IV. PUEBLO Y POLÍTICA
En el presente estudio pretendemos estudiar la realidad política actual recurriendo a una serie de suposiciones. Dichas suposiciones definen nuestro marco teórico de referencia.
En primer lugar, partimos de una concepción conflictual de la realidad social. Dicho conflicto lo ligamos prácticamente a la búsqueda de la posesión de los medios capaces de permitir una decisión y un dominio social. Por esto, el concepto de poder se vuelve central en nuestro análisis. El poder, medio fundamental de la decisión política y social, se convierte en el fin real buscado por las acciones de los poderosos. El enfrentamiento de sus pretensiones engendra, de su parte, una violencia, defensora de sus privilegios.
En segundo lugar, definimos la sociedad como un ente actualmente deteriorado, enfermizo, pues parte de la población es puesta al margen. La marginación es fruto de una dinámica social y su superación implica necesariamente un cambio estructural de la sociedad.
En tercer lugar, creemos en el pueblo como la globalidad de todos los entes humanos que poseen por su misma condición humana el derecho inalienable a regir su destino social. Pero identificamos actualmente como pueblo a ese sector marginado de los centros de poder que solamente puede labrarse un destino social al enfrentarse a los detentores del poder, exigiendo sus justos derechos.
El fenómeno del poder es uno de los elementos centrales del análisis político. Aunque por razones metodológicas al estudiar un aspecto de la realidad política, es menester centrar los esfuerzos en un tópico particular, sin embargo, todo estudio comprensivo del fenómeno político debe tratar de referirse a la totalidad de la realidad para alcanzar sus justas dimensiones y su real significación. El presente capítulo trata de establecer una reflexión teórica sobre el tema del poder y el pueblo. Es la recopilación de inquietudes que esperan el diálogo abierto y que pretenden incitar a los científicos a que emprendan el estudio sistemático de las impresiones expresadas aquí.
El tema que nos proponemos estudiar es el tema de pueblo y política. La escogencia del tema ya implica, en sí misma, una posición ideológica. La manera como lo vamos a abordar también. La valoración del pueblo es un supuesto básico de nuestra posición. La interpretación del conflicto en términos de lucha por el poder refleja también toda una concepción del ente humano y de la sociedad. Dicha interpretación nos pone en enfrentamiento con aquellos que, aunque creen en los mismos valores que nosotros, de la dignidad de la persona humana y de la necesidad del bien común, tienen una mentalidad cándida ante el conflicto real de la sociedad humana. No es que nosotros aprobemos el conflicto social. Pero una posición política debe ser realista y no solamente partir de los valores en que se cree, sino también tomar en cuenta las reales condiciones del actuar político.
Toda acción política implica una filosofía política, una visión del ente humano y de la sociedad. Es la necesaria evaluación de los hechos que sirve de motor a la acción política, se proyecta un problema de valores. Estos nos sirven para medir el sentido de los hechos. Sin embargo, los entes humanos no nos contentamos con tener ciertos criterios de valoración política. Necesitamos darnos razones de nuestras opciones.
La realidad política se inserta en la vida actual y se proyecta hacia un conjunto de metas ideales a alcanzar. Por esto, todo estudio de lo político debe situarse en un terreno, intermedio entre la crudeza del hecho político y la acción promotora del ideal político.
El análisis de los hechos sin la necesaria referencia al ideal nos deja ante un cúmulo de datos sin significado real. Pero el estudio de los ideales, sin la necesaria encarnación en la realidad de los hechos, nos encierra en un verbalismo sin contenido real. Por esto, la verdadera acción política, llena de dinamismo y de promesas de humanización, se mueve en búsqueda constante, tratando de llevar los hechos hasta el ideal y trayendo los ideales hasta los hechos, en un proceso de realización continua y progresiva.
Desde la antigüedad, Aristóteles nos hacía ver que la política forma parte de la ética, o más bien, que la ética era fundamentalmente política. La conducta moral se desenvuelve siempre en una perspectiva de futuro, de un futuro que nos aparece como exigencia de realización. Este deber ser podemos analizarlo como actitud individual, como conciencia de deber, o como contenido de realización, como ideal moral. Ambos aspectos se complementan: el ideal se encarna en las acciones individuales y las acciones se nutren del ideal. En el presente análisis nos interesa ver si el poder puede formar parte de un ideal ético-político.
Cuando nos interrogamos sobre el ideal ético en política nos enfrentamos a la siguiente pregunta: ¿Qué debe darse en la realidad política? Al establecer la interrogante suponemos, por razones metodológicas, que la aspiración no se identifica con la realidad actual. De hecho, aún cuando después de un análisis detallado llegáramos a encontrar una identificación de hecho entre nuestro ideal y nuestra realidad, el sentimiento de satisfacción alcanzado se nos desvanecería inmediatamente pues naturalmente tenderíamos a cuestionar nuestro ideal preguntándonos si éste era adecuado: ¿Qué nos queda por hacer? ¿Qué debemos alcanzar todavía? El ente humano que ha perdido el sentido del ideal entierra en la tumba del conformismo su dinamismo humano.
