domingo, 5 de julio de 2020

DEMOCRACIA CRISTIANA Y REVOLUCIÓN POPULAR | PARTE 4 | PUEBLO Y POLÍTICA




IV. PUEBLO Y POLÍTICA




En el presente estudio pretendemos estudiar la realidad política actual recurriendo a una serie de suposiciones. Dichas suposiciones definen nuestro marco teórico de referencia.

En primer lugar, partimos de una concepción conflictual de la realidad social. Dicho conflicto lo ligamos prácticamente a la búsqueda de la posesión de los medios capaces de permitir una decisión y un dominio social. Por esto, el concepto de poder se vuelve central en nuestro análisis. El poder, medio fundamental de la decisión política y social, se convierte en el fin real buscado por las acciones de los poderosos. El enfrentamiento de sus pretensiones engendra, de su parte, una violencia, defensora de sus privilegios.

En segundo lugar, definimos la sociedad como un ente actualmente deteriorado, enfermizo, pues parte de la población es puesta al margen. La marginación es fruto de una dinámica social y su superación implica necesariamente un cambio estructural de la sociedad.

En tercer lugar, creemos en el pueblo como la globalidad de todos los entes humanos que poseen por su misma condición humana el derecho inalienable a regir su destino social. Pero identificamos actualmente como pueblo a ese sector marginado de los centros de poder que solamente puede labrarse un destino social al enfrentarse a los detentores del poder, exigiendo sus justos derechos.

El fenómeno del poder es uno de los elementos centrales del análisis político. Aunque por razones metodológicas al estudiar un aspecto de la realidad política, es menester centrar los esfuerzos en un tópico particular, sin embargo, todo estudio comprensivo del fenómeno político debe tratar de referirse a la totalidad de la realidad para alcanzar sus justas dimensiones y su real significación. El presente capítulo trata de establecer una reflexión teórica sobre el tema del poder y el pueblo. Es la recopilación de inquietudes que esperan el diálogo abierto y que pretenden incitar a los científicos a que emprendan el estudio sistemático de las impresiones expresadas aquí.

El tema que nos proponemos estudiar es el tema de pueblo y política. La escogencia del tema ya implica, en sí misma, una posición ideológica. La manera como lo vamos a abordar también. La valoración del pueblo es un supuesto básico de nuestra posición. La interpretación del conflicto en términos de lucha por el poder refleja también toda una concepción del ente humano y de la sociedad. Dicha interpretación nos pone en enfrentamiento con aquellos que, aunque creen en los mismos valores que nosotros, de la dignidad de la persona humana y de la necesidad del bien común, tienen una mentalidad cándida ante el conflicto real de la sociedad humana. No es que nosotros aprobemos el conflicto social. Pero una posición política debe ser realista y no solamente partir de los valores en que se cree, sino también tomar en cuenta las reales condiciones del actuar político.

Toda acción política implica una filosofía política, una visión del ente humano y de la sociedad. Es la necesaria evaluación de los hechos que sirve de motor a la acción política, se proyecta un problema de valores. Estos nos sirven para medir el sentido de los hechos. Sin embargo, los entes humanos no nos contentamos con tener ciertos criterios de valoración política. Necesitamos darnos razones de nuestras opciones.

La realidad política se inserta en la vida actual y se proyecta hacia un conjunto de metas ideales a alcanzar. Por esto, todo estudio de lo político debe situarse en un terreno, intermedio entre la crudeza del hecho político y la acción promotora del ideal político.

El análisis de los hechos sin la necesaria referencia al ideal nos deja ante un cúmulo de datos sin significado real. Pero el estudio de los ideales, sin la necesaria encarnación en la realidad de los hechos, nos encierra en un verbalismo sin contenido real. Por esto, la verdadera acción política, llena de dinamismo y de promesas de humanización, se mueve en búsqueda constante, tratando de llevar los hechos hasta el ideal y trayendo los ideales hasta los hechos, en un proceso de realización continua y progresiva.

Desde la antigüedad, Aristóteles nos hacía ver que la política forma parte de la ética, o más bien, que la ética era fundamentalmente política. La conducta moral se desenvuelve siempre en una perspectiva de futuro, de un futuro que nos aparece como exigencia de realización. Este deber ser podemos analizarlo como actitud individual, como conciencia de deber, o como contenido de realización, como ideal moral. Ambos aspectos se complementan: el ideal se encarna en las acciones individuales y las acciones se nutren del ideal. En el presente análisis nos interesa ver si el poder puede formar parte de un ideal ético-político.

Cuando nos interrogamos sobre el ideal ético en política nos enfrentamos a la siguiente pregunta: ¿Qué debe darse en la realidad política? Al establecer la interrogante suponemos, por razones metodológicas, que la aspiración no se identifica con la realidad actual. De hecho, aún cuando después de un análisis detallado llegáramos a encontrar una identificación de hecho entre nuestro ideal y nuestra realidad, el sentimiento de satisfacción alcanzado se nos desvanecería inmediatamente pues naturalmente tenderíamos a cuestionar nuestro ideal preguntándonos si éste era adecuado: ¿Qué nos queda por hacer? ¿Qué debemos alcanzar todavía? El ente humano que ha perdido el sentido del ideal entierra en la tumba del conformismo su dinamismo humano.

A nivel político, el conformismo esconde la defensa sutil de privilegios adquiridos. Por esto, todo conformismo o bien muestra una mala fe ligada, consciente o inconscientemente, a la defensa de posiciones sociales moralmente insostenibles, o bien, pone de relieve una atrofia evidente de la capacidad creativa del ente humano.

El poder en sí mismo no puede ser un ideal ético-político cabal. Sus características propias le hacen pertenecer a la categoría de los medios. Sin embargo, el poder se presta a un análisis ético-político.

Las posiciones valorativas dependen de los fines que nos propongamos. La utilización de los medios depende, por una parte, de las condiciones objetivas de la situación concreta y, por otra parte, de su referencia al ideal. Por esto, el poder debe ser relacionado tanto con los hechos como con los valores. El poder como medio tiene una referencia a los valores no solamente en función de los resultados obtenidos por su utilización, sino también en cuanto a las modalidades mismas de su ejecución.

Las diferentes manifestaciones del poder forman una estructura de poder concreta que posibilita cierto tipo de acciones e imposibilita otras. Las características propias de una estructura de poder dentro de una sociedad no adquiere sentido pleno sino a los ojos de una persona capaz de evaluarla ante las exigencias de un ideal de sociedad. La objetividad pura en el análisis del poder, aunque fuere posible, nos haría perder el sentido profundo que solamente nos puede dar la apreciación valorativa.

Nosotros hemos partido de una opción valorativa previa: el reconocimiento de la suprema dignidad de todos los entes humanos. El análisis de la sociedad actual nos permitirá percibir una marginación, alienante e injusta, de gran parte de los entes humanos por culpa de la manera como se utiliza el poder social. Esto nos lleva a una condenatoria y a una exigencia de superación.

La acción política se da siempre en una situación concreta que nos impone sus necesidades. Por esto, la afirmación corriente que nos dice que la política es el arte de crear posibilidades, es sumamente valiosa. La gravitación del ideal, como orientador de la acción política, nos enfrenta continuamente ante la pregunta creadora de sentido histórico: ¿Hacia dónde vamos? ¿Cómo vamos a responder a los desafíos del presente?

El ideal no es un hecho sino una aspiración que hemos privilegiado con nuestra opción. Su llamado es un llamado a la realización, una exigencia de dar el paso, muchas veces arduo, que separa la posibilidad presumida de la realidad obtenida. La meta nos plantea el problema de la fidelidad, al mismo tiempo que el problema de la efectividad. El problema central de la acción política es el problema del cómo alcanzar lo propuesto. ¿Qué me ofrece la realidad como medios? ¿Qué me crea la realidad como obstáculos o trampas? ¿Qué etapas debo recorrer para llegar a la meta deseada?

Si el poder no es una meta en sí, la generalización del poder, su democratización, si lo es. En el presente estudio partimos de la valoración ética de la democracia plenaria. Sin embargo como el término de democracia es utilizado para esconder frecuentemente la exclusión real de gran parte del pueblo de los beneficios y los mecanismos de la sociedad, preferimos hablar de pueblo y política para expresar la exigencia de una participación cabal de todos los ciudadanos en la vida política y social.

Pero la democratización del poder es finalmente una conquista contra los privilegios de aquellos que detentan actualmente el poder político, social y económico. Alcanzar la democratización del poder es un efecto de la utilización de ciertos poderes sociales en función de este objetivo. Si uno de los principales problemas de la política es el problema de los medios, la utilización del poder se convierte en uno de nuestros desafíos.
Al aceptar la democracia como un ideal ético-político, la distribución y las modalidades del poder se convierten para nosotros en un problema de cuya adecuada resolución depende finalmente la realización objetiva de nuestras aspiraciones democráticas.

1. El concepto de poder


Determinar en qué consiste el poder y definir cuáles son sus manifestaciones fundamentales, evaluar el grado de poder de un individuo o de un grupo, sopesar sus consecuencias, es una aventura sumamente riesgosa. La utilización de los métodos científicos puede darnos un mayor grado de objetividad en el análisis del fenómeno del poder, pero esta objetividad es siempre relativa y parcial.

La selección misma del concepto de poder es parcialmente arbitraria. La determinación de los aspectos de la realidad a los que es aplicable, también es, en parte, arbitraria. Por esto, los alcances teóricos del concepto de poder se desenvuelven dentro de determinaciones, conceptuales y fácticas, que están lejos de alcanzar una validez completa.

Sin embargo, hay algo en la realidad que tratamos de captar bajo el concepto de poder y que las necesidades de la vida política nos exigen domeñar en la acción práctica. Este desafío de la conducta cotidiana es el destino de todo conocimiento humano. Aunque nuestros análisis sean incompletos y nuestras definiciones imperfectas, debemos recurrir a conceptos que nos permitan proyectar un rayo de luz en el caos de impresiones incongruentes que afectan nuestra sensibilidad en el quehacer cotidiano.

En el presente estudio vamos a privilegiar al concepto de poder. Dicho concepto es el fruto de una abstracción, mediante la cual unimos, dentro de una concepción integrativa, un conjunto de fenómenos dispares.

Desde las fuerzas naturales y sus múltiples manifestaciones hasta las relaciones sociales que surgen en la política y en la economía, pasando por el dominio de nuestras facultades internas, el cúmulo de fenómenos que solemos denominar y clasificar con el término de poder es enorme. Sin embargo, en grandes líneas, podemos decir que el término de poder lo encontramos frecuentemente usado en dos sentidos diferentes. Llamaremos al uno, sentido amplio, y al otro, sentido restringido.

En su sentido amplio, el término poder designa toda capacidad de acción efectiva. Desde este punto de vista, se habla del poder de un huracán o de un elefante. En un sentido restringido, se entiende por poder una de las dimensiones de la interrelación humana: la capacidad de imponer socialmente nuestra voluntad. En el presente estudio tomaremos el poder en su acepción restringida. Consideraremos como poder la capacidad social de decisión y de presión que se ejerce en las relaciones entre los entes humanos y que determina que un agente pueda alcanzar o efectivamente logre unos objetivos escogidos por él, aún con la oposición de otros miembros de la sociedad que no comparten dichos objetivos.

El poder, en toda su pureza, es más bien un concepto-límite. En la práctica concreta del poder podemos captar que éste es siempre una acción circunstancial. Como veremos al hablar de la dinámica del poder, éste tiende a ser absoluto. Pero esta aspiración natural nunca es una realidad. El poder absoluto exigiría una capacidad total de realización, que no sea obstaculizada de ninguna manera. Pero, esto es imposible en la vida social, pues ningún ente humano o grupo posee una capacidad de decisión social absoluta, como tampoco ningún ente humano carece de cierta capacidad de decisión y, por consiguiente, de enfrentamiento, aunque sea mínima.

