuyos valores centrales son la “eficiencia” y la “eficacia” medidos en función de su rendimiento económico y pragmático, algunos pensadores han tratado de abrir otras vías. En una primer fase, la preocupación filosófica ha tenido una fuente principalmente educativa que se centró en un cuestionamiento sobre el tipo de ente humano que debían formar la universidad. Esta inquietud se plasmó, por ejemplo en Costa Rica, en una reconcepción de los Estudios Generales. Una segunda fase se generó en pensadores con inquietudes sobre una adecuada convivencia humana (particularmente en algunos científicos sociales) que reflexionaron sobre el contorno social del quehacer universitario. De esta reflexión surgió la insistencia en el papel contributivo de la universidad con respecto a la comunidad: con programas como la Extensión o Acción Social universitarias. Una tercera fase, generada sobre todo en algunas personas con intereses biológicos (la que no ha alcanzado todavía su culminación) se ha centrado en una adecuada relación con el medio ambiente. De esta manera, el cuestionamiento ecológico se ha vuelto en un eje prioritario del correspondiente cuestionamiento filosófico.
Aunque respondan a realidades permanentes de la vivencia humana y académica, cada una de estas dimensiones del cuestionamiento filosófico concreto ha tenido su ambientación y significación histórica. Pero, lo característico del auténtico quehacer filosófico es destacar asuntos fundamentales implicados en la problemática de los momentos históricos y de las circunstancias particulares del comportamiento humano. Pero estas tareas no son la labor de unos profesionales en filosofía. Son obra de todo pensador inquieto. Sin embargo, más allá de las recitaciones de moda que se repiten casi sin pensar en su trasfondo humano, ¿estamos pensando y reflexionando con sentido de realidad en nuestra universidad? ¿Podemos realmente señalar en qué difiere la problemática actual de las circunstancias y factores que generaron estas tres importantes orientaciones filosóficas del pasado? ¿Será una nueva orientación lo que necesitamos o, por el contrario, el momento histórico nos exige un esfuerzo de síntesis de las tres? ¿Estaremos cayendo en el error frecuente de confundir las modas con los criterios de importancia y significación? ¿Cómo concebimos el desafío de la universidad de cara al futuro?
La temática de la ética y del desarrollo de la sociedad del futuro nos plantea este desafío reflexivo, ya que su enunciado es problemático si lo tomamos en serio más allá de la simple repetición de las consideraciones tradicionales. De hecho, el desarrollo de la sociedad del futuro se fundamenta en la plena actualización de las potencialidades de una realidad específica. Su problemática fundamental consiste en la necesidad consustancial de un enfoque concreto, que no ponga entre paréntesis factores esenciales de su globalidad. Desde esta perspectiva, la creación de la sociedad del futuro se encuentra con el papel fundamental de la educación. Por sus orígenes lingüísticos, la educación correspondiente refiere a la acción de desarrollar las potencialidades propias de los seres humanos, de su convivencia y de su producción, de acuerdo a valores centrales que precisen la autenticidad y fidelidad de sus actuaciones propias.
Así, a la universidad, como centro de la educación superior, le corresponde pensar en dicha realización humana en su globalidad tanto individual como social, tanto natural como psicológica, tanto material como espiritual. Solamente, esta integración profunda le puede dar sentido a su pretendida superioridad. Pero, ¿hemos asumido con seriedad el desafío de pensar como universidad (es decir, como comunidad integrada) nuestro aporte a la sociedad del futuro o esperamos que su integración surja por milagro de la acumulación de esfuerzos particulares?
Por esta razón, la temática de la creación de la sociedad del futuro está profundamente ligada al cuestionamiento ético. Según la tradición filosófica, la ética consiste en la reflexión sobre la conducta moral del ser humano, que consiste en orientar responsablemente sus acciones en función de una idea de bien. Pero, ni el bien, ni el desarrollo, ni el porvenir son una realidad, sino posibilidades valoradas positivamente. Por tal razón, la moral aparece como una especie de tecnología del desarrollo humano (cuya meta es hacer lo humano), mientras que la ética es el cuestionamiento filosófico sobre sus razones justificativas.
Pero, ¿cómo podríamos negarle a la universidad la obligación de reflexionar profundamente sobre las razones profundas que justifican la enunciación de metas conductuales en función de la perfección o plena realización humana, en lo individual y colectivo? Sin embargo, ¿no hemos caído los profesionales universitarios en una actitud casi infantil al confundir la ética con el enunciado de pequeñas normas rituales de conducta? ¿Será esto el fruto de una irresponsabilidad colectiva de un ente educativo que debiera pensar en serio o reflejará, por el contrario, el inadecuado desarrollo de nuestras potencialidades intelectuales, afectivas y morales? En todo caso, hablar de ética y sociedad del futuro nos sienta forzosamente en el banquillo de los acusados. Sin embargo, ¿nos hemos puesto a pensar en la calidad de nuestra defensa o la estamos confundiendo con un simple enunciado de palabras?