A nivel político, el conformismo esconde la defensa sutil de privilegios adquiridos. Por esto, todo conformismo o bien muestra una mala fe ligada, consciente o inconscientemente, a la defensa de posiciones sociales moralmente insostenibles, o bien, pone de relieve una atrofia evidente de la capacidad creativa del ente humano.
El poder en sí mismo no puede ser un ideal ético-político cabal. Sus características propias le hacen pertenecer a la categoría de los medios. Sin embargo, el poder se presta a un análisis ético-político.
Las posiciones valorativas dependen de los fines que nos propongamos. La utilización de los medios depende, por una parte, de las condiciones objetivas de la situación concreta y, por otra parte, de su referencia al ideal. Por esto, el poder debe ser relacionado tanto con los hechos como con los valores. El poder como medio tiene una referencia a los valores no solamente en función de los resultados obtenidos por su utilización, sino también en cuanto a las modalidades mismas de su ejecución.
Las diferentes manifestaciones del poder forman una estructura de poder concreta que posibilita cierto tipo de acciones e imposibilita otras. Las características propias de una estructura de poder dentro de una sociedad no adquiere sentido pleno sino a los ojos de una persona capaz de evaluarla ante las exigencias de un ideal de sociedad. La objetividad pura en el análisis del poder, aunque fuere posible, nos haría perder el sentido profundo que solamente nos puede dar la apreciación valorativa.
Nosotros hemos partido de una opción valorativa previa: el reconocimiento de la suprema dignidad de todos los entes humanos. El análisis de la sociedad actual nos permitirá percibir una marginación, alienante e injusta, de gran parte de los entes humanos por culpa de la manera como se utiliza el poder social. Esto nos lleva a una condenatoria y a una exigencia de superación.
La acción política se da siempre en una situación concreta que nos impone sus necesidades. Por esto, la afirmación corriente que nos dice que la política es el arte de crear posibilidades, es sumamente valiosa. La gravitación del ideal, como orientador de la acción política, nos enfrenta continuamente ante la pregunta creadora de sentido histórico: ¿Hacia dónde vamos? ¿Cómo vamos a responder a los desafíos del presente?
El ideal no es un hecho sino una aspiración que hemos privilegiado con nuestra opción. Su llamado es un llamado a la realización, una exigencia de dar el paso, muchas veces arduo, que separa la posibilidad presumida de la realidad obtenida. La meta nos plantea el problema de la fidelidad, al mismo tiempo que el problema de la efectividad. El problema central de la acción política es el problema del cómo alcanzar lo propuesto. ¿Qué me ofrece la realidad como medios? ¿Qué me crea la realidad como obstáculos o trampas? ¿Qué etapas debo recorrer para llegar a la meta deseada?
Si el poder no es una meta en sí, la generalización del poder, su democratización, si lo es. En el presente estudio partimos de la valoración ética de la democracia plenaria. Sin embargo como el término de democracia es utilizado para esconder frecuentemente la exclusión real de gran parte del pueblo de los beneficios y los mecanismos de la sociedad, preferimos hablar de pueblo y política para expresar la exigencia de una participación cabal de todos los ciudadanos en la vida política y social.
Pero la democratización del poder es finalmente una conquista contra los privilegios de aquellos que detentan actualmente el poder político, social y económico. Alcanzar la democratización del poder es un efecto de la utilización de ciertos poderes sociales en función de este objetivo. Si uno de los principales problemas de la política es el problema de los medios, la utilización del poder se convierte en uno de nuestros desafíos.
Al aceptar la democracia como un ideal ético-político, la distribución y las modalidades del poder se convierten para nosotros en un problema de cuya adecuada resolución depende finalmente la realización objetiva de nuestras aspiraciones democráticas.
1. El concepto de poder
Determinar en qué consiste el poder y definir cuáles son sus manifestaciones fundamentales, evaluar el grado de poder de un individuo o de un grupo, sopesar sus consecuencias, es una aventura sumamente riesgosa. La utilización de los métodos científicos puede darnos un mayor grado de objetividad en el análisis del fenómeno del poder, pero esta objetividad es siempre relativa y parcial.
La selección misma del concepto de poder es parcialmente arbitraria. La determinación de los aspectos de la realidad a los que es aplicable, también es, en parte, arbitraria. Por esto, los alcances teóricos del concepto de poder se desenvuelven dentro de determinaciones, conceptuales y fácticas, que están lejos de alcanzar una validez completa.
Sin embargo, hay algo en la realidad que tratamos de captar bajo el concepto de poder y que las necesidades de la vida política nos exigen domeñar en la acción práctica. Este desafío de la conducta cotidiana es el destino de todo conocimiento humano. Aunque nuestros análisis sean incompletos y nuestras definiciones imperfectas, debemos recurrir a conceptos que nos permitan proyectar un rayo de luz en el caos de impresiones incongruentes que afectan nuestra sensibilidad en el quehacer cotidiano.