Como todo fenómeno relacional, el poder se ejerce siempre bajo el modo del más y del menos. Lo que se da efectivamente en la realidad es siempre un conjunto de poderes que se contrarrestan o se apoyan mutuamente. Cuando un individuo o un grupo posee una mayor cuota de poder que otro, puede, hasta cierto punto, imponer sus decisiones. Todo depende de la disparidad entre los poderes y de las habilidades y capacidades exigidas para imponer tal tipo de decisiones. Por ello, toda situación de poder se define en términos circunstanciales y es relativa a la capacidad diferenciada de los diversos elementos en juego.

Los científicos sociales analizan las diversas manifestaciones del poder. Para ellos, el poder es un hecho que debe ser explicado en su correlación con los otros hechos de la realidad. Para algunos, por ejemplo, la estructura de poder está determinada por los modos de producción de una sociedad. La verdad o falsedad de tales afirmaciones es una cuestión de comprobación empírica. Frecuentemente lo que sucede es que las diversas afirmaciones de los científicos sociales son válidas desde la perspectiva en que se han puesto. La selección del marco teórico es siempre más o menos arbitraria y se justifica por su capacidad real de explicar con suficiente coherencia un conjunto de fenómenos.

La ciencia es indispensable para tener una idea aceptable de los fenómenos sociales, entre ellos el fenómeno del poder. Pero hay una dimensión de comprensión de la realidad que escapa a los supuestos de la ciencia. Tal es el campo de la filosofía. La comprensión filosófica del fenómeno del poder exige un necesario planteamiento antropológico.

El fenómeno del poder es un acontecimiento humano. Ciertamente habíamos visto que el poder, en su sentido amplio, cubre la capacidad de acción de cualquier ente. Pero en su sentido estrecho, lo restringimos a las manifestaciones sociales del poder de decisión y de acción. Sin embargo, para precisar la visión antropológica del poder es necesario remontarse a una visión ontológica. Todo ser humano es también un ser y sus caracteres específicos se cimientan sobre la generalidad del ente sin especificaciones.

Una cierta mentalidad estática ha dominado el pensamiento filosófico y esto ha llevado a concebir el ser bajo la forma del estar; la permanencia se ha convertido en uno de los elementos definitorios del ente. La filosofía moderna ha tomado en cuenta la necesidad de interpretar al ser a través del tiempo. La temporalidad se convierte así en una de las dimensiones fundamentales de todo ser. Pero desde el momento en que miramos el ser, con el lente de la temporalidad, el ser como devenir se impone sobre el ser como inmutable.

La definición del ser como existencia inmutable es efecto de una proyección antropológica sobre la realidad. Consiste en tomar como realidades existentes las necesidades del discurrir lógico. Esta tentación de acomodar la realidad a nuestro pensamiento y no nuestro pensamiento a las exigencias de la realidad, es la causa fundamental de los errores más importantes de los entes humanos más brillantes.

Si miramos la realidad sin prejuicios, constatamos que el ser es un constante hacer. Lo único constante es la capacidad y la realidad del hacer. Pero como no existe acción sin contenido. El ser es finalmente la variación continua de los contenidos. Por ello el ser es, en su naturaleza misma, la continuidad siempre dramática de lo inestable.

Toda la comprensión actual de la realidad confirma nuestra hipótesis. Las interpretaciones de la física que identifican la materia con la energía demuestran que, aún al nivel más bajo de la existencia, el ser es capacidad de acción.

La vida es incomprensible sin la inserción del elemento dinámico en su constitución misma. La vida es un continuo fluir, un equilibrio inestable de un hacer que nunca logra encontrar la estabilidad. El metabolismo vital, a nivel biológico, y la dinámica de la vida psíquica confirman como, en los niveles más altos de la existencia, ésta no es posible sin la acción. La muerte no es más que el dominio de la estabilidad sobre la inestabilidad en el fluir constante de la vida.

El ser es capacidad de hacerse. El ser es un continuo hacerse y, por consiguiente, un permanente dejar de ser. Esta dimensión ontológica del ser aparece necesariamente en todos los entes. Pero, indiscutiblemente, no todos los seres poseen una misma capacidad de ser. Los entes difieren realmente por su capacidad de acción. Diciéndolo en términos tradicionales, la esencia de un ser es su naturaleza.

El gran salto ontológico, entre los seres, se ubica en la línea divisoria que separa a los entes que se hacen gracias a un código de acción, su naturaleza, prefijado de antemano y los seres que tienen que inventarse su propio código de acción, los entes humanos.
La filosofía actual insiste en que el ente humano no es un ser hecho, sino un ser que se hace. Algunos afirman a este respecto que el ente humano es el único ser que no tiene una naturaleza propiamente dicha. El ente humano inventa al ente humano, dicen otros. Las expresiones que se suelen usar para indicar esta autocreatividad del ente humano son frecuentemente exageradas. Pero, en el fondo, expresan un sentimiento muy válido, el sentimiento que tiene el ente humano de que su vida depende de él.

La acción es una condición indispensable en todo ser. Pero solamente el ente humano es capaz de ejecutar la acción en forma consciente. El ser humano no solamente sabe que actúa, sino que, dentro de ciertos límites, puede escoger su acción. Por ello se suele afirmar que el ente humano es el único ser que se hace a sí mismo, entendiendo la palabra hacerse en un sentido plenario.

Si definimos al ser como actuante, es necesario escoger otra palabra para referirse a la acción específicamente humana. En el mundo actual, el término praxis es de uso corriente y refleja claramente las características propias de la acción humana. La praxis indica la dimensión social del ente humano y su necesaria referencia a la naturaleza. Adoptando dicho término, podemos decir que el problema del poder es una de las facetas importantes de la filosofía de la praxis.

La acción depende del tiempo. Si no existiera la acción, el tiempo no tendría sentido, pues la medida del tiempo es siempre la evolución, el cambio, la variación. Cada instante supone un desarrollo temporal en el cual se inscribe. Cada circunstancia supone una cantidad limitada de posibilidades. Por ello, toda praxis se ubica temporalmente y es condicionada por sus circunstancias.

La permanencia es un caso límite de la acción. Implica una variación de tiempo sin mutación real del objeto evaluado. Pero la permanencia sería imperceptible, sin la presencia de un marco de referencia en el cual evaluar las modificaciones que permitan medir el correr del tiempo. Por ello, el ser como estar solamente adquiere su sentido desde el punto de vista del ser como devenir.

El poder como capacidad de acción se inscribe dentro de la dinámica de la acción. Como toda actividad, humana o natural, es circunstancial; el poder, como realidad, lo es también.

Toda acción es siempre una interacción. La praxis humana es siempre dialogal. El ser humano nunca actúa en el vacío. Por el contrario, el ente humano actúa siempre desde algo y sobre algo. La acción humana se desenvuelve en una interacción en la cual la contraparte nunca es neutra. No hay acción sin reacción. Actuar es siempre enfrentarse a algo diferente de uno mismo. Pero el elemento con el cual no me puedo identificar es, sin embargo, indispensable para ser uno mismo lo que es. Al concebir el ser como capacidad de acción, presuponemos la necesidad de concebir el ser como lucha, creatividad y enfrentamiento.

Pero toda acción necesita incorporarse y para ello depende de infinitas mediaciones. Cada acto es la concreción de una incorporación. Por ello, podemos decir que, en cierta medida, el medio es la base de la acción.

La interpretación del ser como devenir supone una posición dialéctica en la base de la realidad. El término dialéctica hace referencia a una oposición entre términos irreconciliables y, sin embargo, mutuamente necesarios.

La realidad es esencialmente bipolar. Las oposiciones pueden ser de dos tipos. Por una parte, tenemos las oposiciones fundadas en el ser mismo de las cosas como condiciones permanentes del constante fluir de los acontecimientos. Dichas oposiciones determinan una dialéctica fundamental que podríamos llamar la dialéctica ontológica. Por otra parte, tenemos las oposiciones que nacen, crecen y se resuelven con el tiempo. Dichas oposiciones dan origen a una dialéctica histórica.

Las oposiciones ontológicas son supratemporales. No se basan en el evolucionar del tiempo, sino que, por el contrario, determinan los términos dentro de los cuales se desenvuelve la evolución histórica. En su realidad efectiva, dichas oposiciones no son estáticas. Permanecen siempre como puntos constantes dentro de los cuales se realiza la acción en su constante variación. Esta se vuelve siempre dramática, porque es atraída por los dos polos contrapuestos y no puede ceder a ninguno de los dos, en forma exclusiva, porque se elimina a sí misma. Por ello la acción real fluctúa entre los polos en un constante metabolismo histórico. Las oposiciones ontológicas engendran las condiciones de la acción.

2. El concepto de pueblo


El tema del pueblo es uno de los ejes centrales del debate político actual. Esto ha engendrado grandes mitos. En la palabra pueblo se encierran las aspiraciones políticas de muchos entes humanos. La importancia del concepto de pueblo es pues ambigua. Frecuentemente, dicho concepto es utilizado en sentidos falseados, detrás de los cuales se esconden intenciones políticas adversas a los intereses de la colectividad humana que se designa con ese término.

En la filosofía política de la antigüedad encontramos consideraciones interesantes sobre las cualidades morales o intelectuales de los gobernantes, sobre las ventajas de los diversos tipos de organización social, sobre las metas morales del quehacer político. Pero, cuando se trata de sostener la primacía del gobierno popular, los antiguos no nos ofrecen un apoyo sólido. Interpretamos frecuentemente a Grecia como la fuente de la democracia actual. Pero sus pensadores, Platón y Aristóteles, por ejemplo, reflejan, en sus concepciones políticas, la mentalidad aristocratizante propia de los griegos. Para estos, el pueblo es más el populacho, vulgar e ignorante, que el soberano todopoderoso, señor de la política que inspira a la mentalidad actual.

Los griegos carecían de la ambientación social y de los recursos intelectuales que les permitieran reconocer la dignidad inalienable de cada ente humano, igual, en su condición de persona, a cualquier otro ente humano, más allá de las diferencias de sexo, raza o nacionalidad. Sólo los estoicos entreveían en la antigüedad grecolatina, la primigenia igualdad de todos los entes humanos. Pero su influencia política era insuficiente.

El cristianismo es la fuerza revolucionaria que transformó el mundo grecolatino con su mensaje. Ciertamente el cristianismo no apareció como un movimiento político. Su mensaje es religioso. Pero, al cabo del tiempo su moral, y su concepción del ente humano y de las cosas, penetraron en las costumbres y comenzaron a moldear las instituciones políticas.

El ideal democrático en su sentido actual tiene sus fuentes en la mentalidad cristiana, a la cual debemos el profundo sentido de la dignidad de la persona humana que inspira nuestro concepto de la democracia, la exigencia ética de la lucha desinteresada por el bien común y por la instauración de una justicia tal, que sea la garantía real del reconocimiento efectivo de la primigenia igualdad entre los entes humanos. Debemos al cristianismo el descrédito de la mentalidad esclavista de la antigüedad. Cristo reconoció la igualdad de todos los entes humanos ante Dios. San Pablo se enfrentó al orgullo racial y religioso de los hebreos y sostuvo elocuentemente la superación de las divisiones raciales y sociales. Los primeros cristianos sostenían la igualdad de todos los entes humanos entre sí, puesto que lo son ante la divinidad.