El cuestionamiento ético se expresa, personalmente, en el planteamiento del desarrollo integral de nuestra personalidad y, socialmente, en la búsqueda del desarrollo integral de la vida comunitaria. Pero ambos aspectos se interrelacionan y se implican mutuamente. Por eso, la ética universitaria está ligada al mundo del trabajo que permite engendra un mundo humanizado, ya que los logros en el futuro no son propiamente algo de lo que se habla, sino algo que se construye con osadía, imaginación y responsabilidad. Pero, ¿los universitarios pensamos realmente en la evaluación del nuestro compromiso laboral con respecto a nuestra vida comunal o hemos restringido nuestro compromiso simplemente a hablar y analizar lo que los otros hacen? Para decirlo a lo tico, ¿no pretendemos ver los toros sólo desde la barrera?
No obstante, las condiciones precisas del mundo actual colocan a la universidad en el centro de la orientación efectiva del mundo del trabajo, ya que su actividad central gira alrededor de la preparación de profesionales en los ámbitos más diversos. De hecho, el conocimiento no es para los seres humanos una distracción circunstancial; sino una necesidad vital, que sostiene su acción y orienta el manejo de sus medios de acción. Por esto, las necesidades de la vida práctica han inducido a que los estudiantes no vienen a la universidad a buscar ciencia, filosofía o arte, sino un instrumento para su vida profesional (el que muchos confunde con un simple papel: el título correspondiente). Por esa razón, los planteamientos tecnológicos tiene un profundo sentido en la vida universitaria. Aunque no adquieren pleno sentido sino desde una perspectiva más filosófica y conceptual que los ubica en el contexto global de la realización de lo humano.
Desde esta perspectiva, la misión de la universidad no gira tanto sobre la ciencia, sino sobre el trabajo humano. De hecho, hasta ahora, sólo en raras ocasiones nuestro quehacer universitario hace propiamente ciencia, produce arte o filosofa, ya que la mayoría de nuestros profesores universitarios no son propiamente científicos, artistas o filósofos, sino técnicos en la enseñanza de lo que las ciencias, las artes o las filosofías han hecho; como el médico no es casi nunca un científico de las enfermedades, sino un tecnólogo de las curaciones, o el filósofo no suele ser un pensador creativo, sino alguien que ejerce la tecnología de la enseñanza y de la comunicación de lo que otros pensaron.
Pero, con nuestros procedimientos tradicionales, ¿estamos haciendo realmente universidad? ¿Nos hemos dado cuenta de que lo propio del ente humano no es tanto la razón ordenadora de los hechos, sino la imaginación capaz de manejar los posibles que nos permiten humanizar el futuro? Pero, ¿nos hemos centrado en desarrollar o en frustrar la imaginación de nuestros estudiantes? ¿No estaremos justificando nuestra ineptitud intelectual y educativa bajo pretextos de promoción de la disciplina y el orden académicos?
El mundo externo a la universidad insiste actualmente en la eficiencia. Desgraciadamente, este concepto se suele sustentar en una visión muy parcial y deformada del desarrollo humano. Pero, ¿qué respuestas podemos ofrecer a esta propuesta que respeten lo positivo de la demanda de eficiencia y corrija creativamente sus errores?
Para decirlo con una imagen, la falla del quehacer universitario quizás estribe en que no hemos aprendido a caminar imaginativamente, porque insistimos en arrastrarnos racionalmente. De hecho, ¿con nuestro proceder aparentemente racional no habremos dejado de desarrollar la capacidad productiva de la universidad, por miedo al riesgo de asumir la imaginación creadora, por ineptitud o dejadez? Pero, ¿cómo podemos desarrollar la imaginación creadora en nuestros estudiantes si nos limitamos a procedimientos abstractos y descontextualizados de enseñanza teórica? En fin, estos y muchos problemas similares son los que debe plantearse una adecuada reflexión sobre Universidad, ética y sociedad del futuro.


Este texto data de Setiembre de l992.
Fue redactado  por el autor como un discurso
motivador del Seminario de
ÉTICA, UNIVERSIDAD Y SOCIEDAD DEL FUTURO
que la Comisión de Carrera Académica
de la Universidad Nacional hizo en su honor
en Agosto de 1994






[1] De esta manera, los problemas ecológicos son considerados “importantes”, pero los problemas espirituales aparecen como “tonterías o mitologías” de gente sin una adecuada formación académica. En otros libros me ocupo de la estupidez de esta pretendida seriedad del ritual universitario.
[2] En otros libros desarrollo el tema de la concreto y lo abstracto, para concluir que no hay nada más abstracto que las ciencias.
[3] En efecto, el pragmatismo de los intereses creados de la tecnología actual considera a los cursos de filosofía como una “pérdida de tiempo”. Esto tiene diversas razones prácticas. Por ejemplo, muchos profesores de filosofía son responsables de esta condena ya que no son filósofos que piensan con los pies en la tierra, sino repetidores de pensamientos ya hechos, expuestos de maneras desfasadas.

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