En el presente estudio vamos a privilegiar al concepto de poder. Dicho concepto es el fruto de una abstracción, mediante la cual unimos, dentro de una concepción integrativa, un conjunto de fenómenos dispares.
Desde las fuerzas naturales y sus múltiples manifestaciones hasta las relaciones sociales que surgen en la política y en la economía, pasando por el dominio de nuestras facultades internas, el cúmulo de fenómenos que solemos denominar y clasificar con el término de poder es enorme. Sin embargo, en grandes líneas, podemos decir que el término de poder lo encontramos frecuentemente usado en dos sentidos diferentes. Llamaremos al uno, sentido amplio, y al otro, sentido restringido.
En su sentido amplio, el término poder designa toda capacidad de acción efectiva. Desde este punto de vista, se habla del poder de un huracán o de un elefante. En un sentido restringido, se entiende por poder una de las dimensiones de la interrelación humana: la capacidad de imponer socialmente nuestra voluntad. En el presente estudio tomaremos el poder en su acepción restringida. Consideraremos como poder la capacidad social de decisión y de presión que se ejerce en las relaciones entre los entes humanos y que determina que un agente pueda alcanzar o efectivamente logre unos objetivos escogidos por él, aún con la oposición de otros miembros de la sociedad que no comparten dichos objetivos.
El poder, en toda su pureza, es más bien un concepto-límite. En la práctica concreta del poder podemos captar que éste es siempre una acción circunstancial. Como veremos al hablar de la dinámica del poder, éste tiende a ser absoluto. Pero esta aspiración natural nunca es una realidad. El poder absoluto exigiría una capacidad total de realización, que no sea obstaculizada de ninguna manera. Pero, esto es imposible en la vida social, pues ningún ente humano o grupo posee una capacidad de decisión social absoluta, como tampoco ningún ente humano carece de cierta capacidad de decisión y, por consiguiente, de enfrentamiento, aunque sea mínima.
Como todo fenómeno relacional, el poder se ejerce siempre bajo el modo del más y del menos. Lo que se da efectivamente en la realidad es siempre un conjunto de poderes que se contrarrestan o se apoyan mutuamente. Cuando un individuo o un grupo posee una mayor cuota de poder que otro, puede, hasta cierto punto, imponer sus decisiones. Todo depende de la disparidad entre los poderes y de las habilidades y capacidades exigidas para imponer tal tipo de decisiones. Por ello, toda situación de poder se define en términos circunstanciales y es relativa a la capacidad diferenciada de los diversos elementos en juego.
Los científicos sociales analizan las diversas manifestaciones del poder. Para ellos, el poder es un hecho que debe ser explicado en su correlación con los otros hechos de la realidad. Para algunos, por ejemplo, la estructura de poder está determinada por los modos de producción de una sociedad. La verdad o falsedad de tales afirmaciones es una cuestión de comprobación empírica. Frecuentemente lo que sucede es que las diversas afirmaciones de los científicos sociales son válidas desde la perspectiva en que se han puesto. La selección del marco teórico es siempre más o menos arbitraria y se justifica por su capacidad real de explicar con suficiente coherencia un conjunto de fenómenos.
La ciencia es indispensable para tener una idea aceptable de los fenómenos sociales, entre ellos el fenómeno del poder. Pero hay una dimensión de comprensión de la realidad que escapa a los supuestos de la ciencia. Tal es el campo de la filosofía. La comprensión filosófica del fenómeno del poder exige un necesario planteamiento antropológico.
El fenómeno del poder es un acontecimiento humano. Ciertamente habíamos visto que el poder, en su sentido amplio, cubre la capacidad de acción de cualquier ente. Pero en su sentido estrecho, lo restringimos a las manifestaciones sociales del poder de decisión y de acción. Sin embargo, para precisar la visión antropológica del poder es necesario remontarse a una visión ontológica. Todo ser humano es también un ser y sus caracteres específicos se cimientan sobre la generalidad del ente sin especificaciones.
Una cierta mentalidad estática ha dominado el pensamiento filosófico y esto ha llevado a concebir el ser bajo la forma del estar; la permanencia se ha convertido en uno de los elementos definitorios del ente. La filosofía moderna ha tomado en cuenta la necesidad de interpretar al ser a través del tiempo. La temporalidad se convierte así en una de las dimensiones fundamentales de todo ser. Pero desde el momento en que miramos el ser, con el lente de la temporalidad, el ser como devenir se impone sobre el ser como inmutable.
La definición del ser como existencia inmutable es efecto de una proyección antropológica sobre la realidad. Consiste en tomar como realidades existentes las necesidades del discurrir lógico. Esta tentación de acomodar la realidad a nuestro pensamiento y no nuestro pensamiento a las exigencias de la realidad, es la causa fundamental de los errores más importantes de los entes humanos más brillantes.