No ha de extrañarnos, pues, que la cuna de la democracia actual lo sea un aquilatado país cristiano. La revolución francesa surgió en el centro de la civilización cristiana y refleja en su espíritu todos los siglos de cristianismo que corrían por sus venas. El lema que nos ha dejado la reivindicación popular de los franceses es esencialmente cristiano. Libertad, igualdad, fraternidad. El sentido de la dignidad personal recorre todos los caminos del cristianismo. A veces tomó un aspecto un poco crispado, como aconteció con el Renacimiento y el individualismo siguiente. El liberalismo es un hijo bastardo de la mentalidad cristiana: detrás de sus defectos se esconde sus rasgos de nobleza. La igualdad entre los entes humanos, como vimos, tiene las mismas raíces cristianas. Pero, si el lema de la revolución francesa le debe algo al cristianismo, es en el concepto de fraternidad donde debemos empezar por ubicar la magnitud de la influencia. La hermandad entre los entes humanos es un tema esencial del cristianismo que llama a Dios, padre, y a los entes humanos, hermanos en Cristo.

La revolución francesa instaura el reinado del concepto de pueblo, tanto en los debates políticos como en la conciencia del ente humano común y corriente. La nobleza ha perdido progresivamente su prestigio casi mítico, para dar paso a un nuevo símbolo que se ha introducido en forma avasalladora: el pueblo. Todos se reclaman del pueblo. Todos dicen servirlo. Las democracias de corte liberal se justifican a sí mismas, presentándose como la encarnación del gobierno popular. Los grupos revolucionarios sostienen sus reivindicaciones en nombre de los intereses y derechos del pueblo. Hasta ha surgido una modalidad política que utiliza directamente la referencia al pueblo; el populismo.

La introducción de los procesos electorales para la designación de los gobernantes ha forzado a los aspirantes a mendigar sus votos, halagando a sus electores con hermosas frases sobre el pueblo. Frecuentemente toda esta oratoria de plaza pública, de declaraciones a la prensa y de discursos circunstanciales, no es más que un simple juego de palabras detrás del cual se esconde la hipocresía más cruda. Se promete defender al pueblo y en su nombre se sirve a los intereses foráneos.

El término pueblo tiene una multiplicidad de sentidos. En un sentido sociológico podemos decir que el pueblo es el conjunto de individuos que constituyen una sociedad política. Entre los grupos revolucionarios se toma el concepto de pueblo en un sentido social más restringido y designa al conjunto de individuos que no pertenecen a los grupos privilegiados de una sociedad política. En este sentido, toda sociedad política se divide en dos grupos contrapuestos. Por una parte están todos aquellos que tienen a su alcance y a su servicio los elementos institucionales, sociales y económicos de una colectividad. Dado su reducido número, generalmente se les denomina oligarquías. Por otra parte, está el resto de los ciudadanos que son la mayoría. Por esto, en un sentido ideológico podemos llamar con el nombre de pueblo a la colectividad humana que no tiene acceso directo a los centros y medios de decisión efectiva en una sociedad.

En un sentido político es el conglomerado humano de una sociedad en cuanto es agente u objeto del quehacer político. Bajo este respecto, ha de entenderse el concepto de democracia, tal como lo presentan la mayoría de sus intérpretes. En un sentido teleológico o moral, el pueblo es un valor a alcanzar, un conjunto de metas a realizar en función de lo que se supone que son los derechos y necesidades de los seres humanos. Finalmente en un sentido mágico, el pueblo es un pretexto que inventa la publicidad como un símbolo santificador de cualquier causa política. A este nivel, el pueblo es un fantasma que recorre todo el universo político, sin más consistencia que las apariencias que se le brindan en cada circunstancia.

En este capítulo sobre pueblo y política, haremos mención de los diferentes aspectos del concepto de pueblo. Sin embargo, es necesario clarificar desde el principio nuestras perspectivas ideológicas. Filosóficamente, partimos de la aceptación del ideal democrático de inspiración cristiana. La democracia real es una meta a alcanzar. Lo que se denomina corrientemente como democracia, es, en unos casos, una falsificación y, en otros casos, una realización muy imperfecta. Generalmente se ha sublimado el proceso electoral y se ha confundido la democracia con el proceso, más o menos democrático, de elección de los gobernantes. Pero la democracia no es un mero procedimiento, sino un sistema global de organización de la sociedad. Mientras la presencia real del pueblo no se dé en todos los ámbitos de la sociedad, hablar de la democracia actual es participar, en cierto sentido, en un proceso de mistificación y ser cómplices de un gran engaño social; engaño que, en unos, es fruto de una hipocresía mal intencionada, y, en la mayoría, un autoengaño cuidadosamente sostenido por los pontífices de esta gran mentira.

Se ha hablado de que parte del pueblo está ausente en la sociedad. Se suele usar a este propósito el concepto de marginalidad. Partiremos de dicho concepto, pero lo tomaremos en un sentido más amplio y lo entenderemos en una forma más dinámica.

En primer lugar, definiremos al pueblo, como al conjunto de seres humanos que, dentro de una sociedad, no participan efectivamente de los centros de poder en los que se toman las decisiones que afectan la estructura de una comunidad. Si la democracia significa etimológicamente el gobierno del pueblo, mientras existan seres humanos marginados, tendremos que considerarla más como un objetivo a alcanzar que como una realidad existente.

En segundo lugar, aunque reconozcamos el hecho de la marginalidad como situación, creemos que el concepto fundamental ha de ser el de marginación, como realidad dinámica. La marginalidad es un fenómeno de fuerza; los marginados son puestos al margen de la realidad social y son mantenidos, a la fuerza, en dicha situación. Si no tomamos en cuenta este aspecto coercitivo de la marginalidad, resulta imposible entender las razones estructurales de la represión, la violencia institucionalizada, la dominación, etc.

En tercer lugar, el problema central es el problema del poder. Este es multifacético. Consideramos insuficiente el concepto marxista, que ubica la problemática actual al nivel de la posesión de uno de los medios que engendran poder, la propiedad. La marginación es fruto del juego de poderes de la sociedad y no solamente de uno de ellos.

En cuarto lugar, creemos que la resolución del problema de la marginación es posible únicamente en un cambio radical de la estructura de poder de la sociedad. Por esto; ideológicamente, consideramos como pueblo al conjunto de seres humanos que padecen una marginación social y que, sin embargo, tienen un derecho inalienable a formar parte activa y creativa de la sociedad.

Solamente, cuando el pueblo se niega a sí mismo como pueblo marginado, mediante un proceso revolucionario, podremos hablar del pueblo como pueblo gobernante, es decir, podremos decir que hemos alcanzado la democracia.

El concepto de pueblo es claramente ideológico. Tiene su base en la realidad, pero es sobre todo un instrumento de análisis de la realidad. No negamos que haya otras concepciones de lo que podemos entender por pueblo. Sin embargo, nos parece que solamente entendiendo el pueblo como fruto de la marginación, podremos captar todas las consecuencias revolucionarias que encierra el tema del pueblo y política. Indudablemente partimos además de una opción valorativa. Suponemos, basados en los principios fundamentales de la visión cristiana del mundo, que cada ser humano tiene un valor fundamental, su dignidad personal, y, por tanto, nunca puede ser tomado como un objeto, sino siempre como sujeto. Pero no entendemos la dignidad personal como una separación de lo social.

El individualismo es un personalismo castrado. La persona humana se realiza como tal, en su relación con los otros. Cuando afirmamos la dignidad de la persona, reconocemos este valor en todos y cada uno de los entes humanos. Por eso creemos que son necesarias una serie de condiciones y logros sociales para alcanzar un ambiente en el cual cada ser humano pueda vivir una vida digna de ser vivida. Se suele llamar bien común a esta meta social.

La exigencia cristiana de la fraternidad imposibilita toda concepción individualista del ente humano y fundamenta un sentido de la comunidad basada en la solidaridad y la cooperación mutua, en el respeto y el apoyo mutuo. Este ideal de una sociedad personalista y comunitaria se ve obstaculizada por la marginación que provocan nuestras actuales estructuras sociopolíticas. El pueblo como meta sólo tendrá un sentido, cuando el pueblo como agente elimine por su acción la marginación social. Tal es el tema del presente trabajo.

Partimos de la concepción de la política como praxis. Su meta es conducir a los pueblos. Dicha praxis implica necesariamente la referencia, directa o indirecta, a una interpretación de la sociedad, pero, en el trasfondo de la interpretación de la sociedad o ideología, la acción política se estructura siguiendo grandes líneas de acción o estrategias. Sin embargo, la acción política no es posible sin la capacidad de acción política que llamamos poder.

La política es conflicto de intereses, aspiraciones y personalidades. Las fuentes de poder son múltiples y su fuerza relativa depende de los recursos y medios de que dispongan y de la habilidad con que los manejen. Las fuentes de poder tienden a coaligarse para mejor defender sus intereses. Sus aparentes enfrentamientos son frecuentemente superficiales, pues en el fondo sus intereses convergen. Los reales intereses populares suelen quedar ausentes de las metas que se proponen los poderosos.

Sin embargo, para mejor alcanzar sus objetivos, los detentores del poder necesitan justificarse. Todo poder necesita presentarse como autoridad, de aquí surgen una gran cantidad de mitos. El poder desnudo choca a las conciencias. El poder que no se justifica por sus realizaciones, se justifica a través de símbolos y mitos. Los mitos políticos sostienen estructuras sociales que reflejan determinadas configuraciones de intereses. El mito del pueblo se apoya en las declaraciones constantes de los beneficios populares que se derivan de las medidas políticas tomadas. Aparece así la necesidad de una política popular.

Muchas formas autocráticas de poder recurren a la pantalla de procesos electorales amañados para justificarse. Pero muy frecuentemente, encontramos el recurso a medidas espectaculares de apoyo y promoción de algunos intereses populares. Se engendra así el populismo que, aunque satisface ciertos intereses populares, atenta, por medio de procedimientos a menudo violentos, contra todo brote auténtico de defensa de los intereses más profundos del pueblo.

La realización de una genuina política popular no es posible sin la participación efectiva del pueblo. Pero los poderes tienen interés en sostener la marginación popular, pues sólo así aseguran sus privilegios. A menudo encontramos políticas de promoción popular alentadas por los mismos grupos marginantes a fin de esconder más sutilmente la realidad social de la marginación.

La participación se desenvuelve en un triple nivel: la ejecución, la decisión y la participación en los beneficios. Los grupos dominantes necesitan asegurarse la fidelidad de los centros de decisión. Por esto no tienen grandes reparos en abrir prudencialmente las puertas de la participación en los niveles ejecutivos que no sean decisivos. Tampoco se oponen obstinadamente a los aumentos reducidos en la participación en los beneficios, mientras estos aumentos no afecten los mecanismos mismos de la distribución manejados por ellos. La única manera, pues, de asegurar la participación real del pueblo es la eliminación de la marginación: pero ésta no es posible sin un enfrentamiento en la toma de conciencia por parte del pueblo de las causas y de las razones de la marginación.

Actualmente se habla de concientización cuando se hace alusión a la toma de conciencia de la real situación social, de la estructura de poder y de los mecanismos de dominación. Se impone un proceso de desmitificación. El proceso de desmitificación es finalmente un problema de educación. Nuestro sistema educativo actual forma una conciencia popular sumisa, acrítica y timorada. Pero la toma de conciencia exige la acción y se acrecienta por la acción.

La actuación popular es posible si se constituye un auténtico poder popular. El pueblo no puede reivindicar una política popular sin crear necesariamente un enfrentamiento de poderes, pues no es posible conseguir una verdadera promoción popular sin un cambio radical de la estructura social de las decisiones. El poder social popular se convierte, pues, en una fuerza revolucionaria que se enfrenta a la acción combinada de los centros de poder del status quo.

Las grandes líneas estratégicas de esta revolución popular se centran en la concientización y en la organización popular. El poder popular debe atacar las causas de la marginación social y se enfrenta necesariamente a los sistemas de intimidación y de soborno de dirigentes, que utilizan las oligarquías marginantes.

El desarrollismo hace trampa en la búsqueda del bienestar popular, pues presenta como políticas de revolución popular aquellos progresos tecnológicos que mejoran finalmente el sistema establecido. Pero esconde los defectos estructurales del actual sistema de marginación popular. Por esto, para nosotros, el tema de pueblo y política no puede repetir sin más las reflexiones de un pensamiento liberal, que ha hecho un gran mito de la democracia.

Nuestra posición es ideológicamente revolucionaria pues concibe el poder popular como la fuente de una gran revolución que logre crear un nuevo sistema social en el cual se elimine la marginación social. Para alcanzar un nuevo tipo de sociedad, es necesario crear un poder capaz de transformar la situación existente. Esta se define históricamente como el resultado estructural de un juego de poderes, determinado por factores objetivos que se expresan bajo la forma de intereses sociales contrapuestos. Por ello, una política popular implica una lucha de clases.

Los socialcristianos han reaccionado contra la lucha de clases, porque la interpretan según la visión marxista y su estrategia de acción. Creen que dicha lucha se caracteriza por la agresión, el odio y la violencia, desconociendo frecuentemente las verdaderas causas de dichas manifestaciones. Desgraciadamente, al eludir enfrentar el problema de la situación conflictual, los socialcristianos no logran abordar adecuadamente su acción política. Los principios en que se inspiran exigen una serie de cambios radicales, pero su estrategia política no se define claramente en términos de objetivos coherentes con el concepto de revolución que usan. Por ello, éste se vuelve inoperante y frecuentemente mitológico. En nuestro análisis, debemos superar esa deformación.

En primer lugar, hay que redefinir ciertos conceptos, fundamentalmente el de lucha de clases. Para ello, es necesario abordar el concepto mismo de clase social. Dicho concepto es muy discutible, porque frecuentemente no es fácil en la práctica establecer las distinciones con la claridad con que se usan en la teoría. Sin embargo, el tema de la clase social es un recurso importante para entender la sociedad, porque una larga tradición lo ha convertido en uno de los conceptos fundamentales de las ciencias sociales.

En términos generales entendemos por clase social un grupo de entes humanos que, dentro de una sociedad determinada, tienen intereses antagónicos definidos por su ubicación en la estructura del poder de dicha sociedad. Como las fuentes del poder están determinadas por la posesión o uso de los medios socialmente significativos, en cada momento histórico, es necesario definir cuáles son dichos medios. En nuestro sistema capitalista es indudable que los grupos económicos dominan el juego de poderes. Por ello, la definición actual de las clases sociales tiene un basamento económico evidente.

La lucha de clases no debe ser definida por la evaluación de las acciones políticas o económicas concretas, sino por los determinantes sociales objetivos. La lucha de clases es una situación de antagonismo social definido por la estructura social misma. La conciencia de esta lucha y su manifestación política es algo circunstancial. La resolución de la lucha de clases es evidentemente el resultado final de un enfrentamiento abierto de intereses. Pero, no son las modalidades del enfrentamiento, sino su radicalidad lo que define dicha lucha.

Hemos llamado pueblo a los grupos sociales que tienen un enfrentamiento objetivo de intereses con los grupos dominantes. La conciliación entre las clases sociales es imposible, porque una no puede alcanzar sus intereses sin que la otra tenga que ceder sus privilegios. Por ello, toda política de conciliación es insuficiente para alcanzar la verdadera transformación de la sociedad. Esta es válida como línea estratégica en un período determinado, mientras se crea un aumento significativo de la conciencia popular de cambio y se organizan las bases populares como elemento de lucha efectiva.

En segundo lugar, es necesario aclarar los términos generales de la lucha de clases. Por un lado, ésta implica un desarrollo de la conciencia social de la situación real de la sociedad. En este sentido, la lucha de clases empezará siempre por una lucha ideológica contra los mitos, mediante los cuales el sistema establecido justifica los privilegios de sus dominadores. Por otro lado, la lucha de clases se manifiesta efectivamente en la organización social del pueblo que emprende la batalla en favor de sus intereses objetivos.

martes, 30 de junio de 2020

DEMOCRACIA CRISTIANA Y REVOLUCIÓN POPULAR | PARTE 3 | EL SOCIALCRIST1ANISMO TRADICIONAL Y LA LUCHA DE CLASES



III. EL SOCIALCRIST1ANISMO TRADICIONAL Y LA LUCHA DE CLASES





En este capítulo vamos a estudiar la posición tradicional del socialcristianismo con respecto a la lucha de clases. Como la Democracia Cristiana es una de las manifestaciones del socialcristianismo, la incluiremos en términos generales dentro del análisis.

En el presente capitulo, trataremos de distinguir los diversos niveles o dimensiones de la política enunciados en el primer capítulo. Sin embargo, es necesario recordar que toda distinción de este estilo es una especie de corte anatómico que no capta todos los matices de la realidad. Más aún, estas distinciones pueden parecer a algunos como subterfugios de filósofo. Sin embargo, la división establecida anteriormente tiene una importancia básica para explicar la posibilidad de una redefinición ideológica sin pérdida de identidad propia.

Indudablemente, en la realidad las distinciones no son tan netas como lo presentan los análisis conceptuales, porque los aspectos analizados se recubren y se entremezclan parcialmente. Tomemos un ejemplo de esas distinciones que finalmente implican un recubrimiento parcial en la vida práctica. Veamos la diferencia entre el científico y el técnico. Por definición, el científico es aquel que se preocupa por conoce la realidad, sin una intención directa de transformarla, mientras que el técnico es aquel que se ocupa de transformar la realidad. Ahora bien, no hay técnica sin conocimiento y la técnica actual depende de las ciencias actuales, como tampoco hay ciencia sin la presencia de elementos técnicos. Sin embargo, esta distinción es de gran utilidad para comprender el comportamiento humano. El médico, por ejemplo, es fundamentalmente un técnico, pues su preocupación fundamental no es conocer la enfermedad, sino curar al enfermo.

Algo similar sucede con la diferencia entre doctrina e ideología; ambas se implican mutuamente. Por ello sería absurdo ponerse a hacer un trabajo de filigrana y separar, frase por frase, en cada dicho o escrito lo que es doctrinario de lo que es ideológico. Sin embargo, la distinción es útil, pues la ideología como toma de posición ante las alternativas históricas y la doctrina como interpretación global de la sociedad humana implican aspectos diferentes de la política.

Entre la doctrina y la ideología hay un lazo de unión básico. Como toda realidad humana, la doctrina es histórica en el sentido de que surge en un momento histórico determinado como respuesta a problemas específicos; pero su enfoque no es temporal, en el sentido de que no interpreta forzosamente una época determinada, sino que se puede extender en su interpretación más allá de las determinaciones históricas de la época que la vio nacer. La adaptación histórica de una doctrina la llamamos ideología. El presente análisis es pues más ideológico que doctrinario, pues lo que vamos a estudiar es la manera como el socialcristianismo entiende el mundo contemporáneo.

La visión del ente humano y de la sociedad que puede darnos el cristianismo se presenta para múltiples interpretaciones históricas. El cristianismo, como doctrina, nos da una concepción del ente humano, unos valores a alcanzar. Pero estos han de ser encarnados en un momento histórico. Esto supone una interpretación de la realidad, un análisis de la misma.

La ideología, como toma de posición global ante las posibilidades históricas, implica una captación de la realidad. Según las diversas captaciones, así se definen las diversas posiciones ideológicas. Es evidente que en estas captaciones juegan un papel importante entre otros factores las relaciones de producción. No creo que podamos hablar de una ideología socialcristiana única, sino de diversas posiciones ideológicas.

Sin embargo, como la interpretación tradicional, cuyas características vamos a analizar, ha sido la más influyente, muchos de los socialcristianos prefieren no llamarse tales porque le temen a la confusión que podría presentarse. Algunos se llaman cristianos socialistas o cristianos marxistas. Otros dicen que siguen la Teología de la Liberación.

La aceptación de la lucha de clases como uno de los factores que definen la realidad actual es uno de los factores fundamentales en la distinción que podemos establecer entre lo que podemos llamar el socialcristianismo tradicional y el socialcristianismo moderno y, en algunos casos, revolucionario.

1. El rechazo de la lucha de clases como un hecho


El pensamiento socialcristiano tradicional no acepta la lucha de ciases como un hecho incontestable de la realidad actual. Esto no significa que niegue la existencia de conflictos sociales. Lo que no reconoce es la dimensión social global del conflicto y por ello tiende a interpretar los conflictos particulares como casos patológicos determinados por el egoísmo o la mala voluntad de los individuos.

Los factores que explican esta miopía del socialcristianismo son muchos. Vamos a enunciar algunos de los que nos parecen más característicos. En primer lugar, tenemos a la base del socialcristianismo una visión estática de la sociedad. En segundo lugar, tenemos una visión moralista que tiende a eliminar el problema minimizándolo. Finalmente tenemos un oportunismo tradicional de los grupos religiosos que tienden a congraciarse con los poderosos para alcanzar favores.

1.1. Visión Estática de la Sociedad


El origen de la visión tergiversada de la lucha de clases entre los socialcristianos tiene lugar en una visión tradicional del cristianismo que desemboca en una interpretación estática, jerarquizada y fija de la realidad social.

Cristo decía que su reino no era de este mundo y afirmaba que había que dar al César lo que era del César. San Pablo pedía á los cristianos que aceptaran con resignación su situación de esclavos. La predicación cristiana era enfocada más hacia las responsabilidades individuales que hacia los necesarios cambios de la sociedad para hacer posible una vida cristiana. Esto llevó a la historia de los mártires, bellos ejemplos del heroísmo individual. Pero favoreció que se fortaleciera la tesis de los dos reinos, tan grata a San Agustín. Esta manera de interpretar el cristianismo desemboca en una resignación social que será criticada severamente, no sólo por Marx al hablar de la alienación religiosa, sino siglos antes por Maquiavelo.

Este escribía lo siguiente: “La religión pagana sólo deificaba a entes humanos llenos de gloria mundana, como los generales de los ejércitos y los jefes de las repúblicas, y la nuestra ha santificado más a los entes humanos humildes y contemplativo; que los de enérgica vitalidad. Además, coloca el supremo bien en la humildad, en la abnegación, en el desprendimiento, en el desprecio da las cosas humanas, mientras la pagana lo ponía en la grandeza del ánimo, en la robustez del cuerpo y en cuanto podía contribuir a hacer los entes humanos fortísimos. La fortaleza del alma que nuestra religión exige es para sufrir pacientemente los infortunios, no para acometer grandes acciones". [1]

Esta mística de la resignación, unida a una filosofía esencialista como la tomista, lleva a la Iglesia a una visión muy poco crítica de la realidad social. El cristianismo crea así una predisposición para ver la lucha de clases como un factor que se puede resolver apelando a la buena voluntad.

Para mirar la lucha de clases como un hecho social es necesario aceptar una sociología conflictual, es decir, hay que entender la sociedad como constituida por clases sociales en conflicto. Pero esto molesta a la visión tradicional del cristianismo. Si analizamos el rechazo que se suele encontrar en los grupos cristianos a la lucha de clases, podemos encontrar una interpretación ideológica basada en el supuesto de la armonía natural entre las clases. Se considera que las clases no tienen intereses divergentes y opuestos radicalmente, sino simplemente intereses contrapuestos que se pueden armonizar con un poco de habilidad. Se considera que no se llega a dicha armonía por el egoísmo humano y entonces el problema se convierte en un problema moral de la gente que no entiende la necesidad de su contribución a la armonía social y no en un problema real de lucha de clases.