Si miramos la realidad sin prejuicios, constatamos que el ser es un constante hacer. Lo único constante es la capacidad y la realidad del hacer. Pero como no existe acción sin contenido. El ser es finalmente la variación continua de los contenidos. Por ello el ser es, en su naturaleza misma, la continuidad siempre dramática de lo inestable.
Toda la comprensión actual de la realidad confirma nuestra hipótesis. Las interpretaciones de la física que identifican la materia con la energía demuestran que, aún al nivel más bajo de la existencia, el ser es capacidad de acción.
La vida es incomprensible sin la inserción del elemento dinámico en su constitución misma. La vida es un continuo fluir, un equilibrio inestable de un hacer que nunca logra encontrar la estabilidad. El metabolismo vital, a nivel biológico, y la dinámica de la vida psíquica confirman como, en los niveles más altos de la existencia, ésta no es posible sin la acción. La muerte no es más que el dominio de la estabilidad sobre la inestabilidad en el fluir constante de la vida.
El ser es capacidad de hacerse. El ser es un continuo hacerse y, por consiguiente, un permanente dejar de ser. Esta dimensión ontológica del ser aparece necesariamente en todos los entes. Pero, indiscutiblemente, no todos los seres poseen una misma capacidad de ser. Los entes difieren realmente por su capacidad de acción. Diciéndolo en términos tradicionales, la esencia de un ser es su naturaleza.
El gran salto ontológico, entre los seres, se ubica en la línea divisoria que separa a los entes que se hacen gracias a un código de acción, su naturaleza, prefijado de antemano y los seres que tienen que inventarse su propio código de acción, los entes humanos.
La filosofía actual insiste en que el ente humano no es un ser hecho, sino un ser que se hace. Algunos afirman a este respecto que el ente humano es el único ser que no tiene una naturaleza propiamente dicha. El ente humano inventa al ente humano, dicen otros. Las expresiones que se suelen usar para indicar esta autocreatividad del ente humano son frecuentemente exageradas. Pero, en el fondo, expresan un sentimiento muy válido, el sentimiento que tiene el ente humano de que su vida depende de él.
La acción es una condición indispensable en todo ser. Pero solamente el ente humano es capaz de ejecutar la acción en forma consciente. El ser humano no solamente sabe que actúa, sino que, dentro de ciertos límites, puede escoger su acción. Por ello se suele afirmar que el ente humano es el único ser que se hace a sí mismo, entendiendo la palabra hacerse en un sentido plenario.
Si definimos al ser como actuante, es necesario escoger otra palabra para referirse a la acción específicamente humana. En el mundo actual, el término praxis es de uso corriente y refleja claramente las características propias de la acción humana. La praxis indica la dimensión social del ente humano y su necesaria referencia a la naturaleza. Adoptando dicho término, podemos decir que el problema del poder es una de las facetas importantes de la filosofía de la praxis.
La acción depende del tiempo. Si no existiera la acción, el tiempo no tendría sentido, pues la medida del tiempo es siempre la evolución, el cambio, la variación. Cada instante supone un desarrollo temporal en el cual se inscribe. Cada circunstancia supone una cantidad limitada de posibilidades. Por ello, toda praxis se ubica temporalmente y es condicionada por sus circunstancias.
La permanencia es un caso límite de la acción. Implica una variación de tiempo sin mutación real del objeto evaluado. Pero la permanencia sería imperceptible, sin la presencia de un marco de referencia en el cual evaluar las modificaciones que permitan medir el correr del tiempo. Por ello, el ser como estar solamente adquiere su sentido desde el punto de vista del ser como devenir.
El poder como capacidad de acción se inscribe dentro de la dinámica de la acción. Como toda actividad, humana o natural, es circunstancial; el poder, como realidad, lo es también.
Toda acción es siempre una interacción. La praxis humana es siempre dialogal. El ser humano nunca actúa en el vacío. Por el contrario, el ente humano actúa siempre desde algo y sobre algo. La acción humana se desenvuelve en una interacción en la cual la contraparte nunca es neutra. No hay acción sin reacción. Actuar es siempre enfrentarse a algo diferente de uno mismo. Pero el elemento con el cual no me puedo identificar es, sin embargo, indispensable para ser uno mismo lo que es. Al concebir el ser como capacidad de acción, presuponemos la necesidad de concebir el ser como lucha, creatividad y enfrentamiento.
Pero toda acción necesita incorporarse y para ello depende de infinitas mediaciones. Cada acto es la concreción de una incorporación. Por ello, podemos decir que, en cierta medida, el medio es la base de la acción.
La interpretación del ser como devenir supone una posición dialéctica en la base de la realidad. El término dialéctica hace referencia a una oposición entre términos irreconciliables y, sin embargo, mutuamente necesarios.
La realidad es esencialmente bipolar. Las oposiciones pueden ser de dos tipos. Por una parte, tenemos las oposiciones fundadas en el ser mismo de las cosas como condiciones permanentes del constante fluir de los acontecimientos. Dichas oposiciones determinan una dialéctica fundamental que podríamos llamar la dialéctica ontológica. Por otra parte, tenemos las oposiciones que nacen, crecen y se resuelven con el tiempo. Dichas oposiciones dan origen a una dialéctica histórica.