En el socialcristianismo tradicional hay realmente la esperanza de resolver la situación del conflicto entre las clases por un acomodo y de ahí surge el espíritu reformista. Se cree que para llegar a una solución satisfactoria no es necesario llegar al enfrentamiento decidido. Además se suele concebir la división en clases no como un desorden, sino que se ubica éste únicamente en el desequilibrio entre las clases. Hay frecuentemente un fatalismo apoyado en aquellas palabras de Cristo que dice que los pobres siempre los tendremos entre nosotros. Las reformas se orientan en el sentido de que las clases altas no estén tan altas y las clases bajas no estén tan bajas. Más aún, para no ofender a los poderosos se suele decir que no hay que quitar nada a los ricos sino dar a los pobres.

Esta interpretación de la sociedad ha encontrado un punto de apoyo sociológico en el funcionalismo. La sociología funcionalista utiliza un esquema de sociedad estático. Cada elemento social juega una función dentro de la sociedad. Para algunos la lucha de clases no es más que un elemento disfuncional del sistema, una especie de enfermedad social. De esta manera se minimiza el conflicto y se usa la lucha de clases como un elemento ideológico de defensa del sistema acusando a los otros de instigar. No se ve la lucha de clases como el efecto del desorden del sistema, sino, por el contrario, se la interpreta como la causa de los desórdenes sociales. Por ello, la lucha de clases se convierte en un monstruo creado por los comunistas, que crean el odio entre las personas. Pero esto lleva a la solución absurda de pretender eliminar a quienes no hacen más que utilizar lo que ya existe. Se pretende encontrar medidas de buen entendimiento entre patronos y obreros, entre ricos y pobres. Es decir se cae en un reformismo inútil.

Al no haber un planteamiento ideológico en favor de las clases oprimidas, el socialcristianismo se ha convertido frecuentemente en el refugio de cierta gente de la clase alta que se acerca a él con una mentalidad de paternalismo social. Es decir, se recurre a un bien conocido truco: buscar la propia justificación sintiéndose bueno al hacer la caridad con pequeños sacrificios. Esta tentación no escapa a algunos miembros de la Democracia Cristiana.

A la mayoría de los cristianos se les plantea tarde o temprano un grave dilema que consiste en constatar una contradicción entre lo que lo que plantea la doctrina cuidadosamente ideologizada y lo que les plantea la realidad social. La doctrina tal como ha sido interpretada históricamente parece eludir y condenar la lucha de clases y la realidad social parece pedir la lucha de clases como una exigencia de la solidaridad cristiana con los oprimidos. Este dilema lleva finalmente a una de las dos soluciones posibles: o bien se asume decididamente el problema de la lucha de clases y se trata de repensar el cristianismo o bien se acepta la visión tradicional y se busca algún subterfugio para acallar la propia conciencia. En cualquiera de los dos casos se crea un conflicto de fidelidades, pues para muchos es imposible eludir el compromiso social y al mismo tiempo es difícil romper con una tradición religiosa inveterada. Mientras no se resuelva ese dilema de una teología que parece ignorar y condenar la lucha de clases y una realidad que parece exigir dicha lucha, no se podrá resolver adecuadamente el dilema.

El subterfugio que encontramos frecuentemente entre los cristianos consiste en deformar la realidad al ignorar las condiciones objetivas de la misma. A pesar de ser una evidencia de la realidad social, se niega la lucha de clases. Se supone que se puede ayudar a los oprimidos, sin ponerse en contra de los opresores. Se olvida aquello que dice el evangelio en el sentido de que es más fácil que un camello pase por el hueco de una aguja que un rico entre en el reino de los cielos, en lo que esto refleja un problema objetivo de intereses de clases que impiden la armonía que se predica.

1.2. Un moralismo pusilánime


A nivel doctrinario, el socialcristianismo se preocupa por la persona humana como ser libre, responsable y digno. Se define un tipo de relación entre las personas basado en el principio cristiano del amor. En esta concepción no cabe la lucha de clases. Los demócratas cristianos han creado sobre esta base el ideal de una sociedad comunitaria que será, se supone, una sociedad en la que las personas podrán encontrar las condiciones sociales para su plena realización. Toda la doctrina cristiana pide la superación de la lucha de clases. Hay que eliminarla porque no concuerda con el ideal de persona y de sociedad que propicia el ideal cristiano.

Para explicar la lucha de clases, el cristianismo ha solido recurrir al concepto de pecado. El ente humano fue hecho por Dios libre y responsable, pero como ser libre puede hacer el bien o el mal y frecuentemente hace el mal. Al actuar mal el ente humano crea la injusticia que provoca la lucha de clases. Pero esta interpretación desemboca en una visión individualista del conflicto social al cual se le buscan soluciones al nivel de la moral individual.

Más aún, como la doctrina pide un ideal de sociedad en que no existe la lucha de clases, los socialcristianos se hacen la creencia de que ésta no existe, porque no debería existir. Por ello, se minimiza el estudio de los conflictos sociales y se recurre a prédicas morales para sanear los conflictos que aparecen, a pesar de todos los esfuerzos hechos por disimularlos. Indudablemente, se comete el mismo error que hacen aquellos que creen en la sociedad de los santos y que suponen que no existen los pecadores, porque todos deberíamos ser santos. Al descuidar la distinción entre el ideal y la realidad, el socialcristianismo termina desconociendo las clases sociales como elemento importante de la realidad social.

El socialcristianismo recurre a una solución tergiversada al tomar una posición moralista que se limita a predicar el deber, ignorando que la cuestión no es un asunto de actitud moral, sino un problema estructural de intereses de clase. Tanto en la Doctrina Social de la Iglesia, como en las declaraciones de los Partidos Demócrata Cristianos y en las afirmaciones de sus dirigentes, encontramos el recurso a frases que constituyen un llamado al deber de los ricos de ayudar a los pobres.

En lo que el socialcristianismo se equivoca es en no tomar en cuenta las realidades sociales. Es absurdo socialmente esperar una solución basada en el heroísmo de una clase que renuncie a sus privilegios. Sociológicamente la norma del comportamiento de una clase se determina por los intereses objetivos de esa clase. Para romper con la pendiente natural de la clase de origen, sobre todo en la clase alta, es necesario un dominio moral de sí mismo, una maestría y una actitud que sólo un heroísmo poco corriente alcanza. Es un absurdo esperar del común de la gente una conducta heroica.

Cándidamente los socialcristianos piden a los países ricos que ayuden a los pobres. El planteamiento de R. Niebuhr, teólogo y profesor de moral de origen luterano es sumamente elocuente. Este escribía hacia los años treinta lo siguiente: “Aquellos maestros de moral que no ven la diferencia que existe entre el problema de la caridad dentro de los límites de un sistema social aceptado y el problema de la justicia entre grupos económicos, poseedores de poderes desiguales dentro de la sociedad industrial moderna, simplemente no han percibido las diferencias que son más evidentes entre la moral de los grupos y la de los individuos”. [2]

La visión moralista que prevalece en los medios religiosos no solamente interfiere con la concepción general de lo que es la lucha de clases, sino que determina la adopción o el rechazo de los medios de lucha política y económica. Pero Niebuhr señalaba: “Los hombres no dejarán de ser deshonestos simplemente porque se pongan en evidencia sus deshonestidades, o porque hayan descubierto que se engañan a sí mismos. Dondequiera que los hombres cuenten con un poder desigual dentro de la sociedad, lucharán por conservarlo. Echarán mano de cualquier medio que sea más conveniente para ese fin, y buscarán de justificarlo con los argumentos más plausibles que se les ocurra”. [3]


1.3. El oportunismo santificado


Para Niebuhr, “el idealista religioso, al enfrentarse con estos empecinados obstáculos a la realización de sus ideales, se siente tentado de dejar que el mundo de las relaciones políticas y económicas tome el curso que le impone su impulso natural, o de presumir que sus principios están influyendo en la vida política más profundamente que lo que en realidad influyen. Siente la tentación, en otras palabras, de rendirse al derrotismo o al sentimentalismo”. [4]

El derrotismo implica la definición de un ideal moral en términos tan desubicados históricamente que las relaciones políticas y económicas quedan fuera ele dicho ideal. Las instituciones vigentes son aceptadas aunque se advierta el conflicto existente entre éstas y los ideales religiosos. Se interpreta la ley del amor en términos más religiosos que sociales. “Hasta el día de hoy, Iglesias y comunidades religiosas se enorgullecen de su habilidad para trascender las desigualdades sociales y económicas dentro del ámbito de su organización: pero no quieren decir con eso que habrán de volverse violentamente contra las injusticias sociales en una sociedad mayor que saben que está en conflicto con su ideal religioso y moral”. [5]

El catolicismo y el protestantismo ortodoxo caen fácilmente en la actitud derrotista. Pero esta actitud derrotista termina finalmente en una conducta oportunista. “La esclavitud, la injusticia, la desigualdad en la riqueza, la guerra; todo esto fue aceptado como algo así ordenado por la “ley natural” que Dios había ideado para regir el estado pecaminoso del hombre”. [6]

Durante la Edad Media, la Iglesia se hacía cómplice de los reyes ambiciosos de oro y poder, y bautizaba las cruzadas. Durante la conquista de América Latina, los clérigos bendecían la explotación de los indios y la rapiña de los conquistadores. Buscaban prestigio y poder, acumulando oro y plata en los templos. La actitud de la jerarquía eclesiástica en América Latina ha sido en términos generales acomodaticia. Uno de los pensadores católicos belgas más conocidos, Jacques Leclercq, nos decía alrededor de 1960 con toda sencillez, una vez que le pedimos su opinión sobre el catolicismo y el marxismo en América Latina: “Miren, veamos las cosas con claridad; la Iglesia es lo más contradictorio que ustedes se pueden imaginar. Si revisamos la Doctrina Social de la Iglesia, encontramos más y más severas condenatorias contra el marxismo que contra el capitalismo, pues ambos son igualmente ateos y el segundo es más anticristiano en sus valores humanos. Pero como los capitalistas le regalan templos y los comunistas se los cierran, la Iglesia anda de la mano con el sistema capitalista. El día que los marxistas le regalen también templos, se vuelve comunista”. Este juicio se me quedó muy grabado, porque no esperaba esa opinión de un sacerdote viejo que en el fondo acusábamos de estar muy influenciado por el pensamiento liberal, aunque tratara de reaccionar contra el mismo. Pero Leclercq era un hombre profundamente humano que trataba de ver las cosas con un sentido de lo que era ser verdaderamente cristiano, más allá de las deformaciones históricas del cristianismo.

Por su actitud complaciente, la Iglesia se ha convertido en la gran cortesana del sistema capitalista. Sabe hacer críticas inofensivas y callar cuando le reprochan que se le ha ido la mano; recibe favores constantemente y paga con su complicidad. Cuando sus fieles dicen cosas sin miedo, la jerarquía los acusa de traición. Sin embargo, esto no quita que existan cristianos valientes y honestos. Pero son los pocos.

Tomemos a título de ejemplo el caso costarricense. La Iglesia Católica en Costa Rica tiene exoneración de impuestos en muchas cosas. Más aún, hay templos y actividades religiosas que se financian con partidas específicas de la Asamblea Legislativa. ¿Qué libertad de criticar al gobierno le queda a una Iglesia así amarrada? Además, en los pueblos los gamonales son los “benefactores" de la Iglesia; frecuentemente sus nombres aparecen en lápidas de mármol en las paredes de los templos. Es más fácil que el rico prostituya a la Iglesia, de que ésta lo cristianice a él. Las prédicas de los domingos no hablan de los pecados de injusticia social, sino de los pecados sin trascendencia social y política, los pecados de la carne. Cada vez que un sacerdote logra organizar a la comunidad en términos efectivos que puedan llevar a una verdadera transformación de las actitudes jerarquizadas existentes, el arzobispo quita al sacerdote y lo manda a otro lugar, donde sea inofensivo. Cuando la comunidad le reclamó al arzobispo tal medida, éste responde diciendo que unos cuantos comunistas andan movilizando con malas armas las masas contra la autoridad monárquica instituida por Dios. La Iglesia se convierte así en el sostén ideológico del sistema.