Las oposiciones ontológicas son supratemporales. No se basan en el evolucionar del tiempo, sino que, por el contrario, determinan los términos dentro de los cuales se desenvuelve la evolución histórica. En su realidad efectiva, dichas oposiciones no son estáticas. Permanecen siempre como puntos constantes dentro de los cuales se realiza la acción en su constante variación. Esta se vuelve siempre dramática, porque es atraída por los dos polos contrapuestos y no puede ceder a ninguno de los dos, en forma exclusiva, porque se elimina a sí misma. Por ello la acción real fluctúa entre los polos en un constante metabolismo histórico. Las oposiciones ontológicas engendran las condiciones de la acción.
2. El concepto de pueblo
El tema del pueblo es uno de los ejes centrales del debate político actual. Esto ha engendrado grandes mitos. En la palabra pueblo se encierran las aspiraciones políticas de muchos entes humanos. La importancia del concepto de pueblo es pues ambigua. Frecuentemente, dicho concepto es utilizado en sentidos falseados, detrás de los cuales se esconden intenciones políticas adversas a los intereses de la colectividad humana que se designa con ese término.
En la filosofía política de la antigüedad encontramos consideraciones interesantes sobre las cualidades morales o intelectuales de los gobernantes, sobre las ventajas de los diversos tipos de organización social, sobre las metas morales del quehacer político. Pero, cuando se trata de sostener la primacía del gobierno popular, los antiguos no nos ofrecen un apoyo sólido. Interpretamos frecuentemente a Grecia como la fuente de la democracia actual. Pero sus pensadores, Platón y Aristóteles, por ejemplo, reflejan, en sus concepciones políticas, la mentalidad aristocratizante propia de los griegos. Para estos, el pueblo es más el populacho, vulgar e ignorante, que el soberano todopoderoso, señor de la política que inspira a la mentalidad actual.
Los griegos carecían de la ambientación social y de los recursos intelectuales que les permitieran reconocer la dignidad inalienable de cada ente humano, igual, en su condición de persona, a cualquier otro ente humano, más allá de las diferencias de sexo, raza o nacionalidad. Sólo los estoicos entreveían en la antigüedad grecolatina, la primigenia igualdad de todos los entes humanos. Pero su influencia política era insuficiente.
El cristianismo es la fuerza revolucionaria que transformó el mundo grecolatino con su mensaje. Ciertamente el cristianismo no apareció como un movimiento político. Su mensaje es religioso. Pero, al cabo del tiempo su moral, y su concepción del ente humano y de las cosas, penetraron en las costumbres y comenzaron a moldear las instituciones políticas.
El ideal democrático en su sentido actual tiene sus fuentes en la mentalidad cristiana, a la cual debemos el profundo sentido de la dignidad de la persona humana que inspira nuestro concepto de la democracia, la exigencia ética de la lucha desinteresada por el bien común y por la instauración de una justicia tal, que sea la garantía real del reconocimiento efectivo de la primigenia igualdad entre los entes humanos. Debemos al cristianismo el descrédito de la mentalidad esclavista de la antigüedad. Cristo reconoció la igualdad de todos los entes humanos ante Dios. San Pablo se enfrentó al orgullo racial y religioso de los hebreos y sostuvo elocuentemente la superación de las divisiones raciales y sociales. Los primeros cristianos sostenían la igualdad de todos los entes humanos entre sí, puesto que lo son ante la divinidad.
No ha de extrañarnos, pues, que la cuna de la democracia actual lo sea un aquilatado país cristiano. La revolución francesa surgió en el centro de la civilización cristiana y refleja en su espíritu todos los siglos de cristianismo que corrían por sus venas. El lema que nos ha dejado la reivindicación popular de los franceses es esencialmente cristiano. Libertad, igualdad, fraternidad. El sentido de la dignidad personal recorre todos los caminos del cristianismo. A veces tomó un aspecto un poco crispado, como aconteció con el Renacimiento y el individualismo siguiente. El liberalismo es un hijo bastardo de la mentalidad cristiana: detrás de sus defectos se esconde sus rasgos de nobleza. La igualdad entre los entes humanos, como vimos, tiene las mismas raíces cristianas. Pero, si el lema de la revolución francesa le debe algo al cristianismo, es en el concepto de fraternidad donde debemos empezar por ubicar la magnitud de la influencia. La hermandad entre los entes humanos es un tema esencial del cristianismo que llama a Dios, padre, y a los entes humanos, hermanos en Cristo.
La revolución francesa instaura el reinado del concepto de pueblo, tanto en los debates políticos como en la conciencia del ente humano común y corriente. La nobleza ha perdido progresivamente su prestigio casi mítico, para dar paso a un nuevo símbolo que se ha introducido en forma avasalladora: el pueblo. Todos se reclaman del pueblo. Todos dicen servirlo. Las democracias de corte liberal se justifican a sí mismas, presentándose como la encarnación del gobierno popular. Los grupos revolucionarios sostienen sus reivindicaciones en nombre de los intereses y derechos del pueblo. Hasta ha surgido una modalidad política que utiliza directamente la referencia al pueblo; el populismo.