Es difícil que una doctrina social nacida en este ambiente religioso pervertido tenga una actitud y una visión neta. La actitud revolucionaria en los medios cristianos, ha ido naciendo, poco a poco, ganando sus posiciones, paso a paso, sobre el trasfondo de una tradición conservadora. Que la Iglesia llegara a plantearse problemas sociales fue una batalla que llevó largo tiempo. El que hayan surgido en América Latina grupos religiosos que se comprometan con el pueblo en sus reivindicaciones sociales ha sido también una larga batalla. Por esto la revolución socialcristiana tiene que empezar por luchar contra un socialcristianismo tradicional que no pasa de ser una débil y timorata búsqueda de reformas del sistema capitalista.

2. El rechazo de la lucha de clases como método de acción


La visión tradicional del socialcristianismo está, pues, profundamente influenciada por una iglesia que no ha querido afrontar la toma de posición ante los regímenes políticos, sino en función de una búsqueda de pequeños intereses de la jerarquía y de su misión de predicación y funcionamiento litúrgico. Los intereses creados de la Iglesia, se han unido a los intereses de una burguesía que se autojustifica a sí misma mediante el recurso a los valores religiosos, para mantener el sistema cuidando con “caridad cristiana” que los explotados no sean explotados tan abiertamente.

Esta “caridad cristiana” lleva a un moralismo pusilánime y a una miopía efectiva. Además de la miopía intelectual que conduce a los cristianos a ignorar los hechos reales de la lucha de clases, existe una miopía efectiva que despierta en los cristianos un sentimiento de horror ante las condiciones reales de la lucha de clases. Esta es percibida como algo monstruoso.

En los ambientes cristianos ha habido frecuentemente un sentimiento de rechazo y de desagrado ante cualquier planteamiento o acción que evidencia los conflictos sociales. Generalmente, suele causar más horror en una comunidad cristiana el que alguien hable de la necesidad de luchar contra los intereses de los ricos o del imperialismo que las faltas de un sacerdote que no cumple con sus votos de castidad o de pobreza. El monje con enredos de faldas es mirado con conmiseración y perdonado en el fondo, porque la carne es débil; pero el que osa hablar de lucha de clases es considerado como un hereje y frecuentemente echado del templo, acusado de ser un marxista ateo. Nunca se percibe que la lucha de clases puede surgir en él como una exigencia de fidelidad a su cristianismo. Los cristianos olvidan fácilmente que Cristo sólo echó del templo a los mercaderes y que para ello usó la violencia. Pero cuando algún cristiano usa el mismo látigo para golpear a los mercaderes actuales que pervierten la comunidad cristiana, ponen una cara de indignación, hipócrita o ingenua.

Esta miopía afectiva, hace que nos escandalicemos de que se hable de los problemas cuya realidad ya no nos escandaliza. Ante los problemas sociales solemos ponernos en una actitud pesimista y aceptar con resignación los pecados sociales atribuyéndole a la Providencia su fatal presencia. Por ello, la lucha de clases es percibida como un desorden y no como la consecuencia del sistema social imperante. Tomar posición en favor de los explotados es visto como una complicidad con el desorden social. El sentimiento religioso es manipulado así cuidadosamente por una Iglesia que se beneficia de su concubinato escandaloso con una burguesía explotadora.

Una razón corriente en los medios cristianos para rechazar la lucha de clases es la suposición de que ésta propicia y engendra el odio. Se afirma que el cristianismo predica el amor y la lucha de clases el odio; como ambos son incompatibles, se divide el mundo en términos de un maniqueísmo elemental: Los que luchan son los malos, los que no hacen nada (nada, fuera de ser cómplices de la explotación de muchos entes humanos por unos pocos) son los buenos. El cristianismo tradicional no logra captar que tal vez la verdad sea la inversa situación: el odio es la consecuencia de la situación establecida y el amor nos pide cambiarla para eliminar el odio. Emmanuel Mounier solía usar, para referirse al mundo burgués, la expresión de el desorden establecido, con el fin de poner de relieve que este falso orden no es más que un desorden fruto del egoísmo y del odio.

Por otro lado, hay en esta interpretación del rechazo de la lucha de clases, una identificación entre ésta y la violencia. Se afirma de nuevo que el cristianismo no es violento y que por consiguiente, no puede aceptar la lucha de clases. No se percibe que la lucha de clases no engendra la violencia sino que la padece como una imposición del sistema. La violencia revolucionaria es una contraviolencia, cuya intensidad está determinada por la violencia institucionalizada del sistema. Si se acepta esta visión de la contraviolencia, se puede encontrar en la moral cristiana toda una serie de justificaciones para la lucha de clases, pues el cristianismo defiende la autodefensa, la que en el fondo no es más que una contraviolencia.

Cada vez que se habla de lucha de clases, los cristianos suelen pensar en el marxismo. De esta manera se procede a una tergiversación conceptual, pues se interpreta en términos de ateísmo, contrapuesto al espiritualismo cristiano, lo que no es más que un análisis sociológico. Pero la ciencia no tiene realmente apellidos absolutos, ni mucho menos adscripciones forzosas por apellidos. La ciencia usa procedimientos particulares y obtiene resultados. La elección de los procedimientos científicos responde ciertamente a posiciones ideológicas, pero los resultados no se validan por estas opciones sino por la corrección formal de los procedimientos. La utilización de la ciencia sí es un problema ideológico.

La ciencia social iniciada por Marx usa el procedimiento dialéctico conflictual. Un cristiano puede usar también dicho procedimiento, sin aceptar necesariamente la visión del mundo del ente humano marxista. Ciertamente, al usar la ciencia de origen marxista, es porque por razones ideológicas, considera que la sociedad debe ser entendida como una realidad conflictual.

El error de algunos cristianos es que no saben distinguir la filosofía de la ciencia marxista y al rechazar la primera, rechazan también la segunda. Otros, por el contrario, al aceptar la ciencia marxista, terminan por aceptar indiscriminadamente toda la praxis marxista. Pero, realmente, si el cristianismo cristianizó el Imperio Romano con todo lo que tenía de pagano, bien puede cristianizar al marxismo, con todo lo que tiene de ateo, porqué en el fondo del marxismo hay una gran cantidad de valores humanos.

3. El reformismo socialcristiano


El socialcristianismo ha tomado usualmente una actitud y una conducta reformista. Entiendo por reformismo aquella conducta que no altera el sistema socialmente imperante, aunque puede modificarlo en muchos de sus aspectos. Los movimientos revolucionarios pueden buscar reformas en la sociedad, pero su dinámica es muy diferente. Según Melotti, podemos distinguir reformas reformistas y reformas revolucionarias. “Es reformista la reforma que subordina sus objetivos a los criterios de racionalidad y a las posibilidades de un determinado sistema social, descartando sistemáticamente todas aquellas reivindicaciones que, aun teniendo sus raíces en el contexto social, son incompatibles con la conservación del sistema. Es revolucionaria aquella reforma que concurre, en cambio, a socavar el sistema atacando su lógica y sus fundamentos”. [7]

Pero el socialcristianismo tradicional no suele atacar realmente la lógica, ni los fundamentos del sistema capitalista. La Democracia Cristiana, como parte del social-cristianismo, ha tenido de hecho una actitud de tipo reformista. La mayoría de sus planteamientos político minimizan el conflicto de clases o analizan las clases sociales en conflicto como causa de los desórdenes sociales. Sus análisis no llegan a buscar cuáles son las causas de ese conflicto. A nivel ideológico hay una visión finalmente estática de la realidad social en sus estructuras y un supuesto básico que es la tesis de la armonía posible entre las clases. No pretende que haya que eliminar las clases, sino la disparidad entre ellas. De ahí su reformismo. A nivel de la acción política sus actuaciones pertenecen al típico procedimiento reformista. Para resolver el problema entre obreros y patronos, recurre simplemente a levantar los salarios. Pero no se plantea realmente una acción que tienda a eliminar la división social en patronos y obreros. Tanto la Democracia Cristiana, como las restantes manifestaciones del socialcristianismo tradicional, no han sabido analizar correctamente la sociedad para ver cuáles son las posibilidades históricas de cambiarla.

Los socialcristianos latinoamericanos hablamos de hacer una revolución comunitaria. Pero, ¿la queremos realmente de hecho? Responder a esta pregunta es el gran desafío que tenemos. ¿No estamos acaso creando una mitología para autoconfundirnos? Pero con nuestras declaraciones verbales ¿a quién confundimos, a quién engañamos? ¿A nosotros mismos o a los otros? Pues mientras no ubiquemos socialmente, es decir, históricamente nuestra lucha por alcanzar realmente ese ideal, nuestra concepción de la revolución es mitológica.

En la realidad política, existe una interdependencia mutua entre las posiciones ideológicas y, las actuaciones y los análisis políticos. Las posiciones ideológicas favorecen un cierto tipo de actitudes y enfoques de lo social. Las actuaciones políticas parten e influyen mutuamente a las posiciones e interpretaciones históricas.

Lo que une a los movimientos y partidos de inspiración socialcristiana no es una identidad ideológica, sino una identidad doctrinaria. Sin embargo, la mayoría de los grupos y personajes que se autodenominan socialcristianos, toman una posición ideológica reformista. Aunque existen grupos y movimientos socialcristianos de inspiración revolucionaria, la dominante es conservadora. Por esto podemos hablar de una dominante que caracteriza al socialcristianismo tradicional (contrapuesto al socialcristianismo revolucionario incipiente).

Tomemos por ejemplo, los partidos demócratas cristianos. En un análisis de su conducta política, podemos ver que existen partidos que establecen regularmente coaliciones con los partidos de derecha, mientras unos pocos buscan la colaboración con los grupos y partidos marxistas. Algo similar sucede a nivel de la elaboración ideológica, la Doctrina Social de la Iglesia Católica y la mayoría de los pensadores socialcristianos toman una posición más o menos reformista, mientras unos pocos se plantean realmente las exigencias cristianas de una revolución. Esta ambigüedad determina una de las crisis más profundas del socialcristianismo. Al no tener la presión de una posición ideológica que los fuerce a asumir decididamente el conflicto social, los análisis sociales del socialcristianismo eluden las exigencias de una sociología conflictual. Igualmente, a nivel de la acción política, los socialcristianos evitan el enfrentamiento entre las clases, para centrar esfuerzos en medidas reformistas que tiendan a camuflar los problemas estructurales.

En los ambientes socialcristianos hay una floreciente construcción intelectual. Las consideraciones teóricas expuestas son presentadas como posiciones ideológicas. Pero frecuentemente no sobrepasan el nivel de lo doctrinario, atemporal y desubicado. La ideología no es una reflexión filosófica, sino una toma de posición ante las alternativas históricas. Por ello, es necesario descubrir, detrás de las declaraciones del socialcristianismo, cuál es su verdadera posición histórica para evidenciar su real ideología. Las posiciones tomadas en los hechos reales de la política, muestran que la mayoría de los que se autodefinen como socialcristianos no pasa de tomar una posición neoliberal reformista. Por eso, los socialcristianos que nos declaramos revolucionarios tenemos que empezar por establecer la revolución interna dentro del socialcristianismo y transformar nuestra actuación política. Tendremos que demostrar que no estamos repitiendo las alternativas adoptadas por otros grupos ya existentes y que traemos un mensaje revolucionario auténtico y original.