La introducción de los procesos electorales para la designación de los gobernantes ha forzado a los aspirantes a mendigar sus votos, halagando a sus electores con hermosas frases sobre el pueblo. Frecuentemente toda esta oratoria de plaza pública, de declaraciones a la prensa y de discursos circunstanciales, no es más que un simple juego de palabras detrás del cual se esconde la hipocresía más cruda. Se promete defender al pueblo y en su nombre se sirve a los intereses foráneos.
El término pueblo tiene una multiplicidad de sentidos. En un sentido sociológico podemos decir que el pueblo es el conjunto de individuos que constituyen una sociedad política. Entre los grupos revolucionarios se toma el concepto de pueblo en un sentido social más restringido y designa al conjunto de individuos que no pertenecen a los grupos privilegiados de una sociedad política. En este sentido, toda sociedad política se divide en dos grupos contrapuestos. Por una parte están todos aquellos que tienen a su alcance y a su servicio los elementos institucionales, sociales y económicos de una colectividad. Dado su reducido número, generalmente se les denomina oligarquías. Por otra parte, está el resto de los ciudadanos que son la mayoría. Por esto, en un sentido ideológico podemos llamar con el nombre de pueblo a la colectividad humana que no tiene acceso directo a los centros y medios de decisión efectiva en una sociedad.
En un sentido político es el conglomerado humano de una sociedad en cuanto es agente u objeto del quehacer político. Bajo este respecto, ha de entenderse el concepto de democracia, tal como lo presentan la mayoría de sus intérpretes. En un sentido teleológico o moral, el pueblo es un valor a alcanzar, un conjunto de metas a realizar en función de lo que se supone que son los derechos y necesidades de los seres humanos. Finalmente en un sentido mágico, el pueblo es un pretexto que inventa la publicidad como un símbolo santificador de cualquier causa política. A este nivel, el pueblo es un fantasma que recorre todo el universo político, sin más consistencia que las apariencias que se le brindan en cada circunstancia.
En este capítulo sobre pueblo y política, haremos mención de los diferentes aspectos del concepto de pueblo. Sin embargo, es necesario clarificar desde el principio nuestras perspectivas ideológicas. Filosóficamente, partimos de la aceptación del ideal democrático de inspiración cristiana. La democracia real es una meta a alcanzar. Lo que se denomina corrientemente como democracia, es, en unos casos, una falsificación y, en otros casos, una realización muy imperfecta. Generalmente se ha sublimado el proceso electoral y se ha confundido la democracia con el proceso, más o menos democrático, de elección de los gobernantes. Pero la democracia no es un mero procedimiento, sino un sistema global de organización de la sociedad. Mientras la presencia real del pueblo no se dé en todos los ámbitos de la sociedad, hablar de la democracia actual es participar, en cierto sentido, en un proceso de mistificación y ser cómplices de un gran engaño social; engaño que, en unos, es fruto de una hipocresía mal intencionada, y, en la mayoría, un autoengaño cuidadosamente sostenido por los pontífices de esta gran mentira.
Se ha hablado de que parte del pueblo está ausente en la sociedad. Se suele usar a este propósito el concepto de marginalidad. Partiremos de dicho concepto, pero lo tomaremos en un sentido más amplio y lo entenderemos en una forma más dinámica.
En primer lugar, definiremos al pueblo, como al conjunto de seres humanos que, dentro de una sociedad, no participan efectivamente de los centros de poder en los que se toman las decisiones que afectan la estructura de una comunidad. Si la democracia significa etimológicamente el gobierno del pueblo, mientras existan seres humanos marginados, tendremos que considerarla más como un objetivo a alcanzar que como una realidad existente.
En segundo lugar, aunque reconozcamos el hecho de la marginalidad como situación, creemos que el concepto fundamental ha de ser el de marginación, como realidad dinámica. La marginalidad es un fenómeno de fuerza; los marginados son puestos al margen de la realidad social y son mantenidos, a la fuerza, en dicha situación. Si no tomamos en cuenta este aspecto coercitivo de la marginalidad, resulta imposible entender las razones estructurales de la represión, la violencia institucionalizada, la dominación, etc.
En tercer lugar, el problema central es el problema del poder. Este es multifacético. Consideramos insuficiente el concepto marxista, que ubica la problemática actual al nivel de la posesión de uno de los medios que engendran poder, la propiedad. La marginación es fruto del juego de poderes de la sociedad y no solamente de uno de ellos.
En cuarto lugar, creemos que la resolución del problema de la marginación es posible únicamente en un cambio radical de la estructura de poder de la sociedad. Por esto; ideológicamente, consideramos como pueblo al conjunto de seres humanos que padecen una marginación social y que, sin embargo, tienen un derecho inalienable a formar parte activa y creativa de la sociedad.