4. Análisis crítico del pensamiento socialcristiano tradicional


El siglo XIX marca un viraje importante en la historia del mundo político. El desarrollo tecnológico creó la posibilidad objetiva de satisfacer las necesidades vitales de la humanidad, en forma adecuada. Pero la organización capitalista del desarrollo industrial engendró la imposibilidad, social y económica, de satisfacer efectivamente esas necesidades Esta contradicción histórica del sistema capitalista es lo que se ha llamado la cuestión social y la exigencia de superación de las injusticias surgidas del desarrollo industrial se ha solido llamar la justicia social.

Cuatro grandes líneas de pensamiento político, podemos encontrar en el siglo XX, con sus ramificaciones y desviaciones propias: el liberalismo, el marxismo, el fascismo y el socialcristianismo. Las cuatro concepciones de la vida social han tenido una importancia variable en nuestro siglo. Sin embargo, desde el punto de vista de su vigencia actual y del tema que nos atañe, de su resonancia sobre los problemas sociales y de sus perspectivas, podemos reducir las grandes líneas de interpretación de la realidad social a tres: el liberalismo, el marxismo y el socialcristianismo.

En cierta medida, el pensamiento liberal es el centro del debate actual, pues dicho pensamiento refleja la estructura del sistema capitalista y tanto el marxismo como el socialcristianismo pretenden ser posiciones críticas ante los desórdenes engendrados por el sistema capitalista. El enfrentamiento entre el liberalismo y el marxismo es evidente y se pone de relieve en la división mundial de las potencias. El socialcristianismo pretende tener una posición y una respuesta originales y ser una alternativa ante el marxismo, el fascismo o el capitalismo. El problema que plantea es si realmente rompe con el pensamiento liberal que está a la base del capitalismo, pues los movimientos y los partidos de afiliación socialcristiana se han desenvuelto dentro del sistema capitalista y no han afectado realmente su estructura. Por otro lado, si el socialcristianismo lograra superar el sistema capitalista mediante un cambio revolucionario, nos queda otra pregunta, a saber, si dicha respuesta tendría una originalidad propia o por el contrario sería un tipo de respuesta similar a la marxista. En este trabajo me ocupo básicamente del primer problema: estudiar si el socialcristianismo tiene las condiciones reales para romper con el sistema capitalista.

El pensamiento socialcristiano es la respuesta que los cristianos han dado, desde su posición cristiana, a los problemas socio-políticos actuales. En grandes líneas, podemos dividirlo en cuatro tipos básicos los pensadores socialcristianos: el clero, los políticos, los sindicalistas y los filósofos.

La interpretación del clero constituye lo que ha denominado como la Doctrina Social de la Iglesia. Dicha interpretación se expresa en la Iglesia Católica por medio de documentos oficiales, entre los cuales sobresalen por su importancia y su relevancia, las cartas oficiales de los Papas, conocidas como cartas encíclicas. Sin embargo, la doctrina social de la Iglesia cubre las diversas manifestaciones oficiales de la jerarquía eclesiástica, dependiendo su importancia e influencia de la autoridad respectiva del organismo que emita el documento Los llamados Documentos de Medellín tienen un peso importante, determinado por la importancia del CELAM, organismo continental que reúne a los obispos del área. La opinión personal de los sacerdotes, obispos o religiosos no constituye propiamente dicha la ortodoxia de la doctrina social de la Iglesia. Helder Cámara, el padre Camilo Torres o el padre Lebret, a pesar de ser parte integrante del clero, no han escrito a título oficial, sino a título personal sus escritos de interpretación de la realidad actual.

Desde el siglo pasado se han constituido partidos políticos que pretenden basarse en una interpretación cristiana de la realidad política. Podemos establecer tres posibles etapas en la historia de los partidos de inspiración cristiana. La primera etapa la constituye la organización de partidos cuya misión fundamental fue la defensa de los derechos sociales al ejercicio del culto religioso. Eran partidos que reaccionaban contra la intolerancia de los liberales “caza-curas” y de los marxistas ateos. En Costa Rica podemos encontrar un cierto ejemplo de esta mentalidad en el partido Católico de finales del siglo pasado. La segunda etapa la constituyeron los partidos de principio de siglo, que trataban de responder políticamente a los problemas de los obreros. En Europa estos partidos solían llamarse partidos populares. La participación de los sacerdotes se dejó sentir en esos partidos, pues los mismos se constituyeron frecuentemente a partir de grupos de acción católica. En Costa Rica, el partido Reformista del Padre Volio correspondió a esa etapa. “Volio ve la necesidad de realizar grandes transformaciones en la Iglesia de Costa Rica para que no quede rezagada en la marcha de los tiempos. Las grandes transformaciones sociales en la América Latina deben estar a cargo de un clero inteligente y bien preparado. La nueva misión del sacerdote será la de llevar a la realidad las doctrinas de la caridad, la bondad, la justicia social. Es el sacerdote el que debe abrir la mente a los campesinos, a los políticos, a los sociólogos, para que tomen conciencia de los problemas que abaten al mundo contemporáneo. Pero Volio ve también que dentro de la estructura tradicionalista de nuestra Iglesia será difícil llevar a cabo esa tarea”. [8]

Formado en la escuela del pensamiento socialcristiano belga, el diputado Jorge Volio, fundó el 25 de enero de 1923 el Partido Reformista, después de que la Confederación General de Trabajadores proclamara su candidatura presidencial para el período 1924-1928. La influencia del Partido Reformista fue limitada. Por ello, la figura más sobresaliente del socialcristianismo costarricense fue el presidente Rafael Ángel Calderón Guardia, médico formado en el socialcristianismo en Bélgica. “Como hijo de médico sentí a la hora muy temprana de mi vida, el dolor y la miseria que nos rodea. Mi padre supo inspirarme el sentimiento apostólico de su profesión. De estudiante sabía que al consagrarme a ella, no me era dable esperar ni la fortuna ni el renombre: no ignoraba cuan ardua y escasa en lauros es la carrera de quien tiene que luchar contra la muerte en un país cuya población carece frecuentemente de lo indispensable para subsistir. Desde que partí para Europa, a estudiar en Bélgica, centro de civilización y emporio de cultura, no podía apartar de mi mente la idea de que el dolor y la miseria de mi pueblo necesitaban un remedio no extraído del odio de clases, ni de la violencia pues ésta es producto de un estado de injusticia que llega a engendrar mil injusticias y no logra jamás instaurar la paz entre las distintas clases sociales sino de una armonía que surja como fruto de un esfuerzo de perfeccionamiento de nuestras instituciones democráticas, esto es, de un movimiento de colaboración en el que todos los costarricenses como miembros de una misma familia pongan su contingente de buena voluntad y generoso desinterés”. [9]

El gobierno del Dr. Calderón Guardia significó un avance social, sobre todo por la elaboración de un Código de Trabajo y la creación del Seguro Social. La tercera etapa la constituyen los partidos demócrata cristianos que se han desarrollado y consolidado en Europa y en el resto del mundo después de la Segunda Guerra Mundial. En América Latina, la mayoría de los partidos Demócrata Cristianos han nacido alrededor de 1960: Argentina (1955), Bolivia (1956), Colombia (1959), Costa Rica (1962), Ecuador (1952), Guatemala (1957), Nicaragua (1960), Panamá (1960), Paraguay (1960), Perú (1950).

El pensamiento socialcristiano ha sido uno de los defensores del sindicalismo. Bajo la inspiración de los ideales cristianos de defensa de los derechos de los obreros a sindicalizarse se han formado importantes confederaciones obreras. Por una parte, existen organizaciones de corte apostólico entre las que sobresale por su importancia la J.O.C. Por otra parte, existen los sindicatos de inspiración cristiana. Los sindicatos a nivel mundial pueden ser divididos en tres grandes grupos que corresponden a las tres ideologías que analizamos: los sindicatos llamados democráticos dependientes de la mentalidad neoliberal del sindicalismo norteamericano, los sindicatos marxistas y los sindicatos de inspiración socialcristiana. En América Latina, dichos sindicatos estaban reunidos alrededor de la Confederación Latinoamericana de Sindicatos Cristianos (CLASC), que actualmente se denomina la Central Latinoamericana de Trabajadores (CLAT).

Tanto el clero, los partidos, como los sindicatos tienen sus declaraciones oficiales, sus interpretaciones de la realidad y sus proyecciones para el futuro. Pero entre los miembros del clero, de los sindicatos y de los partidos hay muchos autores que escriben a título personal. Todo este grupo de pensadores, más un conjunto amplio de pensadores independientes de las organizaciones enunciadas, constituyen lo que podemos llamar los filósofos o pensadores socialcristianos. Hablo básicamente de una filosofía socialcristiana porque los nombres más prestigiados los tienen famosos filósofos y teólogos, aunque dentro de este grupo se ubican también científicos sociales, políticos, pensadores y literatos. Esta es la categoría más rica, pues tanto la Doctrina de la Iglesia, como las Declaraciones de los Partidos y de los Sindicatos se nutren de los pensamientos de los pensadores que los anteceden en sus planteamientos sociales. En América Latina, los partidos Demócrata Cristianos han tenido una influencia enorme de pensadores como Maritain, Mounier, Jaime Castillo, Rafael Caldera, etc.

Entre los pensadores socialcristianos hay diferencias marcadas. El pensamiento neoliberal de un Jacques Maritain contrarresta con las tesis revolucionarias de las primeras obras de Mounier. La Doctrina Social de la Iglesia, con sus tesis reformistas y frecuentemente parciales, difiere de los planteamientos más radicales de la Teología de la liberación. Sin embargo, todos concuerdan en algunas tesis básicas, aunque según las posiciones ideológicas las interpreten de maneras diferentes. En las observaciones siguientes tomaremos estas tesis en su interpretación tradicional.

Al analizar las afirmaciones de los pensadores socialcristianos, constatamos una coincidencia marcada sobre ciertos temas. En primer lugar, aparece un concepto de la persona humana como un ser digno y responsable, sujeto de derechos y deberes. En segundo lugar, el pensamiento socialcristiano destaca el valor de la democracia, participativa y pluralista, finalmente el pensamiento socialcristiano se presenta como el defensor de la justicia social.

4.1. La dignidad de la persona humana


Los pensadores socialcristianos insisten en la tesis de que el cristianismo nos ha aportado un concepto de persona rico en matices. Por ello, una línea de pensamiento de origen cristiano se autodenomina personalismo. Los socialcristianos sostienen que el ente humano es un ser multifacético, moral, social, material y espiritual. Por ello, hablan de que el desarrollo humano debe ser integral. En este sentido se enfrentan a la línea tradicional del pensamiento capitalista que concibe el desarrollo social como la consecuencia del simple desarrollo económico.

Los pensadores socialcristianos insisten en la necesidad de sostener la dignidad de la persona humana en la vida social y política. Esto los lleva a sostener, por un lado, el principio de la participación popular, el régimen democrático, los derechos individuales y políticos. Por otro lado, los socialcristianos insisten en el hecho de que la dignidad de la persona humana significa la creación de condiciones sociales que permitan una vida digna, es decir, un salario mínimo, seguridad social, etc.

La manera como se ha entendido la defensa de la dignidad humana dentro del socialcristianismo favorece una concepción política reformista. Se piensa en la persona individual y en sus necesidades vitales y se establecen las reformas sociales que le permitan alcanzar el mínimo vital. En la defensa de los derechos individuales, el socialcristianismo se acerca política e ideológicamente al pensamiento liberal, lo que le dificulta tomar una posición crítica neta.

El pensamiento socialcristiano tradicional no suele establecer juicios históricos estructurales sobre la sociedad para enfocar la defensa de la dignidad de la persona humana, sino que parte del individuo y, al analizar sus carencias, se plantea una demanda de cambios sociales. Desde la miseria individual generalizada, el socialcristianismo se plantea exigencias morales y, a veces, políticas tendientes a subsanar los defectos de la sociedad capitalista. Pero dichas exigencias buscan soluciones que no cuestionen la estructura social misma. Por ello, las tesis políticas del socialcristianismo tradicional no difieren, en el fondo, de los planteamientos de un neoliberalismo que comprende la necesidad de solucionar los defectos más evidentes del sistema, sin proceder a un cambio radical que afecte sus estructuras básicas.