Solamente, cuando el pueblo se niega a sí mismo como pueblo marginado, mediante un proceso revolucionario, podremos hablar del pueblo como pueblo gobernante, es decir, podremos decir que hemos alcanzado la democracia.
El concepto de pueblo es claramente ideológico. Tiene su base en la realidad, pero es sobre todo un instrumento de análisis de la realidad. No negamos que haya otras concepciones de lo que podemos entender por pueblo. Sin embargo, nos parece que solamente entendiendo el pueblo como fruto de la marginación, podremos captar todas las consecuencias revolucionarias que encierra el tema del pueblo y política. Indudablemente partimos además de una opción valorativa. Suponemos, basados en los principios fundamentales de la visión cristiana del mundo, que cada ser humano tiene un valor fundamental, su dignidad personal, y, por tanto, nunca puede ser tomado como un objeto, sino siempre como sujeto. Pero no entendemos la dignidad personal como una separación de lo social.
El individualismo es un personalismo castrado. La persona humana se realiza como tal, en su relación con los otros. Cuando afirmamos la dignidad de la persona, reconocemos este valor en todos y cada uno de los entes humanos. Por eso creemos que son necesarias una serie de condiciones y logros sociales para alcanzar un ambiente en el cual cada ser humano pueda vivir una vida digna de ser vivida. Se suele llamar bien común a esta meta social.
La exigencia cristiana de la fraternidad imposibilita toda concepción individualista del ente humano y fundamenta un sentido de la comunidad basada en la solidaridad y la cooperación mutua, en el respeto y el apoyo mutuo. Este ideal de una sociedad personalista y comunitaria se ve obstaculizada por la marginación que provocan nuestras actuales estructuras sociopolíticas. El pueblo como meta sólo tendrá un sentido, cuando el pueblo como agente elimine por su acción la marginación social. Tal es el tema del presente trabajo.
Partimos de la concepción de la política como praxis. Su meta es conducir a los pueblos. Dicha praxis implica necesariamente la referencia, directa o indirecta, a una interpretación de la sociedad, pero, en el trasfondo de la interpretación de la sociedad o ideología, la acción política se estructura siguiendo grandes líneas de acción o estrategias. Sin embargo, la acción política no es posible sin la capacidad de acción política que llamamos poder.
La política es conflicto de intereses, aspiraciones y personalidades. Las fuentes de poder son múltiples y su fuerza relativa depende de los recursos y medios de que dispongan y de la habilidad con que los manejen. Las fuentes de poder tienden a coaligarse para mejor defender sus intereses. Sus aparentes enfrentamientos son frecuentemente superficiales, pues en el fondo sus intereses convergen. Los reales intereses populares suelen quedar ausentes de las metas que se proponen los poderosos.
Sin embargo, para mejor alcanzar sus objetivos, los detentores del poder necesitan justificarse. Todo poder necesita presentarse como autoridad, de aquí surgen una gran cantidad de mitos. El poder desnudo choca a las conciencias. El poder que no se justifica por sus realizaciones, se justifica a través de símbolos y mitos. Los mitos políticos sostienen estructuras sociales que reflejan determinadas configuraciones de intereses. El mito del pueblo se apoya en las declaraciones constantes de los beneficios populares que se derivan de las medidas políticas tomadas. Aparece así la necesidad de una política popular.
Muchas formas autocráticas de poder recurren a la pantalla de procesos electorales amañados para justificarse. Pero muy frecuentemente, encontramos el recurso a medidas espectaculares de apoyo y promoción de algunos intereses populares. Se engendra así el populismo que, aunque satisface ciertos intereses populares, atenta, por medio de procedimientos a menudo violentos, contra todo brote auténtico de defensa de los intereses más profundos del pueblo.
La realización de una genuina política popular no es posible sin la participación efectiva del pueblo. Pero los poderes tienen interés en sostener la marginación popular, pues sólo así aseguran sus privilegios. A menudo encontramos políticas de promoción popular alentadas por los mismos grupos marginantes a fin de esconder más sutilmente la realidad social de la marginación.
La participación se desenvuelve en un triple nivel: la ejecución, la decisión y la participación en los beneficios. Los grupos dominantes necesitan asegurarse la fidelidad de los centros de decisión. Por esto no tienen grandes reparos en abrir prudencialmente las puertas de la participación en los niveles ejecutivos que no sean decisivos. Tampoco se oponen obstinadamente a los aumentos reducidos en la participación en los beneficios, mientras estos aumentos no afecten los mecanismos mismos de la distribución manejados por ellos. La única manera, pues, de asegurar la participación real del pueblo es la eliminación de la marginación: pero ésta no es posible sin un enfrentamiento en la toma de conciencia por parte del pueblo de las causas y de las razones de la marginación.