La insistencia en la dignidad de la persona humana, como la afirmación cristiana del primado del amor, es una afirmación válida en sí misma. Pero en lo que el socialcristianismo peca, no es en el principio, sino en su aplicación histórica. Los atentados contra la dignidad de la persona no son casos fortuitos, sino consecuencias mismas del sistema capitalista. Por ello, únicamente se alcanza el ideal, cambiando el sistema global.

Pero en el cambio de sistema, la violencia de los poderosos engendra la necesaria lucha enérgica y frecuentemente violenta. Recurrir a falsos moralismos y acusar a los revolucionarios de crear lo que ya estaba creado y de utilizar lo que los fuerzan a usar aquellos que impiden que se cumplan los ideales de respeto real y no sólo formal de la dignidad humana, es una actitud miope o malintencionada. Como muchos de los socialcristianos, por tradición religiosa tienden a ser “honestos”, me inclino a creer que esta conducta es debida más a 1a miopía que a la mala intención, aunque no dejo de reconocer que algunos manejan maliciosamente estos recursos religiosos para alcanza sus fines políticos y económicos. No es la primera vez tampoco, que la acción revolucionaria fuerza a muchos a quitarse la careta. Frecuentemente, los ricos cristianos propician acciones de “ayuda al pueblo”, mientras este pueblo no cuestione su poder y se vuelven agresivamente contra dicho pueblo cuando se atreve a reclamar en lugar de recibir agradecido su falsa generosidad.

4.2. La defensa de la democracia


Los socialcristianos, particularmente los demócratas cristianos, se declaran defensores de la democracia. Frecuentemente su gran enemigo no es el sistema capitalista con sus injusticias, sino el dictador que impide el libre juego democrático. La lucha contra la dictadura los lleva a posiciones cercanas al pensamiento liberal, pues se identifica frecuentemente la democracia con el sistema político de occidente.

La gran trampa de la defensa de la democracia es que, por defender ciertos mecanismos formales del régimen democrático occidental, se termina por no atacar todo el sistema que los utiliza. Por otro lado, el temor a la dictadura que se impone arbitrariamente, lleva a los socialcristianos a sostener una amplitud de espíritu que no les favorece el enfrentamiento directo contra el sistema. Se sostiene un ideal de democracia pluralista, en la que se debe dar cabida a todas las tesis en igualdad de oportunidades. Este ideal desemboca fácilmente en la defensa de mecanismos formales y en un temor a la lucha radical, lo que termina por favorecer la estabilidad del sistema.

El análisis de los Partidos Demócratas Cristianos es esclarecedor a este respecto. En Europa, la Democracia Cristiana se fortificó en los países dominados por el fascismo, Italia y Alemania. Esto los lleva a defender los derechos políticos y sociales de los individuos. El gran enemigo era el dictador, el Fiihrer. El identificar la personalidad autoritaria de Stalin con la de Hitler, los llevó a un antimarxismo, basado en la defensa de la democracia. Por ello, desembocó en una posición política neoliberal que permitió que los partidos sean dominados por gente de mentalidad conservadora y por intereses capitalistas. Algunas anécdotas son realmente ridículas. Por ejemplo, en una campaña pasada en Italia, el Partido le pidió a su candidato a un puesto de representación que era dueño de la Fiat, que se abstuviera de comprar un futbolista en dos millones de liras porque esto podía afectar su imagen política. El hecho no necesita comentarios: habla por sí solo.

La identificación de la democracia con un cierto formalismo histórico hace que los socialcristianos pierdan la perspectiva histórica y que no comprendan la primacía de la democracia real. Más aún, por ausencia de un planteamiento claro, los partidos terminan cayendo en una actitud oportunista, más o menos consciente. Los partidos toman una serie de determinaciones políticas, no en función de un ideal político, sino en términos de las ventajas partidarias que se obtengan. El partido así se convierte en la meta y no en el medio de la acción política. Frecuentemente me he preguntado sobre la solidaridad internacional de los movimientos socialcristianos y particularmente entre los partidos demócratas cristianos y realmente no suelo encontrar una mística política sino un cálculo de oportunidades partidaristas.

4.3. En búsqueda de la justicia


En función de la dignidad de la persona humana, los pensadores socialcristianos toman una posición crítica ante las injusticias del régimen capitalista. Algunos pensadores llegan a considerar el régimen capitalista como esencialmente nocivo y propician su eliminación total y su sustitución por otro régimen más humano, que suelen llamar una sociedad comunitaria o una sociedad personalista y comunitaria. Otros pensadores exigen únicamente que el régimen actual se someta a una serie de exigencias éticas y que corrija sus defectos más marcados. En esta perspectiva se encuentra el socialcristianismo tradicional, incluyendo dentro de éste toda la doctrina social de la Iglesia.

Esta disparidad entre los pensadores socialcristianos proviene de la característica esencial del pensamiento socialcristiano, que parte de los aspectos religiosos para llegar a los sociales. Por su inspiración cristiana el pensamiento socialcristiano es esencialmente moralista: define valores a alcanzar y plantea exigencias de conducta. Sin embargo, todo juicio moral adecuado requiere dos puntos de apoyo. Por una parte, se requiere tener un principio general desde el cual apreciar la realidad. Por otra parte, se requiere tener una visión adecuada de la realidad para determinar sus posibilidades y sus características, a fin de poder establecer una línea de conducta correcta. Los socialcristianos tienen un apoyo sólido en el primer aspecto, pero flaquean enormemente en el segundo aspecto.

Por falta de un análisis correcto de la realidad, los socialcristianos, al estudiar los problemas sociales, se remiten a los efectos y no a las causas. Reconocen la existencia de disparidades entre los grupos humanos y se plantean la exigencia de su superación. Pero al no enfrentar las causas reales, terminan con una perspectiva reformista. Las medidas típicas del socialcristianismo no enfrentan las causas de injusticia, sino que tratan de remediar sus efectos. El Seguro Social, las organizaciones sociales, las cooperativas, y aún la reforma agraria, sólo corrigen en parte los defectos del sistema porque no lo afectan en sus raíces. Por ello, la defensa del principio de la justicia social, no significa automáticamente una posición revolucionaria. Por el contrario, suele designar frecuentemente una posición reformista.

En el socialcristianismo, la lucha por la justicia no va más allá de una búsqueda de eliminar las consecuencias del desequilibrio social centrando los actos en los problemas concretos, es decir, en los efectos. Por ello, los planteamientos políticos se basan en una intención de corregir las injusticias. Los partidos demócrata cristianos se suelen dedicar a sostenerse sobre una plataforma de reformas inmediatas que corresponden a reivindicaciones subjetivas de ciertos grupos económicamente débiles. Pero unos partidos repartidores de mejoras terminan cayendo en el círculo vicioso de justificarse a sí mismos por las mejoras dispensadas y buscan el poder político para mantenerse en el poder político, como lo hacen todos los partidos conservadores. Al no definirse en la línea de una estrategia coherente, los partidos van perdiendo su razón de ser.

El débil planteamiento de lucha por la justicia se debe a un mal planteamiento de la lucha de clases. Al no comprender los intereses objetivos que están en pugna, se pretende solucionar los problemas sin atacar realmente las causas.

En resumen, podemos sintetizar nuestro análisis en algunas afirmaciones.

A nivel doctrinario, el socialcristianismo plantea un ideal de ente humano incompatible con la lucha de clases. Pero esta exigencia doctrinaria, en lugar de llevar al socialcristianismo tradicional a luchar por superar el sistema social que engendra dicho conflicto, desemboca en una miopía que desconoce la lucha de clases y sus determinantes reales a nivel social. Esta falsa solución engendra un serio dilema para los cristianos que sienten un compromiso con los explotados, pues no encuentran coherencia entre lo que se afirma a nivel doctrinario y lo que les manifiesta la realidad como exigencia concreta.

A nivel ideológico, el socialcristianismo parte de una concepción estática de la sociedad. Se cae así en el subterfugio de suponer que se puede ayudar a los oprimidos sin ponerse en contra de los opresores. Se recurre a llamados morales, ignorando la acción efectiva de los intereses de clase. Se termina condenando la lucha de clases, como hecho, al creer que las clases no tienen intereses contrapuestos sino divergentes; y se le condena como método al afirmar que la lucha de clases se basa en el odio, en la violencia y en el desorden. En esta tergiversación juega un papel preponderante la jerarquía eclesiástica que se asimila a la visión de la clase dominante por intereses de poder.

A nivel del análisis político, se confunden los ideales con las realidades y se descuida el estudio de las clases, para poner el énfasis en otros aspectos menos conflictuales. Se considera la lucha de clases como causa y no como efecto del conflicto social. Este análisis así disminuido favorece el refugio en concepciones míticas en las que se sueña con una sociedad nueva, para cuya realización no se toman las medidas históricas necesarias. Se ataca como herejes a quienes utilizan una sociología conflictual de origen marxista, mientras se convive en concubinato escandaloso con la sociología del sistema, el funcionalismo.

A nivel de la acción política, se cae en un reformismo de fuerte influencia neoliberal. Se sostiene la tesis de la justicia, sin querer afrontar las luchas reales que ésta exige a nivel del enfrentamiento de clases. Se centra la acción en luchas contra la dictadura y contra los defectos más evidentes del sistema. Por ello, el planteamiento de una sociedad comunitaria se convierte en mítico y finalmente en un subterfugio apto para favorecer el oportunismo político. No hay una estrategia coherente y sólida con respecto al manejo del conflicto social, pues subsiste una miopía afectiva que rechaza a los batalladores que afrontan realmente el conflicto, a quienes se acusa de ser marxistas, ateos y traidores al socialcristianismo.

Estoy seguro que el escribir este libro, con toda honestidad y en defensa de la auténtica posición revolucionaria de los cristianos, me va a valer la misma crítica de parte del socialcristianismo tradicional. Pero a ellos no les hablo, porque sé que no hay diálogo posible cuando se parte de tesis cerradas y fijas; sino que hablo de ellos, para que comprendan su papel los cristianos que militan dentro de la Democracia Cristiana, conscientes de su compromiso con los explotados y dispuestos a dar la doble batalla, internamente contra quienes han tergiversado el potencial revolucionario del socialcristianismo y externamente, contra el sistema capitalista opresor e inhumano.


[1] MAQUIAVELO Nicolás, Obras Completas, Libro II, Discursos sobre la Primera Década de Tito Livio, Cap. 2, Buenos Aires, El Ateneo, 1957, p. 216.
[2] NIEBUHR Reinhold, El hombre moral en la sociedad inmoral, ,Siglo XX, 1966, p. 18.
[3] NIEBUHR Reinhold, El hombre moral en la sociedad inmoral, Siglo XX, 1966, p. 48.
[4] NIEBUHR Reinhold, El hombre moral en la sociedad inmoral, Siglo XX, 1966, p. 82.
[5] NIEBUHR Reinhold, El hombre moral en la sociedad inmoral, Siglo XX, 1966, p. 83-84.
[6] NIEBUHR Reinhold, El hombre moral en la sociedad inmoral, Siglo XX, 1966, p.82.
[7] MELOTTl Umberto, Revolución v Sociedad, México, Fondo de Cultura económica, 1971, p. 19.
[8] VOl.lO Marina. Jorge Volio y Partido Reformista. Ed. Cosía Rica, San José, 1972. p 28-29 .
[9] CALDERÓN GUARDIA, Rafael Ángel, El gobernante y el hombre frente al Problema Social Costarricense .