Actualmente se habla de concientización cuando se hace alusión a la toma de conciencia de la real situación social, de la estructura de poder y de los mecanismos de dominación. Se impone un proceso de desmitificación. El proceso de desmitificación es finalmente un problema de educación. Nuestro sistema educativo actual forma una conciencia popular sumisa, acrítica y timorada. Pero la toma de conciencia exige la acción y se acrecienta por la acción.
La actuación popular es posible si se constituye un auténtico poder popular. El pueblo no puede reivindicar una política popular sin crear necesariamente un enfrentamiento de poderes, pues no es posible conseguir una verdadera promoción popular sin un cambio radical de la estructura social de las decisiones. El poder social popular se convierte, pues, en una fuerza revolucionaria que se enfrenta a la acción combinada de los centros de poder del status quo.
Las grandes líneas estratégicas de esta revolución popular se centran en la concientización y en la organización popular. El poder popular debe atacar las causas de la marginación social y se enfrenta necesariamente a los sistemas de intimidación y de soborno de dirigentes, que utilizan las oligarquías marginantes.
El desarrollismo hace trampa en la búsqueda del bienestar popular, pues presenta como políticas de revolución popular aquellos progresos tecnológicos que mejoran finalmente el sistema establecido. Pero esconde los defectos estructurales del actual sistema de marginación popular. Por esto, para nosotros, el tema de pueblo y política no puede repetir sin más las reflexiones de un pensamiento liberal, que ha hecho un gran mito de la democracia.
Nuestra posición es ideológicamente revolucionaria pues concibe el poder popular como la fuente de una gran revolución que logre crear un nuevo sistema social en el cual se elimine la marginación social. Para alcanzar un nuevo tipo de sociedad, es necesario crear un poder capaz de transformar la situación existente. Esta se define históricamente como el resultado estructural de un juego de poderes, determinado por factores objetivos que se expresan bajo la forma de intereses sociales contrapuestos. Por ello, una política popular implica una lucha de clases.
Los socialcristianos han reaccionado contra la lucha de clases, porque la interpretan según la visión marxista y su estrategia de acción. Creen que dicha lucha se caracteriza por la agresión, el odio y la violencia, desconociendo frecuentemente las verdaderas causas de dichas manifestaciones. Desgraciadamente, al eludir enfrentar el problema de la situación conflictual, los socialcristianos no logran abordar adecuadamente su acción política. Los principios en que se inspiran exigen una serie de cambios radicales, pero su estrategia política no se define claramente en términos de objetivos coherentes con el concepto de revolución que usan. Por ello, éste se vuelve inoperante y frecuentemente mitológico. En nuestro análisis, debemos superar esa deformación.
En primer lugar, hay que redefinir ciertos conceptos, fundamentalmente el de lucha de clases. Para ello, es necesario abordar el concepto mismo de clase social. Dicho concepto es muy discutible, porque frecuentemente no es fácil en la práctica establecer las distinciones con la claridad con que se usan en la teoría. Sin embargo, el tema de la clase social es un recurso importante para entender la sociedad, porque una larga tradición lo ha convertido en uno de los conceptos fundamentales de las ciencias sociales.
En términos generales entendemos por clase social un grupo de entes humanos que, dentro de una sociedad determinada, tienen intereses antagónicos definidos por su ubicación en la estructura del poder de dicha sociedad. Como las fuentes del poder están determinadas por la posesión o uso de los medios socialmente significativos, en cada momento histórico, es necesario definir cuáles son dichos medios. En nuestro sistema capitalista es indudable que los grupos económicos dominan el juego de poderes. Por ello, la definición actual de las clases sociales tiene un basamento económico evidente.
La lucha de clases no debe ser definida por la evaluación de las acciones políticas o económicas concretas, sino por los determinantes sociales objetivos. La lucha de clases es una situación de antagonismo social definido por la estructura social misma. La conciencia de esta lucha y su manifestación política es algo circunstancial. La resolución de la lucha de clases es evidentemente el resultado final de un enfrentamiento abierto de intereses. Pero, no son las modalidades del enfrentamiento, sino su radicalidad lo que define dicha lucha.
Hemos llamado pueblo a los grupos sociales que tienen un enfrentamiento objetivo de intereses con los grupos dominantes. La conciliación entre las clases sociales es imposible, porque una no puede alcanzar sus intereses sin que la otra tenga que ceder sus privilegios. Por ello, toda política de conciliación es insuficiente para alcanzar la verdadera transformación de la sociedad. Esta es válida como línea estratégica en un período determinado, mientras se crea un aumento significativo de la conciencia popular de cambio y se organizan las bases populares como elemento de lucha efectiva.
En segundo lugar, es necesario aclarar los términos generales de la lucha de clases. Por un lado, ésta implica un desarrollo de la conciencia social de la situación real de la sociedad. En este sentido, la lucha de clases empezará siempre por una lucha ideológica contra los mitos, mediante los cuales el sistema establecido justifica los privilegios de sus dominadores. Por otro lado, la lucha de clases se manifiesta efectivamente en la organización social del pueblo que emprende la batalla en favor de sus intereses objetivos.
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